martes, 22 de octubre de 2019

El rubor del agua

Un relato de José Ruiz Anagaru.
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         Mis pies estaban empapados. Llevaba toda la noche caminando entre zarzales, adelfas y tréboles blancos. El agua de la rociada goteaba por las hojas de las plantas, y el rugir del río no me dejaba escuchar ningún otro sonido. Había estado caminando río abajo todo el día y toda la noche. Tenía frío, hambre y sueño. El sol asomó por encima de la montaña. Sentí su calor dando en mi cara, y la vida volviendo a mi cuerpo. A unos metros de mí, había una pequeña recacha, con huellas de algún animal, que parecía haber estado bailando en círculos debajo de aquella encina. Me senté en la recacha y me acurruqué. El sol calentaba mi piel, cerré los ojos y el sueño comenzó a venir a mí.
—¡Eh, muchacha!
                Abrí los ojos y miré hacia donde venía aquella voz. Un hombre regordete, con chaquetón verde y gorra de camuflaje se inclinaba sobre un saliente que había por encima de mí. Tenía una poblada barba blanca y sujetaba una escopeta en sus manos.
                —¿Te encuentras bien muchacha? ¿Por qué estás desnuda? Te vas a morir de frío.
                Yo me quedé acurrucada y sin decir nada. Mirándole. El contraste del calor del sol, y del frío que tenía metido en mi cuerpo, me hizo temblar incontrolablemente. El hombre bajó el pequeño terraplén y soltó su escopeta en el suelo. Se quitó el chaquetón verde.
                —Toma chiquilla, ponte esto.
                Me ayudó a ponerme el chaquetón. Noté su calor al meter mis brazos en él. En la espalda y en mis pechos. Se quitó la bufanda y me la lio al cuello. Luego me subió la cremallera y se colgó la escopeta a la espalda.
                —Te llevaré a mi casa a ver si podemos llamar a tu familia ¿vale?
                Yo me quedé mirándole y no contesté.
                —No puedes seguir andando descalza.
                Me miré los pies. Los tenía congelados y no me había dado ni cuenta de la cantidad de heridas, moretones y sangre seca que tenían.
                De pronto me vi sorprendida, volando al aire entre los brazos de aquel hombre. Me cogió en brazos y me acurruqué contra su pecho. Caminó un rato muy largo conmigo en brazos hasta que llegamos a una cabaña de madera en mitad del bosque. Subió tres escalones de madera y entró en el porche, con el suelo también de madera. Me soltó en el suelo y comenzó a rebuscarse en los bolsillos de los pantalones. Finalmente sacó las llaves y abrió la puerta.
                —Pasa chiquilla. —Me dijo mientras me hacía un gesto con la mano invitándome a entrar.
Una vez dentro de la casa, él fue apresuradamente hasta un teléfono que había anclado en la pared y lo descolgó ofreciéndomelo.
                —Toma chiquilla. Llama a alguien para que venga a recogerte.
                Yo seguí callada. Era raro. Yo entendía a aquél hombre a la perfección, y quería contestarle, pero las palabras no salían de mi boca.
                —Está bien. Llamaré a la policía.
                El hombre se puso el teléfono en la cara, y giró varias veces la ruleta hasta que marcó todos los números. A los pocos segundos lo colgó desilusionado.
                —No hay línea… Chica, estás tiritando. Te prepararé un baño caliente y mientras encenderé la chimenea. Por cierto, me llamo Juan.
                Juan subió por unas estrechas escaleras de madera. Yo me quedé sentada en el sofá. Delante de mí había una horrenda cabeza de jabalí disecada. Y a mi derecha una vitrina llena de medallas y trofeos de caza.
                El dedo gordo del pie derecho comenzó a darme unas fuertes punzadas de dolor. Estaba hinchado y ensangrentado. Cogí el pie y me lo llevé hasta la boca. Comencé a lamer compulsivamente el dedo gordo. Quitando poco a poco la sangre y la suciedad, hasta que lo dejé más o menos limpio. Un pequeño pincho parecía salir de la falange del dedo, que era donde tenía ese dolor que cada vez era más fuerte. Hurgué con mis dientes en el dedo, incluso arranqué un pequeño trozo de carne, hasta que finalmente extraje una extraña púa que tenía dentro. Sentí un inmenso alivio de inmediato. Solté la pierna y puse el pie en el suelo. En ese momento oí como Juan bajaba por las escaleras.
                —Chica, ven.
                Fui hasta donde estaba Juan y subimos por las escaleras. Entramos en el baño. El agua estaba cayendo en la bañera.
                —Ahí te he puesto unas toallas. Y ropa. Lo siento, pero no tengo nada de mujer.
                Juan se quedó esperando mi respuesta. Pero yo permanecí callada.
                —Bueno, voy a encender la chimenea y a preparar algo de comer. Seguro que estás muerta de hambre.
                Juan salió del baño y cerró la puerta. Me puse frente al espejo. Mi pelo era rubio platino. Casi blanco diría yo. Me quité la bufanda y el chaquetón verde. Debajo de toda la suciedad que llevaba encima, mi piel era blanca. Debido a los dos días que llevaba sin dormir, tenía unas horribles ojeras. Mi cuerpo no dejaba de temblar. Me metí en la bañera y noté un fuerte escozor en la espalda al tocar el agua. Me palpé con la mano y noté una herida. Al mirarme la mano estaba llena de sangre reseca. Tenía frío. Cerré el grifo del agua fría y abrí al máximo el del agua caliente. El grifo echaba una mezcla de agua y de vapor. Aun así, no paraba de tiritar. Cogí aire, me sumergí en el agua hirviendo y… el agua entró por la nariz hasta llegar a mis pulmones. Abrí los ojos sorprendida. A penas si noté el contacto del agua con mis globos oculares. Comencé a respirar debajo del agua. Permanecí unos minutos allí abajo. En ese extraño silencio que se produce cuando te sumerges en el agua. Esta entraba y salía de mis pulmones. ¿Estaba respirando agua?
                Finalmente saqué la cabeza del agua. La bañera estaba casi rebozando, y cerré el grifo rápidamente. Lavé mi cabello y froté mi cuerpo con jabón hasta que quité el último grano de barro que había en él. Me sequé con las toallas que Juan me había dejado y me quedé delante del espejo, contemplando mi esbelta figura. Mi piel era muy blanca, en las partes en las que se reflejaba la luz parecía mármol. Me percaté de que no tenía vello púbico, y de que mis pezones eran de un rosa apagado y tirando a lila. Como las ojeras que coronaban mis ojos.
                No me puse ninguna ropa. Salí del baño y bajé desnuda y en silencio las escaleras. Juan estaba sentado en la mesa. Había un par de cuencos y una cacerola humeante. Estaba bebiéndose un vaso de vino, y rascando su barba blanca. Se había quitado la gorra. Su cabeza era calva casi por completo. Y las partes en las que aún tenía pelo, estaban afeitadas. Miró al frente y se sorprendió al verme. Intentó decirme algo, pero no le salieron las palabras. Yo avanzaba andando sensualmente y mirándole a os ojos. En la mesa, había un bollo de pan y un cuchillo. Al llegar a la altura de la mesa, posé mi dedo índice y lo arrastré lentamente acariciando la mesa. Cogí el cuchillo y me acerqué aún más a Juan, sin dejar de mirarle a los ojos. Con la otra mano le acaricié la cara, y me acerqué hasta que pude oler su cerebro. Alcé el cuchillo y se lo clavé en la coronilla, hasta el fondo. Luego lo giré un par de veces y lo saqué. Un chorro de sangre brotó de su cabeza regando todo el suelo. Juan, temblaba compulsivamente mientras yo succionaba su cerebro.
                Juan estaba sentado en la silla. Parecía dormido. Salí por la puerta, dejé atrás la casa y me perdí en el bosque buscando el rubor del agua del río.