sábado, 2 de febrero de 2019

Alba.

Un relato de Paco Bravo.

Estaba en la parada de taxis. Pasaba una pareja de homosexuales. Bien vestidos, estimo que con poder sobre el mundo, sintonía social; siempre pensé que aquellos que se ajustan a la estética tienen la convicción de que al ser pertenecientes a un sistema deben amoldarse a sus normas, y en ese ejercicio de adaptación encuentran un poder que les complace a corto plazo, hasta que en seguida encuentran otro cliché al que tener que adaptarse; de alguna manera viven en una paz efímera disuelta por otra angustia efímera nueva. En el primer puesto estaba Jorge, bajo esa mirada templada y solitaria, abrumando horas perdidas, sesenta años y un tormento paliado con horas de espera, esperando ¿qué se yo?... ¿Qué se esperaría con esa edad? Separado, con hijos mayores que solo buscan su dinero, sin familia; con escaso tiempo libre y dedicado a gastarlo en bares. Supongo que algo que lo anulara de esa sensación de vacío, cercanía a la muerte. No había nada en él que lo atara hacia un motivo irrenunciable. Esperando una carrera, un micro incremento monetario que durante un periodo corto lo calmara de una idea aterradora, voraz, tan mental que lo absorbía de su consciencia. Y yo, imaginando qué hacía también ahí, supongo que resistiéndome al pavor económico, es decir, a verme sin un céntimo y acabar pidiendo dinero a alguien que crea con esa deuda ser dueño de mí. Pensaba en echar un trago, un efímero alivio para el tedio de la vida. Pensaba quizás en quebrar segundos con la mirada de Alba, a sabiendas que acabaría en lo mismo que ese trago o esa carrera. Alguien con necesidad o sin ella invadía ese espacio público con cuatro ruedas, que en teoría era mío sin serlo: taxi.
Alba y yo. En una habitación. Yo fumando en la ventana, observando yacer la luz tenue y amarillenta sobre los tejados calizos de las casas del 19 en el castillo. Pensando en el pasar de los años, en como cuesta fluir, en como los tormentos pesan. De repente no sabía si Alba ejercía como un centro gravitatorio de una ciudad que entraba a desvanecerse. No comprendía muy bien por qué me transformaba pero sin que por ello fluyera, y ese flujo al fin y al cabo es lo que yo consideraba estar enamorado, palabras que de alguna manera mi moral no dejaba exponerme.
- Me pregunto por qué esta ciudad.
- Supongo que tú la conoces mejor que yo, la conoces al detalle.
-Y a la vez me resulta tan extraña. Conozco las impresiones, pero no los interiores... Conozco sus retratos pero no sus relatos.
-Acabé aquí, buscando un futuro; es una ciudad donde la gente sabe comunicarse, donde sientes que la gente forma parte de algo. En cambio, nada que ver con París, o con Berlín....
-¿Y no te aturde que nunca haya silencio?
-¿Silencio?
-Sí. Aquí todo el mundo habla, todo el mundo toma las cosas a risa. Cualquier cosa sirve para reír, supongo que es sano, todo el mundo te hace creer que formas parte de él o ella, pero... Créeme, acaban siendo meros espejismos, meras risas.
- En Alemania nadie ríe. Tienen miedo.
- El mismo que tienen aquí cuando ríen.
Entonces la sombra del flexo nos dividía la mirada latente que compartíamos. Unos ojos poderosos difuminados por la oscuridad, una mirada en la que encontraba ser, existencia. Y entonces, al tomar consciencia de ello, vino el miedo y con él el impulso de expulsar palabras sin sentido. Es por ello que no hablé.
—¿Qué? —dijo ella.
Me acerqué. Empecé a acariciarla. Su pelo interminable surcando sus caderas.
— Estaría bien dibujarte.
— Me gusta que me hagas eso.
- No te fíes nunca de los que acariciamos incondicionalmente.
- ¿Por qué?
- El amor no es para los románticos.
- ¿Para quién si no?
- Para... Los egoicos.
- ¿Egoicos?
- Sí. Los egoicos, los que saben defender su sitio, los que no dudan de sus creencias, los que mantienen su pensamiento y no se rajan.
- Ah vale. Te refieres a aquellos que tienen orgullo.
- Sí.
- Quizás pueda ser malo tanto orgullo en el amor.
- Quizás. Pero si creen en él incondicionalmente lo mantendrán a ralla, porque creerán por encima de todo que pueden controlarlo, que su ego les permite hacerlo. Sus creencias supeditan su mismo sentimiento.
- ¿Creer es poder?
- Si ambos creen ¿por qué no?
- ¿Y tú no crees?
- Los románticos no creemos, solo sentimos; o eso creemos.
- ¿Crees o sientes?
- Creemos en lo que sentimos, no en lo que deberíamos sentir. Esa creencia a veces nos debilita, nos hace perder.
- Esta ciudad no es para ti. Creía que aquí todos reían.
-Yo lo hacía.
Y entonces resentía por la ciudad. Después de aquellos momentos inmersos de calma, volvía con sed de querer besar unos labios y acceder a algunos rincones que igual no estaban perdidos. ¿Qué ciudad es esta? Qué ciudad, veía gente deseando ser no sé muy bien el qué. A veces pienso si la belleza que contemplamos reside en la proyección que ese objeto ejerce sobre nosotros o si es este un bálsamo para paliar nuestra carencia, una muestra real o ilusoria de que pertenecemos a algo inmaculado. Y ese estrés producido en muchos cuando no tienen lo que quieren, cuando en sus ojos codician lo que tiene otro, menospreciando a otros diferentes, reduciendo a los diferentes como peores, y hasta algo que todavía más me estremecía: pensar que tienen poder sobre el juicio y que a la vez que desacreditan unas cosas magnifican otras, a la vez que odia aman. Entre tanto, ¿qué hallaba? ¿Qué amaba yo? Y si no era capaz de ello, ¿qué odiaba?
Y yo navegaba por aquella casa extraña. Estaba allí, aquí, como en cualquier otro lugar, ¿qué espacios dominaban en Alba? A veces pretendía comprender ¿qué afán aquel de querer conocer a otras gentes, estar de un lugar a otro, tener la capacidad de ser nuevo siempre, o tal vez inmunizarse a ello?
- No sabía ¿por qué hacías esas fotografías?
- Fotografío calles, gentes, paisajes. Me gusta ver qué impresan.
- Ajá. Te pareces a papá. A papá también le gustaba hacer fotos. Gastaba horas y horas revelándolas, y siempre se encargaba de enmarcarlas y guardarlas en un álbum escogido por él.
-Supongo que sería cuidadoso con los recuerdos.
-Tenía en cuenta el futuro recuerdo en el que se podía convertir aquel presente.
-¿Un nostálgico igual?
-O no, o nada que ver... Yo no tengo esa costumbre, en cambio, siempre me frustró no haber fotografiado algún momento en el que era feliz. Igual en ese momento no lo sabía, igual lo descubro cuando veo que no tengo esa fotografía, cuando ni una fotografía queda de esa vivencia.
- Entonces ¿quién se preocupa de los recuerdos?
- Yo, no, desde luego, pero tampoco creo que captarlos constantemente te haga más responsable de ellos.
- Yo no hago fotos para ello. Lo mío es distinto, no busco captar una experiencia a través de una imagen, más bien encontrar en una imagen una experiencia, una sensación... No sé cómo explicarlo.
Entonces vi como ella sabía perfectamente a que me refería. No quería, en cambio, seguir hablando del tema; supongo que tampoco merecía más análisis o igual tampoco quería destapar algo que tenía escondido. Igualmente siempre sentí que Alba era chica de silencios, es algo que fui apreciando en las mujeres conforme más años cumplí y cuántas más trataba. Alba tenía un afán sobrio por conocer mundos nuevos. Manejaba los silencios, no adulaba, reía tímidamente y no le importaba inundar de vacío el momento si por lo dicho no le había conmovido. Veía en ella, en cambio, alguna sombra adorable que reconocía, quizás con un tono melancólico, quizás una sombra en la que me encontraba. Veía igual el renacer de alguien que sabe que se ha despedido de muchas cosas que amaba, veía que cuando la acariciaba, se dejaba llevar; a veces era ella quien lo hacía conmigo, pero era el menor de los casos. Sabía que yo no era la solución de su vida, y ella sabía que tampoco lo era de la mía. Me conmovía saber que podía enredarme en sus brazos, y que por bien que estuviera tampoco iba a caer en el caso de que se fuera, pues tarde o temprano lo iba a hacer.
- ¿Y tú, Carlos? ¿Qué viste en mí?
- No sé... Si te digo la verdad, solo sé que me gustaste tal y como me escuchabas, tal y como me prestabas atención. Parecía que las palabras que salpicaban de mi boca entraban en ti, y al verlo entonces sentía que pertenecía a algo. Creo que eso es lo que hace que en seis meses no haya dejado de querer descubrir cosas de ti.
Me besó, y se quedó en mi regazo. No dirigió una palabra más en una hora. Supuse que de alguna manera había calado en ella, pero no del todo, y que jamás pasaría. Imaginaba que alguna vez había amado con desborde, me consolaba pensarlo, aunque jamás lo sabría.
Fui a echar un trago. Era quizás, junto a Alba, mi única salvación indecente. Las historias en asfalto, los relojes en constante constancia, la sensación de pensar que muchos días durante muchos años se esfumaron en un turno de taxi; que me había dejado atrás tantos objetivos ya convertidos en falsas esperanzas. Todo ello igual era un cúmulo de sensaciones negativas que se esfumaban en un trago, en una media fría que duraba a duras penas diez minutos. Al igual que yo, algunos tipos en la barra de un bar de barrio, con la ilusión de encontrar otra falsa esperanza en la sonrisa de una camarera de veinticuatro años, que muestra su simpatía ante la sabiduría (experiencia, mejor) de un hombre de cuarenta años. Una chica que encuentra afable escuchar grandes aventuras del pasado exclusivas de ese pasado; que aún y al contrario que su emisor, no es consciente del pasar de los años, ese año sin ir a la facultad para estudiar pasa omiso ganándose unos duros escuchando a borrachos. Se tranquiliza incluso teniendo el contacto humano con ese desesperado o desesperanzado, al alimentar esa sensación de utilidad que vive compatibilizando sus ingresos con la ayuda humana.
Después de todo un largo recorrido sobre esa barra de bar, decidí irme, habiendo compartido las mínimas palabras con aquellos conocidos; habiendo bebido lo justo para embriagarme pero no emborracharme. No quería que el alcohol ocupase más de treinta minutos y no iba ya a otro bar que no fuera el de abajo de casa.
El alcohol me había acompañado durante muchos años, y había sido para mí como el taxi, o como el trabajo de camarera para aquella chica: una esperanza ilusoria que había barrido muchas otras. Algunos años atrás había concebido que el bálsamo era veneno, que el amigo se había convertido en verdugo: en los momentos donde compartes con gentes ideas y te haces sentir diferente al resto, donde una conversación con una chica se convierte en trascendencia y te gusta pensar que le gustas, aquella idea en la que creías que eras joven y es por ello que tenías justificado disfrutar cueste lo que cueste; siempre entre copas, claro está. Era ahí cuando caías. Endulzaba cualquier momento por tedioso que fuera; hasta que su abrazo te aprisionaba y el sorbo se transformaba en una cadena, que a cuanto más la mirabas más te apretaba. Beber para celebrar, beber para curar y beber para que pasara algo. Me di cuenta que estaba atrapado, el amor-odio de un trago que me llevaba a convivir con gentes desalmadas, que detestaba por el simple hecho de no poder huir de ellas. Atrás habían quedado aquellos con los que hablaba de historia, arte, política, filosofía, literatura, geografía, psicología... Siete de diez charlas que tenía se daba en bares con tipos como yo, tipos que habían sido o que nunca fueron.
Alba no bebía, apenas no hacía. Igualmente que yo a la bebida o ella misma; su falta de reconocimiento le había llevado hacia mi.
Suponía que las canciones no eran canciones si no clamaban libertad. En Alba y en todos aquellos abrazos y en el silencio residía gran parte de lo que quería encontrar. Alba, la última pasajera, un pequeño impulso a mi corazón abyecto, la sombra de un cuerpo desconocido en una personalidad desconocida.
Aquella mañana, como cualquier otra, tomaba café en el bar, entre comentarios soeces de lectores de periódicos manipulados, de esos que husmean los artículos pasando de página; entre olor a serrín, madera y coñac; con el telediario de fondo, las canciones de radio que no se escucharán el año siguiente y gentes que volverán constantemente. Un amanecer de primavera, que daba paso a un lunes de estrés. Allí, en la parada, el tercero, esperaba a una madre para ir con su hijo al colegio, algún anciano al hospital o algún obrero que perdió el bus. Se montó alguien en el asiento de atrás.
-Disculpe, el de al lado es el primero.
-Guten morgen.
Entonces miré hacia atrás. Era Alba.
-Alba? Qué haces aquí?
-Aquí, donde nos conocimos.
- Donde vas?
- A alguna parte...
- En serio, donde quieres ir?
- Arranca (vehemente)
Atónito. Helado. Francamente: una luz.
- Dime. Vas a algún colegio, consulado, empresa, agencia de viajes, aeropuerto, estación?
- Quería verte...
- No, Alba.
- Por favor, pon el taxímetro.
- Por quien me tomas.
- De verdad, no lo pondré.
- No quiero que pierdas dinero por mi.
- No se tarda nada de aquí al aeropuerto.
Ella quedó entonces enmudecida.
- A qué hora sales? (pregunté)
- En cuatro horas.
- Conozco un sitio de camino, te gustará.
Sabía que tenía que ocurrir, y me imaginaba que sin previo aviso.
- Como lo sabías?
- Ese brío en tu expresión, solo lo vi las primeras veces que nos vimos.
- Crees que me alegro de irme?
- Creo que muestras algo verdadero, simplemente.
- Carlos, jamás te mentí.
- Lo se, Alba. Solo puede mentir el que conoce la verdad, y tú la estás descubriendo aquí mismo, no la sabías antes de entrar al coche.
- No entiendo.
- Te has sentido bien conmigo?
- Sí.
- Y qué pensabas cuando me iba, o al día siguiente?
- Pensaba que se acabaría, pero no sabía cuándo.
- Ahora lo acabas de saber, y esa expresión al conocerme es la misma que al despedirme, se llama certidumbre.
- Te echaré de menos, Carlos.
- No mientas.
- No miento.
- Sabes que sí, sabes que llegarás a Alemania y allí no me asociaras con nada ni nadie.
- Lo siento.
- No lo hagas. Has hecho lo que has podido. Yo también lo siento, me hubiera gustado cumplir con tus deseos, ser el amo de tu existencia.
- Si te hubiera conocido antes lo hubieras sido.
- Puedo decir lo mismo, Alba. Por eso, no te preocupes por mí.
Pasábamos una avenida de urbanizaciones, que después acababan en unas casitas matas bastante antiguas. Justo después, una gran bajada en un camino mal asfaltado que acababa en unas vayas, y un gran paisaje: las tres pistas del aeropuerto.
- Bienvenida a mi terminal.
- Dios... Cómo no había estado nunca aquí?
- No conozco muchos lugares en el mundo, pero esta ciudad sí.
- Esto es??
- Villalmecín.
- Eso.
- Es un barrio de la ciudad. Era municipio, hace muchos años. El pueblo, de ganaderos fundamentalmente, perdió su alcaldía después de la guerra. En la posguerra, se estableció una base militar y en los cincuenta, se convirtió en un aeropuerto con solo una aerolínea y cinco vuelos. Aquí nació mi familia. En los setenta entraron aerolíneas internacionales y se consagró el turismo. Yo, jugaba con mis primos por estos lugares, recorriendo en bicicleta todos los lugares de la zona. Veíamos los aviones, pensábamos en lo lindas que eran las mujeres extranjeras, pensábamos que podríamos pilotar un avión, o un barco o lo que fuese. Admirábamos los oficios de nuestros padres, pensábamos que tenía que ser toda una auténtica hazaña. A mí me estremecía escuchar a mi abuelo y sus historias de la guerra, en todos los pasos que dio para poder salir con mi abuela: pedir permiso a su suegro, no poder pasear con ella más de dos horas, hacerlo solo en la plaza del pueblo.
Por allí, por esas urbanizaciones, estaba la casa de mi abuelo. Cuando tenía diez años, todo lo que quedaba de la pequeña aldea se levantó. Lloré, lloré, no solo porque no pudiera volver allí. Lloré porque podría olvidarlo, y no quería. No quería olvidar ni un solo rincón. No quería olvidar el lugar donde me tropecé con la bicicleta tantas veces, donde construíamos cabañas, vivía la niña que me gustaba. No quería retirarlo de mi memoria.
- Veo que te acuerdas bien.
- Podría reconstruir exactamente todo en mi imaginación, es algo que creía entonces que no podría hacer, pero me equivoqué.
- No importa el tiempo que pase, se recuerdan solo los momentos más felices.
- No puedo dejar de recordarlos sin llorar. A veces, solo se estima lo que ya no existe. Este es el lugar, donde me hubiera gustado conocerte. Si hubiera sido aquí, te hubiera amado para siempre. No te habría dejado escapar, hubiéramos vivido y muerto juntos, más allá de pensar por un segundo que alguien nos hubiera echado de aquí, que nadie ni nada nos hubiera separado jamás. Pero solo se puede amar en un mundo donde nada muere, donde ese concepto tan siquiera existe.
- Yo vivo buscando esa aldea. A veces creo haberla encontrado, y me estremece tanto pensarlo que acabo huyendo. En un rato me voy, y no sé si la encontré aquí o voy a buscarla a otra parte.
La dejé en el aeropuerto. Suponía que jamás la volvería a ver. Fue bonito mientras duró, decían. Con ella se fue una mirada al horizonte, un sorbo de sentido, un espejismo de eternidad. La vida de desengaños abría otra vez su puerta de entrada y como siempre volvían esos días aburridos donde sabías que seguramente no pasaría nada. Fue hermoso mirar desde la nostalgia hacia atrás, Alba tenía el pincel que coloreaba de nuevo la ciudad, esa ciudad donde había vivido todo y aún así no quedaba nada, un estadio abandonado donde el silencio había mutilado cualquier recuerdo de celebraciones y goles. Qué son los recuerdos, no más que meras imágenes o meros palabras, impresas en la memoria y no en el alma. Vivir de nuevo el pasado, ese afán de querer sentir cosas que había sentido, de querer rememorar, de procurar por todos los medios que no cayeran en el olvido. Sientes, al tiempo sientes que sentiste y después ni tan siquiera eso. Era aquel último paso el que no quería, bajo ningún concepto, dar. No podía permitirme olvidar. Alba, se fue, pero me mantuvo vivo un tiempo, me hizo recobrar sentido y llevarme a algunos mundos que no quería dinamitar, aunque por otro lado sabía que habían clausurado. Solo muere lo que se olvida, y por ello tendría que agradecerle siempre haber sido una burla del amor y una enemiga del olvido.