Un relato de Alejandro Granja.
A menudo, cuando voy en
bicicleta, disfruto de lo que hablan las personas con las que me cruzo. Hoy me
encuentro en una calle estrecha con una pareja de ancianos acompañada del que
parece ser su nieto, un niño de unos ocho o nueve años de edad, y un cachorro
de cocker spaniel. Mientras el crío
juega con el animal, dando los brincos y carreras que acompañan a su infantil
condición, mi mente complementa el movimiento de los labios de la pareja mayor
del modo que sigue:
—Cariño, ¿qué te parece si
ocupamos toda la puta calle?
—Pregunta ella.
—Me parece estupendo.
—Responde él.
—Te quiero.
El pequeño, cada vez más
frenético en sus lúdicas ocupaciones, parece enfrascado en una atemporal lucha
contra monstruos invisibles. Tira del rabo al perro con el furor de una bestia
que trata de arrancar un cartílago de la yugular de su presa. El animal gime,
lastimero, lanzando hebras de pegajosa saliva en todas direcciones.
—Nene —La anciana fuerza un
tono de reproche—, deja en paz a Pípi
y no vayas tan deprisa, a ver si te vas a caer. Tenemos toda la tarde.
—Disculpen… —Les interrumpo
yo—, ¿Me permiten pasar?
No estoy seguro de que me
oigan. Lo que es un hecho es que tienen más
de 60 años y el hombre lleva un audífono en la oreja derecha.
—Disculpen… —repito.
Nada.
Pierdo velocidad
progresivamente, pronto me veré obligado a detenerme. Entre tanto, sigo
escuchando lo que dice la pareja. Es decir, lo que creo que dice. En mi cabeza:
—Cariño… —dice ella—. ¿Sabes
que hay una bicicleta detrás de nosotros?
—Fantástico —replica él—. Es el momento.
Marido y mujer (o lo que
presumo que son marido y mujer, podrían ser cualquier cosa, podrían ser el
hermano y la hermana protagonistas de un sórdido caso de incesto con
escandaloso final) se miran con la complicidad de los que se entienden más allá
de las palabras. ¿De qué es el momento? me pregunto. ¿Acaso han dicho esto
realmente? Estoy casi seguro, no es que me precie de ser un experto en el arte
de la lectura de labios pero, por Dios, juraría
que están diciendo lo que mi mente infiere que están diciendo. La conversación
sigue:
—Aún no hemos llegado.
Todavía queda un poco.
—Vayamos más despacio.
La pareja aminora la marcha.
El chico revolotea, orbitando como un satélite a nuestro alrededor, centrado en
imitar los gestos y sonidos de un helicóptero en caída libre. No paran de
lloverme escupitajos y mi bicicleta ha pisado una mierda verde. Tengo frío y
empiezo a asustarme, de manera que doy un empellón y, aprovechando el poco
espacio del que dispongo, me hago notar. Lanzo un mensaje, una súplica: «ya han demostrado su fuerza, por
favor, por favor, me estoy asfixiando». Hasta el perro ha
asimilado la deceleración de sus cuidadores y también él se burla ahora de mí. Todo va muy despacio y muy deprisa. El niño y
su mascota entran y salen de mi visión periférica, uno ladrando, el otro
lanzando esputos helicoidales, y ya no puedo detenerme: los tengo correteando
ora delante ora detrás de mí y, por lo que sé de los cambiantes movimientos con
los que aparecen y desaparecen, un simple frenazo a destiempo sería capaz hasta
de matarlos. Quizá debería pensar en
ello como un último recurso porque estoy atrapado. Atrapado de verdad. Los ancianos, como unos
Esquila y Caribdis del IMSERSO, se mueven oscilando al ritmo de una marea
invisible, generando un hipnótico efecto vértigo en mis ojos y en mi cerebro, y
es entonces cuando comprendo lo que sucede en realidad: todo es una danza
venenosa, una trampa letal. Estoy a merced de unos depredadores que, en su
procesión, castigan mi fervor juvenil con la sabiduría y la destreza que dan la
experiencia y el mundo. Los imagino en la noche de los tiempos, maquinando esta
celada. Estoy a punto de perder la consciencia.
—Socorro… —desespero.
Pero de pronto, en un
pestañeo, la ilusión de un pequeño paso a un lado de este muro de senectud. Es
una abertura leve, del lado de la señora, lindando con una pared a nuestra
derecha, por la que cruza una brisa (suave, casi imperceptible, pero viva) que me acaricia prometiéndome la
libertad. Un último esfuerzo y estoy fuera.
No dura mucho. No sabría
medir en términos temporales la distancia entre el acelerón de mi bicicleta y
la punzada que resulta en mi cráneo ensangrentado sobre el suelo, lo único que
puedo decir es que no dura mucho. La mujer se ha tambaleado solo unas milésimas
de segundo después de que tratase de cruzar la abertura, cerrándome el paso,
cortando mi avance y mi vida. Yo he rectificado el rumbo de mala manera, a la
desesperada, como se suele decir, y he caído sobre un hierro saliente,
estratégicamente situado sobre la acera de la calle, que ha atravesado mi
cabeza. La herida es final, claro, pero sigo vivo y con mis neuronas funcionando
el tiempo suficiente para que mi cerebro procese las últimas palabras que los
ancianos quieren hacerme oír. O quizá lo que creo que son sus últimas palabras.
O algo así.
—¿Lo ves, nene? —Le dice la
señora al niño—. Por eso te decimos siempre que lleves puesto el casco. Este
chico no lleva casco y…
—Y mira lo que le ha pasado.
El anciano se sonríe y yo lo
veo, y él espera que lo vea, y que comprenda, si es que acaso aún puedo, que
todo esto ha servido a un noble propósito. Gracias a mi muerte, el niño, que
ahora tiembla aterrorizado, aprenderá una lección. Estos viejos, estos asesinos. Han tomado mi vida, pero solo
porque quieren lo mejor para los suyos. Como todo el mundo. Solo esperan poder
evitar el daño de los que quieren, bloquear su sufrimiento aún a costa del
dolor de otros.
Mis ojos se nublan, es mi
último anochecer. Más allá del hueco que he intentado cruzar, a lo lejos, no
veo ningún fulgor, pero hay una chica, joven como yo, montada a una bicicleta
se aproxima. Y aún puedo sentir un tenso escalofrío que azota lo que queda de
sensible en mi sistema nervioso al darme cuenta de que la pobre insensata no
lleva luces LED de seguridad.