domingo, 31 de marzo de 2019

Bloquear el daño.

Un relato de Alejandro Granja.

A menudo, cuando voy en bicicleta, disfruto de lo que hablan las personas con las que me cruzo. Hoy me encuentro en una calle estrecha con una pareja de ancianos acompañada del que parece ser su nieto, un niño de unos ocho o nueve años de edad, y un cachorro de cocker spaniel. Mientras el crío juega con el animal, dando los brincos y carreras que acompañan a su infantil condición, mi mente complementa el movimiento de los labios de la pareja mayor del modo que sigue:
—Cariño, ¿qué te parece si ocupamos toda la puta calle? —Pregunta ella.
—Me parece estupendo. —Responde él.
Te quiero.
El pequeño, cada vez más frenético en sus lúdicas ocupaciones, parece enfrascado en una atemporal lucha contra monstruos invisibles. Tira del rabo al perro con el furor de una bestia que trata de arrancar un cartílago de la yugular de su presa. El animal gime, lastimero, lanzando hebras de pegajosa saliva en todas direcciones.
—Nene —La anciana fuerza un tono de reproche—, deja en paz a Pípi y no vayas tan deprisa, a ver si te vas a caer. Tenemos toda la tarde.
—Disculpen… —Les interrumpo yo—, ¿Me permiten pasar?
No estoy seguro de que me oigan. Lo que es un hecho es que tienen más de 60 años y el hombre lleva un audífono en la oreja derecha.
—Disculpen… —repito.
Nada.
Pierdo velocidad progresivamente, pronto me veré obligado a detenerme. Entre tanto, sigo escuchando lo que dice la pareja. Es decir, lo que creo que dice. En mi cabeza:
—Cariño… —dice ella—. ¿Sabes que hay una bicicleta detrás de nosotros?
—Fantástico —replica él—. Es el momento.
Marido y mujer (o lo que presumo que son marido y mujer, podrían ser cualquier cosa, podrían ser el hermano y la hermana protagonistas de un sórdido caso de incesto con escandaloso final) se miran con la complicidad de los que se entienden más allá de las palabras. ¿De qué es el momento? me pregunto. ¿Acaso han dicho esto realmente? Estoy casi seguro, no es que me precie de ser un experto en el arte de la lectura de labios pero, por Dios, juraría que están diciendo lo que mi mente infiere que están diciendo. La conversación sigue:
—Aún no hemos llegado. Todavía queda un poco.
—Vayamos más despacio.
La pareja aminora la marcha. El chico revolotea, orbitando como un satélite a nuestro alrededor, centrado en imitar los gestos y sonidos de un helicóptero en caída libre. No paran de lloverme escupitajos y mi bicicleta ha pisado una mierda verde. Tengo frío y empiezo a asustarme, de manera que doy un empellón y, aprovechando el poco espacio del que dispongo, me hago notar. Lanzo un mensaje, una súplica: «ya han demostrado su fuerza, por favor, por favor, me estoy asfixiando». Hasta el perro ha asimilado la deceleración de sus cuidadores y también él se burla ahora de mí.  Todo va muy despacio y muy deprisa. El niño y su mascota entran y salen de mi visión periférica, uno ladrando, el otro lanzando esputos helicoidales, y ya no puedo detenerme: los tengo correteando ora delante ora detrás de mí y, por lo que sé de los cambiantes movimientos con los que aparecen y desaparecen, un simple frenazo a destiempo sería capaz hasta de matarlos. Quizá debería pensar en ello como un último recurso porque estoy atrapado. Atrapado de verdad. Los ancianos, como unos Esquila y Caribdis del IMSERSO, se mueven oscilando al ritmo de una marea invisible, generando un hipnótico efecto vértigo en mis ojos y en mi cerebro, y es entonces cuando comprendo lo que sucede en realidad: todo es una danza venenosa, una trampa letal. Estoy a merced de unos depredadores que, en su procesión, castigan mi fervor juvenil con la sabiduría y la destreza que dan la experiencia y el mundo. Los imagino en la noche de los tiempos, maquinando esta celada. Estoy a punto de perder la consciencia.
Socorro… —desespero.
Pero de pronto, en un pestañeo, la ilusión de un pequeño paso a un lado de este muro de senectud. Es una abertura leve, del lado de la señora, lindando con una pared a nuestra derecha, por la que cruza una brisa (suave, casi imperceptible, pero viva) que me acaricia prometiéndome la libertad. Un último esfuerzo y estoy fuera.
No dura mucho. No sabría medir en términos temporales la distancia entre el acelerón de mi bicicleta y la punzada que resulta en mi cráneo ensangrentado sobre el suelo, lo único que puedo decir es que no dura mucho. La mujer se ha tambaleado solo unas milésimas de segundo después de que tratase de cruzar la abertura, cerrándome el paso, cortando mi avance y mi vida. Yo he rectificado el rumbo de mala manera, a la desesperada, como se suele decir, y he caído sobre un hierro saliente, estratégicamente situado sobre la acera de la calle, que ha atravesado mi cabeza. La herida es final, claro, pero sigo vivo y con mis neuronas funcionando el tiempo suficiente para que mi cerebro procese las últimas palabras que los ancianos quieren hacerme oír. O quizá lo que creo que son sus últimas palabras. O algo así.
—¿Lo ves, nene? —Le dice la señora al niño—. Por eso te decimos siempre que lleves puesto el casco. Este chico no lleva casco y…
—Y mira lo que le ha pasado.
El anciano se sonríe y yo lo veo, y él espera que lo vea, y que comprenda, si es que acaso aún puedo, que todo esto ha servido a un noble propósito. Gracias a mi muerte, el niño, que ahora tiembla aterrorizado, aprenderá una lección. Estos viejos, estos asesinos. Han tomado mi vida, pero solo porque quieren lo mejor para los suyos. Como todo el mundo. Solo esperan poder evitar el daño de los que quieren, bloquear su sufrimiento aún a costa del dolor de otros.
Mis ojos se nublan, es mi último anochecer. Más allá del hueco que he intentado cruzar, a lo lejos, no veo ningún fulgor, pero hay una chica, joven como yo, montada a una bicicleta se aproxima. Y aún puedo sentir un tenso escalofrío que azota lo que queda de sensible en mi sistema nervioso al darme cuenta de que la pobre insensata no lleva luces LED de seguridad.

viernes, 1 de marzo de 2019

VII.

Un relato de Nonsense.

¿Cómo puede saber nadie si el otro lleva la razón o lo que pretende es llevar la contraria?  Uno de los siete había decidido comer celulosa el resto de su vida en su intento de transformarse en un ser despreciado por los demás. Basándose en el alimento de las cucarachas. También para convertirse en el humano más indestructible.
Las cejas son el tobogán de las lágrimas en la coyuntura de que el padre de la niña no cayese al pantano desde la carretera. Ni la niña, ni las lágrimas saben nadar sin manguitos.
Entró un hombre con una chaqueta metálica en un bar tan insostenible como sus varices. Sin duda alguna, las cuentas no iban a salir esa noche. Los camareros sólo cobrarían si fuesen pagados por los músicos.
El quinto podrías ser tú mismo.
En la superficie hay una pareja de naranjas frustradas por no tener jugo. Mientras dos rodajas de limón se ahogan en los tequilas de los espías. Discípulos de la escuela del falsificador de la firma del cónsul.

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Las expectativas se están cumpliendo.