Estaba en la parada
de taxis. Pasaba una pareja de homosexuales. Bien vestidos, estimo que con
poder sobre el mundo, sintonía social; siempre pensé que aquellos que se
ajustan a la estética tienen la convicción de que al ser pertenecientes a un
sistema deben amoldarse a sus normas, y en ese ejercicio de adaptación encuentran
un poder que les complace a corto plazo, hasta que en seguida encuentran otro
cliché al que tener que adaptarse; de alguna manera viven en una paz efímera
disuelta por otra angustia efímera nueva. En el primer puesto estaba Jorge,
bajo esa mirada templada y solitaria, abrumando horas perdidas, sesenta años y
un tormento paliado con horas de espera, esperando ¿qué se yo?... ¿Qué se
esperaría con esa edad? Separado, con hijos mayores que solo buscan su dinero,
sin familia; con escaso tiempo libre y dedicado a gastarlo en bares. Supongo
que algo que lo anulara de esa sensación de vacío, cercanía a la muerte. No
había nada en él que lo atara hacia un motivo irrenunciable. Esperando una
carrera, un micro incremento monetario que durante un periodo corto lo calmara
de una idea aterradora, voraz, tan mental que lo absorbía de su consciencia. Y
yo, imaginando qué hacía también ahí, supongo que resistiéndome al pavor
económico, es decir, a verme sin un céntimo y acabar pidiendo dinero a alguien
que crea con esa deuda ser dueño de mí. Pensaba en echar un trago, un efímero
alivio para el tedio de la vida. Pensaba quizás en quebrar segundos con la
mirada de Alba, a sabiendas que acabaría en lo mismo que ese trago o esa
carrera. Alguien con necesidad o sin ella invadía ese espacio público con
cuatro ruedas, que en teoría era mío sin serlo: taxi.
Alba y yo. En una
habitación. Yo fumando en la ventana, observando yacer la luz tenue y
amarillenta sobre los tejados calizos de las casas del 19 en el castillo.
Pensando en el pasar de los años, en como cuesta fluir, en como los tormentos
pesan. De repente no sabía si Alba ejercía como un centro gravitatorio de una
ciudad que entraba a desvanecerse. No comprendía muy bien por qué me
transformaba pero sin que por ello fluyera, y ese flujo al fin y al cabo es lo
que yo consideraba estar enamorado, palabras que de alguna manera mi moral no
dejaba exponerme.
- Me pregunto por qué
esta ciudad.
- Supongo que tú la
conoces mejor que yo, la conoces al detalle.
-Y a la vez me
resulta tan extraña. Conozco las impresiones, pero no los interiores... Conozco
sus retratos pero no sus relatos.
-Acabé aquí, buscando
un futuro; es una ciudad donde la gente sabe comunicarse, donde sientes que la
gente forma parte de algo. En cambio, nada que ver con París, o con Berlín....
-¿Y no te aturde que
nunca haya silencio?
-¿Silencio?
-Sí. Aquí todo el
mundo habla, todo el mundo toma las cosas a risa. Cualquier cosa sirve para
reír, supongo que es sano, todo el mundo te hace creer que formas parte de él o
ella, pero... Créeme, acaban siendo meros espejismos, meras risas.
- En Alemania nadie
ríe. Tienen miedo.
- El mismo que tienen
aquí cuando ríen.
Entonces la sombra
del flexo nos dividía la mirada latente que compartíamos. Unos ojos poderosos
difuminados por la oscuridad, una mirada en la que encontraba ser, existencia.
Y entonces, al tomar consciencia de ello, vino el miedo y con él el impulso de
expulsar palabras sin sentido. Es por ello que no hablé.
—¿Qué? —dijo ella.
Me acerqué. Empecé a acariciarla. Su pelo interminable
surcando sus caderas.
— Estaría bien
dibujarte.
— Me gusta que me
hagas eso.
- No te fíes nunca de
los que acariciamos incondicionalmente.
- ¿Por qué?
- El amor no es para
los románticos.
- ¿Para quién si no?
- Para... Los egoicos.
- ¿Egoicos?
- Sí. Los egoicos,
los que saben defender su sitio, los que no dudan de sus creencias, los que
mantienen su pensamiento y no se rajan.
- Ah vale. Te
refieres a aquellos que tienen orgullo.
- Sí.
- Quizás pueda ser
malo tanto orgullo en el amor.
- Quizás. Pero si
creen en él incondicionalmente lo mantendrán a ralla, porque creerán por encima
de todo que pueden controlarlo, que su ego les permite hacerlo. Sus creencias
supeditan su mismo sentimiento.
- ¿Creer es poder?
- Si ambos creen ¿por
qué no?
- ¿Y tú no crees?
- Los románticos no
creemos, solo sentimos; o eso creemos.
- ¿Crees o sientes?
- Creemos en lo que
sentimos, no en lo que deberíamos sentir. Esa creencia a veces nos debilita,
nos hace perder.
- Esta ciudad no es
para ti. Creía que aquí todos reían.
-Yo lo hacía.
Y entonces resentía
por la ciudad. Después de aquellos momentos inmersos de calma, volvía con sed
de querer besar unos labios y acceder a algunos rincones que igual no estaban
perdidos. ¿Qué ciudad es esta? Qué ciudad, veía gente deseando ser no sé muy
bien el qué. A veces pienso si la belleza que contemplamos reside en la
proyección que ese objeto ejerce sobre nosotros o si es este un bálsamo para
paliar nuestra carencia, una muestra real o ilusoria de que pertenecemos a algo
inmaculado. Y ese estrés producido en muchos cuando no tienen lo que quieren,
cuando en sus ojos codician lo que tiene otro, menospreciando a otros
diferentes, reduciendo a los diferentes como peores, y hasta algo que todavía
más me estremecía: pensar que tienen poder sobre el juicio y que a la vez que
desacreditan unas cosas magnifican otras, a la vez que odia aman. Entre tanto, ¿qué
hallaba? ¿Qué amaba yo? Y si no era capaz de ello, ¿qué odiaba?
Y yo navegaba por
aquella casa extraña. Estaba allí, aquí, como en cualquier otro lugar, ¿qué
espacios dominaban en Alba? A veces pretendía comprender ¿qué afán aquel de
querer conocer a otras gentes, estar de un lugar a otro, tener la capacidad de
ser nuevo siempre, o tal vez inmunizarse a ello?
- No sabía ¿por qué hacías
esas fotografías?
- Fotografío calles,
gentes, paisajes. Me gusta ver qué impresan.
- Ajá. Te pareces a
papá. A papá también le gustaba hacer fotos. Gastaba horas y horas revelándolas,
y siempre se encargaba de enmarcarlas y guardarlas en un álbum escogido por él.
-Supongo que sería
cuidadoso con los recuerdos.
-Tenía en cuenta el
futuro recuerdo en el que se podía convertir aquel presente.
-¿Un nostálgico
igual?
-O no, o nada que
ver... Yo no tengo esa costumbre, en cambio, siempre me frustró no haber
fotografiado algún momento en el que era feliz. Igual en ese momento no lo
sabía, igual lo descubro cuando veo que no tengo esa fotografía, cuando ni una
fotografía queda de esa vivencia.
- Entonces ¿quién se
preocupa de los recuerdos?
- Yo, no, desde luego,
pero tampoco creo que captarlos constantemente te haga más responsable de
ellos.
- Yo no hago fotos
para ello. Lo mío es distinto, no busco captar una experiencia a través de una
imagen, más bien encontrar en una imagen una experiencia, una sensación... No
sé cómo explicarlo.
Entonces vi como ella
sabía perfectamente a que me refería. No quería, en cambio, seguir hablando del
tema; supongo que tampoco merecía más análisis o igual tampoco quería destapar
algo que tenía escondido. Igualmente siempre sentí que Alba era chica de
silencios, es algo que fui apreciando en las mujeres conforme más años cumplí y
cuántas más trataba. Alba tenía un afán sobrio por conocer mundos nuevos.
Manejaba los silencios, no adulaba, reía tímidamente y no le importaba inundar
de vacío el momento si por lo dicho no le había conmovido. Veía en ella, en
cambio, alguna sombra adorable que reconocía, quizás con un tono melancólico,
quizás una sombra en la que me encontraba. Veía igual el renacer de alguien que
sabe que se ha despedido de muchas cosas que amaba, veía que cuando la
acariciaba, se dejaba llevar; a veces era ella quien lo hacía conmigo, pero era
el menor de los casos. Sabía que yo no era la solución de su vida, y ella sabía
que tampoco lo era de la mía. Me conmovía saber que podía enredarme en sus
brazos, y que por bien que estuviera tampoco iba a caer en el caso de que se
fuera, pues tarde o temprano lo iba a hacer.
- ¿Y tú, Carlos? ¿Qué
viste en mí?
- No sé... Si te digo
la verdad, solo sé que me gustaste tal y como me escuchabas, tal y como me
prestabas atención. Parecía que las palabras que salpicaban de mi boca entraban
en ti, y al verlo entonces sentía que pertenecía a algo. Creo que eso es lo que
hace que en seis meses no haya dejado de querer descubrir cosas de ti.
Me besó, y se quedó
en mi regazo. No dirigió una palabra más en una hora. Supuse que de alguna
manera había calado en ella, pero no del todo, y que jamás pasaría. Imaginaba
que alguna vez había amado con desborde, me consolaba pensarlo, aunque jamás lo
sabría.
Fui a echar un trago.
Era quizás, junto a Alba, mi única salvación indecente. Las historias en
asfalto, los relojes en constante constancia, la sensación de pensar que muchos
días durante muchos años se esfumaron en un turno de taxi; que me había dejado
atrás tantos objetivos ya convertidos en falsas esperanzas. Todo ello igual era
un cúmulo de sensaciones negativas que se esfumaban en un trago, en una media
fría que duraba a duras penas diez minutos. Al igual que yo, algunos tipos en
la barra de un bar de barrio, con la ilusión de encontrar otra falsa esperanza
en la sonrisa de una camarera de veinticuatro años, que muestra su simpatía
ante la sabiduría (experiencia, mejor) de un hombre de cuarenta años. Una chica
que encuentra afable escuchar grandes aventuras del pasado exclusivas de ese
pasado; que aún y al contrario que su emisor, no es consciente del pasar de los
años, ese año sin ir a la facultad para estudiar pasa omiso ganándose unos
duros escuchando a borrachos. Se tranquiliza incluso teniendo el contacto
humano con ese desesperado o desesperanzado, al alimentar esa sensación de
utilidad que vive compatibilizando sus ingresos con la ayuda humana.
Después de todo un
largo recorrido sobre esa barra de bar, decidí irme, habiendo compartido las
mínimas palabras con aquellos conocidos; habiendo bebido lo justo para
embriagarme pero no emborracharme. No quería que el alcohol ocupase más de
treinta minutos y no iba ya a otro bar que no fuera el de abajo de casa.
El alcohol me había
acompañado durante muchos años, y había sido para mí como el taxi, o como el
trabajo de camarera para aquella chica: una esperanza ilusoria que había
barrido muchas otras. Algunos años atrás había concebido que el bálsamo era
veneno, que el amigo se había convertido en verdugo: en los momentos donde
compartes con gentes ideas y te haces sentir diferente al resto, donde una
conversación con una chica se convierte en trascendencia y te gusta pensar que
le gustas, aquella idea en la que creías que eras joven y es por ello que
tenías justificado disfrutar cueste lo que cueste; siempre entre copas, claro
está. Era ahí cuando caías. Endulzaba cualquier momento por tedioso que fuera;
hasta que su abrazo te aprisionaba y el sorbo se transformaba en una cadena,
que a cuanto más la mirabas más te apretaba. Beber para celebrar, beber para
curar y beber para que pasara algo. Me di cuenta que estaba atrapado, el
amor-odio de un trago que me llevaba a convivir con gentes desalmadas, que
detestaba por el simple hecho de no poder huir de ellas. Atrás habían quedado
aquellos con los que hablaba de historia, arte, política, filosofía,
literatura, geografía, psicología... Siete de diez charlas que tenía se daba en
bares con tipos como yo, tipos que habían sido o que nunca fueron.
Alba no bebía, apenas
no hacía. Igualmente que yo a la bebida o ella misma; su falta de
reconocimiento le había llevado hacia mi.
Suponía que las
canciones no eran canciones si no clamaban libertad. En Alba y en todos
aquellos abrazos y en el silencio residía gran parte de lo que quería
encontrar. Alba, la última pasajera, un pequeño impulso a mi corazón abyecto,
la sombra de un cuerpo desconocido en una personalidad desconocida.
Aquella mañana, como
cualquier otra, tomaba café en el bar, entre comentarios soeces de lectores de
periódicos manipulados, de esos que husmean los artículos pasando de página;
entre olor a serrín, madera y coñac; con el telediario de fondo, las canciones
de radio que no se escucharán el año siguiente y gentes que volverán
constantemente. Un amanecer de primavera, que daba paso a un lunes de estrés.
Allí, en la parada, el tercero, esperaba a una madre para ir con su hijo al
colegio, algún anciano al hospital o algún obrero que perdió el bus. Se montó
alguien en el asiento de atrás.
-Disculpe, el de al
lado es el primero.
-Guten morgen.
Entonces miré hacia atrás. Era Alba.
-Alba? Qué haces
aquí?
-Aquí, donde nos
conocimos.
- Donde vas?
- A alguna parte...
- En serio, donde
quieres ir?
- Arranca (vehemente)
Atónito. Helado. Francamente: una luz.
- Dime. Vas a algún
colegio, consulado, empresa, agencia de viajes, aeropuerto, estación?
- Quería verte...
- No, Alba.
- Por favor, pon el
taxímetro.
- Por quien me tomas.
- De verdad, no lo
pondré.
- No quiero que
pierdas dinero por mi.
- No se tarda nada de
aquí al aeropuerto.
Ella quedó entonces enmudecida.
- A qué hora sales?
(pregunté)
- En cuatro horas.
- Conozco un sitio de
camino, te gustará.
Sabía que tenía que ocurrir, y me imaginaba que sin
previo aviso.
- Como lo sabías?
- Ese brío en tu
expresión, solo lo vi las primeras veces que nos vimos.
- Crees que me alegro
de irme?
- Creo que muestras
algo verdadero, simplemente.
- Carlos, jamás te
mentí.
- Lo se, Alba. Solo
puede mentir el que conoce la verdad, y tú la estás descubriendo aquí mismo, no
la sabías antes de entrar al coche.
- No entiendo.
- Te has sentido bien
conmigo?
- Sí.
- Y qué pensabas
cuando me iba, o al día siguiente?
- Pensaba que se
acabaría, pero no sabía cuándo.
- Ahora lo acabas de
saber, y esa expresión al conocerme es la misma que al despedirme, se llama
certidumbre.
- Te echaré de menos,
Carlos.
- No mientas.
- No miento.
- Sabes que sí, sabes
que llegarás a Alemania y allí no me asociaras con nada ni nadie.
- Lo siento.
- No lo hagas. Has
hecho lo que has podido. Yo también lo siento, me hubiera gustado cumplir con
tus deseos, ser el amo de tu existencia.
- Si te hubiera
conocido antes lo hubieras sido.
- Puedo decir lo
mismo, Alba. Por eso, no te preocupes por mí.
Pasábamos una avenida de urbanizaciones, que después
acababan en unas casitas matas bastante antiguas. Justo después, una gran
bajada en un camino mal asfaltado que acababa en unas vayas, y un gran paisaje:
las tres pistas del aeropuerto.
- Bienvenida a mi
terminal.
- Dios... Cómo no
había estado nunca aquí?
- No conozco muchos
lugares en el mundo, pero esta ciudad sí.
- Esto es??
- Villalmecín.
- Eso.
- Es un barrio de la
ciudad. Era municipio, hace muchos años. El pueblo, de ganaderos
fundamentalmente, perdió su alcaldía después de la guerra. En la posguerra, se
estableció una base militar y en los cincuenta, se convirtió en un aeropuerto
con solo una aerolínea y cinco vuelos. Aquí nació mi familia. En los setenta
entraron aerolíneas internacionales y se consagró el turismo. Yo, jugaba con
mis primos por estos lugares, recorriendo en bicicleta todos los lugares de la
zona. Veíamos los aviones, pensábamos en lo lindas que eran las mujeres
extranjeras, pensábamos que podríamos pilotar un avión, o un barco o lo que
fuese. Admirábamos los oficios de nuestros padres, pensábamos que tenía que ser
toda una auténtica hazaña. A mí me estremecía escuchar a mi abuelo y sus
historias de la guerra, en todos los pasos que dio para poder salir con mi
abuela: pedir permiso a su suegro, no poder pasear con ella más de dos horas,
hacerlo solo en la plaza del pueblo.
Por allí, por esas urbanizaciones, estaba la casa de
mi abuelo. Cuando tenía diez años, todo lo que quedaba de la pequeña aldea se
levantó. Lloré, lloré, no solo porque no pudiera volver allí. Lloré porque
podría olvidarlo, y no quería. No quería olvidar ni un solo rincón. No quería
olvidar el lugar donde me tropecé con la bicicleta tantas veces, donde
construíamos cabañas, vivía la niña que me gustaba. No quería retirarlo de mi
memoria.
- Veo que te acuerdas
bien.
- Podría reconstruir
exactamente todo en mi imaginación, es algo que creía entonces que no podría
hacer, pero me equivoqué.
- No importa el
tiempo que pase, se recuerdan solo los momentos más felices.
- No puedo dejar de
recordarlos sin llorar. A veces, solo se estima lo que ya no existe. Este es el
lugar, donde me hubiera gustado conocerte. Si hubiera sido aquí, te hubiera
amado para siempre. No te habría dejado escapar, hubiéramos vivido y muerto
juntos, más allá de pensar por un segundo que alguien nos hubiera echado de
aquí, que nadie ni nada nos hubiera separado jamás. Pero solo se puede amar en
un mundo donde nada muere, donde ese concepto tan siquiera existe.
- Yo vivo buscando
esa aldea. A veces creo haberla encontrado, y me estremece tanto pensarlo que
acabo huyendo. En un rato me voy, y no sé si la encontré aquí o voy a buscarla
a otra parte.
La dejé en el
aeropuerto. Suponía que jamás la volvería a ver. Fue bonito mientras duró,
decían. Con ella se fue una mirada al horizonte, un sorbo de sentido, un
espejismo de eternidad. La vida de desengaños abría otra vez su puerta de
entrada y como siempre volvían esos días aburridos donde sabías que seguramente
no pasaría nada. Fue hermoso mirar desde la nostalgia hacia atrás, Alba tenía
el pincel que coloreaba de nuevo la ciudad, esa ciudad donde había vivido todo
y aún así no quedaba nada, un estadio abandonado donde el silencio había
mutilado cualquier recuerdo de celebraciones y goles. Qué son los recuerdos, no
más que meras imágenes o meros palabras, impresas en la memoria y no en el
alma. Vivir de nuevo el pasado, ese afán de querer sentir cosas que había
sentido, de querer rememorar, de procurar por todos los medios que no cayeran
en el olvido. Sientes, al tiempo sientes que sentiste y después ni tan siquiera
eso. Era aquel último paso el que no quería, bajo ningún concepto, dar. No
podía permitirme olvidar. Alba, se fue, pero me mantuvo vivo un tiempo, me hizo
recobrar sentido y llevarme a algunos mundos que no quería dinamitar, aunque
por otro lado sabía que habían clausurado. Solo muere lo que se olvida, y por
ello tendría que agradecerle siempre haber sido una burla del amor y una
enemiga del olvido.