martes, 22 de octubre de 2019

El rubor del agua

Un relato de José Ruiz Anagaru.
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         Mis pies estaban empapados. Llevaba toda la noche caminando entre zarzales, adelfas y tréboles blancos. El agua de la rociada goteaba por las hojas de las plantas, y el rugir del río no me dejaba escuchar ningún otro sonido. Había estado caminando río abajo todo el día y toda la noche. Tenía frío, hambre y sueño. El sol asomó por encima de la montaña. Sentí su calor dando en mi cara, y la vida volviendo a mi cuerpo. A unos metros de mí, había una pequeña recacha, con huellas de algún animal, que parecía haber estado bailando en círculos debajo de aquella encina. Me senté en la recacha y me acurruqué. El sol calentaba mi piel, cerré los ojos y el sueño comenzó a venir a mí.
—¡Eh, muchacha!
                Abrí los ojos y miré hacia donde venía aquella voz. Un hombre regordete, con chaquetón verde y gorra de camuflaje se inclinaba sobre un saliente que había por encima de mí. Tenía una poblada barba blanca y sujetaba una escopeta en sus manos.
                —¿Te encuentras bien muchacha? ¿Por qué estás desnuda? Te vas a morir de frío.
                Yo me quedé acurrucada y sin decir nada. Mirándole. El contraste del calor del sol, y del frío que tenía metido en mi cuerpo, me hizo temblar incontrolablemente. El hombre bajó el pequeño terraplén y soltó su escopeta en el suelo. Se quitó el chaquetón verde.
                —Toma chiquilla, ponte esto.
                Me ayudó a ponerme el chaquetón. Noté su calor al meter mis brazos en él. En la espalda y en mis pechos. Se quitó la bufanda y me la lio al cuello. Luego me subió la cremallera y se colgó la escopeta a la espalda.
                —Te llevaré a mi casa a ver si podemos llamar a tu familia ¿vale?
                Yo me quedé mirándole y no contesté.
                —No puedes seguir andando descalza.
                Me miré los pies. Los tenía congelados y no me había dado ni cuenta de la cantidad de heridas, moretones y sangre seca que tenían.
                De pronto me vi sorprendida, volando al aire entre los brazos de aquel hombre. Me cogió en brazos y me acurruqué contra su pecho. Caminó un rato muy largo conmigo en brazos hasta que llegamos a una cabaña de madera en mitad del bosque. Subió tres escalones de madera y entró en el porche, con el suelo también de madera. Me soltó en el suelo y comenzó a rebuscarse en los bolsillos de los pantalones. Finalmente sacó las llaves y abrió la puerta.
                —Pasa chiquilla. —Me dijo mientras me hacía un gesto con la mano invitándome a entrar.
Una vez dentro de la casa, él fue apresuradamente hasta un teléfono que había anclado en la pared y lo descolgó ofreciéndomelo.
                —Toma chiquilla. Llama a alguien para que venga a recogerte.
                Yo seguí callada. Era raro. Yo entendía a aquél hombre a la perfección, y quería contestarle, pero las palabras no salían de mi boca.
                —Está bien. Llamaré a la policía.
                El hombre se puso el teléfono en la cara, y giró varias veces la ruleta hasta que marcó todos los números. A los pocos segundos lo colgó desilusionado.
                —No hay línea… Chica, estás tiritando. Te prepararé un baño caliente y mientras encenderé la chimenea. Por cierto, me llamo Juan.
                Juan subió por unas estrechas escaleras de madera. Yo me quedé sentada en el sofá. Delante de mí había una horrenda cabeza de jabalí disecada. Y a mi derecha una vitrina llena de medallas y trofeos de caza.
                El dedo gordo del pie derecho comenzó a darme unas fuertes punzadas de dolor. Estaba hinchado y ensangrentado. Cogí el pie y me lo llevé hasta la boca. Comencé a lamer compulsivamente el dedo gordo. Quitando poco a poco la sangre y la suciedad, hasta que lo dejé más o menos limpio. Un pequeño pincho parecía salir de la falange del dedo, que era donde tenía ese dolor que cada vez era más fuerte. Hurgué con mis dientes en el dedo, incluso arranqué un pequeño trozo de carne, hasta que finalmente extraje una extraña púa que tenía dentro. Sentí un inmenso alivio de inmediato. Solté la pierna y puse el pie en el suelo. En ese momento oí como Juan bajaba por las escaleras.
                —Chica, ven.
                Fui hasta donde estaba Juan y subimos por las escaleras. Entramos en el baño. El agua estaba cayendo en la bañera.
                —Ahí te he puesto unas toallas. Y ropa. Lo siento, pero no tengo nada de mujer.
                Juan se quedó esperando mi respuesta. Pero yo permanecí callada.
                —Bueno, voy a encender la chimenea y a preparar algo de comer. Seguro que estás muerta de hambre.
                Juan salió del baño y cerró la puerta. Me puse frente al espejo. Mi pelo era rubio platino. Casi blanco diría yo. Me quité la bufanda y el chaquetón verde. Debajo de toda la suciedad que llevaba encima, mi piel era blanca. Debido a los dos días que llevaba sin dormir, tenía unas horribles ojeras. Mi cuerpo no dejaba de temblar. Me metí en la bañera y noté un fuerte escozor en la espalda al tocar el agua. Me palpé con la mano y noté una herida. Al mirarme la mano estaba llena de sangre reseca. Tenía frío. Cerré el grifo del agua fría y abrí al máximo el del agua caliente. El grifo echaba una mezcla de agua y de vapor. Aun así, no paraba de tiritar. Cogí aire, me sumergí en el agua hirviendo y… el agua entró por la nariz hasta llegar a mis pulmones. Abrí los ojos sorprendida. A penas si noté el contacto del agua con mis globos oculares. Comencé a respirar debajo del agua. Permanecí unos minutos allí abajo. En ese extraño silencio que se produce cuando te sumerges en el agua. Esta entraba y salía de mis pulmones. ¿Estaba respirando agua?
                Finalmente saqué la cabeza del agua. La bañera estaba casi rebozando, y cerré el grifo rápidamente. Lavé mi cabello y froté mi cuerpo con jabón hasta que quité el último grano de barro que había en él. Me sequé con las toallas que Juan me había dejado y me quedé delante del espejo, contemplando mi esbelta figura. Mi piel era muy blanca, en las partes en las que se reflejaba la luz parecía mármol. Me percaté de que no tenía vello púbico, y de que mis pezones eran de un rosa apagado y tirando a lila. Como las ojeras que coronaban mis ojos.
                No me puse ninguna ropa. Salí del baño y bajé desnuda y en silencio las escaleras. Juan estaba sentado en la mesa. Había un par de cuencos y una cacerola humeante. Estaba bebiéndose un vaso de vino, y rascando su barba blanca. Se había quitado la gorra. Su cabeza era calva casi por completo. Y las partes en las que aún tenía pelo, estaban afeitadas. Miró al frente y se sorprendió al verme. Intentó decirme algo, pero no le salieron las palabras. Yo avanzaba andando sensualmente y mirándole a os ojos. En la mesa, había un bollo de pan y un cuchillo. Al llegar a la altura de la mesa, posé mi dedo índice y lo arrastré lentamente acariciando la mesa. Cogí el cuchillo y me acerqué aún más a Juan, sin dejar de mirarle a los ojos. Con la otra mano le acaricié la cara, y me acerqué hasta que pude oler su cerebro. Alcé el cuchillo y se lo clavé en la coronilla, hasta el fondo. Luego lo giré un par de veces y lo saqué. Un chorro de sangre brotó de su cabeza regando todo el suelo. Juan, temblaba compulsivamente mientras yo succionaba su cerebro.
                Juan estaba sentado en la silla. Parecía dormido. Salí por la puerta, dejé atrás la casa y me perdí en el bosque buscando el rubor del agua del río.

lunes, 30 de septiembre de 2019

Podredumbre

Un relato de Sergio Sánchez
Sergio Sánchez es cortometrajista, escritor y actor. Facebook / Youtube

Apareció sin más y comenzó a extenderse por mi mano, luego por el brazo... hasta perder por completo la sensibilidad. ¿Y si alcanza un órgano vital? Los médicos dicen que me encuentro perfectamente, que todo es producto de la ansiedad. Recomiendan que deje de prestarle atención y así quizá desaparezca. ¿Debo hacerles caso? Mientras tanto sigue avanzando y empieza a oler bastante mal. ¿Alguien del foro tiene el mismo problema? Es urgente. Muchas gracias.
1 Respuesta
- Arcanis (Moderador): Cierro el tema. Para estas cuestiones debes abrir hilo en la sección Herramientas - Ferretería.

miércoles, 31 de julio de 2019

Agradecida.

Un poema de Fran Campos.
Fran Campos es actor, director y escritor. Puedes seguir su trabajo en Facebook, twitter e instagram.



Érase una vez, una bella joven de cabellos negros y tez dorada,
que vivía en un soleado y luminoso reino.
De alma pura y cándida, todos se giraban al verla en su ciudad;
Agradecida de ser tan bella decían.

La joven venía de una familia humilde. A penas tenían para vivir, y no tenían lujos.
Pero sus padres siempre le decían; “Siempre has de estar agradecida”.

Vivían en una pequeña casa, compartiendo habitación con 3 hermanos, y lo justo para sobrevivir, pero su madre le decía; “Debes estar agradecida de que tienes un techo bajo el que dormir”.

Cuando la joven iba a la escuela, los niños se metían con ella, ya que apenas tenía
para sus lápices, y vestía un uniforme viejo y desgarrado.
Cuando ella lloraba, su madre le decía;
“Debes estar agradecida, pues muchos ni siquiera tienen escuela para ser educados”.

La joven creció, su belleza llamaba la atención de hombres mayores y poderosos
que la acicalaban y le ofrecían presentes,
pero la joven se incomodaba, y la gente decía;
“Debería estar agradecida de ser agasajada”

Un día un grupo de hombres acorraló a la chica, ella sentía como manos, voces y
alientos recorrían su cuerpo, su voz se apagó, su mente se nubló, viajando a otro
lugar.
Cuando la chica apareció con ropas rasgadas y pelo revuelto, la gente del reino decía:
“Debe estar agradecida de no haber muerto”

Pasaron los días y la chica apagada no salía, hasta que una soleada mañana decidió
levantarse temprano.
La chica caminó hacia la muralla del reino hasta llegar a la parte alta
donde vislumbraba toda la ciudad, sus plazas, y el mar que la rodeaba,
la chica al ver esto solo pensaba:
“Debo estar agradecida de este sol”
“Debo estar agradecida de este mar”
“Debo de estar agradecida… de que pronto todo acabará”
Y sin más, la chica saltó.

Al encontrar su cuerpo sin vida, la gente sorprendida pensó:
“Debería estar agradecida de que al manos rápido pasó”.
“Debería estar agradecida de irse sin dolor”.
Y la gente del reino poco a poco se olvidó, ya que tenían mar y sol,
que mitigaban su razón.
¿Acaso se me olvidó de al nombre del reino hacer mención?
El reino sol es ESPAÑA,
y por desgracia, esto no es solo ficción.

domingo, 31 de marzo de 2019

Bloquear el daño.

Un relato de Alejandro Granja.

A menudo, cuando voy en bicicleta, disfruto de lo que hablan las personas con las que me cruzo. Hoy me encuentro en una calle estrecha con una pareja de ancianos acompañada del que parece ser su nieto, un niño de unos ocho o nueve años de edad, y un cachorro de cocker spaniel. Mientras el crío juega con el animal, dando los brincos y carreras que acompañan a su infantil condición, mi mente complementa el movimiento de los labios de la pareja mayor del modo que sigue:
—Cariño, ¿qué te parece si ocupamos toda la puta calle? —Pregunta ella.
—Me parece estupendo. —Responde él.
Te quiero.
El pequeño, cada vez más frenético en sus lúdicas ocupaciones, parece enfrascado en una atemporal lucha contra monstruos invisibles. Tira del rabo al perro con el furor de una bestia que trata de arrancar un cartílago de la yugular de su presa. El animal gime, lastimero, lanzando hebras de pegajosa saliva en todas direcciones.
—Nene —La anciana fuerza un tono de reproche—, deja en paz a Pípi y no vayas tan deprisa, a ver si te vas a caer. Tenemos toda la tarde.
—Disculpen… —Les interrumpo yo—, ¿Me permiten pasar?
No estoy seguro de que me oigan. Lo que es un hecho es que tienen más de 60 años y el hombre lleva un audífono en la oreja derecha.
—Disculpen… —repito.
Nada.
Pierdo velocidad progresivamente, pronto me veré obligado a detenerme. Entre tanto, sigo escuchando lo que dice la pareja. Es decir, lo que creo que dice. En mi cabeza:
—Cariño… —dice ella—. ¿Sabes que hay una bicicleta detrás de nosotros?
—Fantástico —replica él—. Es el momento.
Marido y mujer (o lo que presumo que son marido y mujer, podrían ser cualquier cosa, podrían ser el hermano y la hermana protagonistas de un sórdido caso de incesto con escandaloso final) se miran con la complicidad de los que se entienden más allá de las palabras. ¿De qué es el momento? me pregunto. ¿Acaso han dicho esto realmente? Estoy casi seguro, no es que me precie de ser un experto en el arte de la lectura de labios pero, por Dios, juraría que están diciendo lo que mi mente infiere que están diciendo. La conversación sigue:
—Aún no hemos llegado. Todavía queda un poco.
—Vayamos más despacio.
La pareja aminora la marcha. El chico revolotea, orbitando como un satélite a nuestro alrededor, centrado en imitar los gestos y sonidos de un helicóptero en caída libre. No paran de lloverme escupitajos y mi bicicleta ha pisado una mierda verde. Tengo frío y empiezo a asustarme, de manera que doy un empellón y, aprovechando el poco espacio del que dispongo, me hago notar. Lanzo un mensaje, una súplica: «ya han demostrado su fuerza, por favor, por favor, me estoy asfixiando». Hasta el perro ha asimilado la deceleración de sus cuidadores y también él se burla ahora de mí.  Todo va muy despacio y muy deprisa. El niño y su mascota entran y salen de mi visión periférica, uno ladrando, el otro lanzando esputos helicoidales, y ya no puedo detenerme: los tengo correteando ora delante ora detrás de mí y, por lo que sé de los cambiantes movimientos con los que aparecen y desaparecen, un simple frenazo a destiempo sería capaz hasta de matarlos. Quizá debería pensar en ello como un último recurso porque estoy atrapado. Atrapado de verdad. Los ancianos, como unos Esquila y Caribdis del IMSERSO, se mueven oscilando al ritmo de una marea invisible, generando un hipnótico efecto vértigo en mis ojos y en mi cerebro, y es entonces cuando comprendo lo que sucede en realidad: todo es una danza venenosa, una trampa letal. Estoy a merced de unos depredadores que, en su procesión, castigan mi fervor juvenil con la sabiduría y la destreza que dan la experiencia y el mundo. Los imagino en la noche de los tiempos, maquinando esta celada. Estoy a punto de perder la consciencia.
Socorro… —desespero.
Pero de pronto, en un pestañeo, la ilusión de un pequeño paso a un lado de este muro de senectud. Es una abertura leve, del lado de la señora, lindando con una pared a nuestra derecha, por la que cruza una brisa (suave, casi imperceptible, pero viva) que me acaricia prometiéndome la libertad. Un último esfuerzo y estoy fuera.
No dura mucho. No sabría medir en términos temporales la distancia entre el acelerón de mi bicicleta y la punzada que resulta en mi cráneo ensangrentado sobre el suelo, lo único que puedo decir es que no dura mucho. La mujer se ha tambaleado solo unas milésimas de segundo después de que tratase de cruzar la abertura, cerrándome el paso, cortando mi avance y mi vida. Yo he rectificado el rumbo de mala manera, a la desesperada, como se suele decir, y he caído sobre un hierro saliente, estratégicamente situado sobre la acera de la calle, que ha atravesado mi cabeza. La herida es final, claro, pero sigo vivo y con mis neuronas funcionando el tiempo suficiente para que mi cerebro procese las últimas palabras que los ancianos quieren hacerme oír. O quizá lo que creo que son sus últimas palabras. O algo así.
—¿Lo ves, nene? —Le dice la señora al niño—. Por eso te decimos siempre que lleves puesto el casco. Este chico no lleva casco y…
—Y mira lo que le ha pasado.
El anciano se sonríe y yo lo veo, y él espera que lo vea, y que comprenda, si es que acaso aún puedo, que todo esto ha servido a un noble propósito. Gracias a mi muerte, el niño, que ahora tiembla aterrorizado, aprenderá una lección. Estos viejos, estos asesinos. Han tomado mi vida, pero solo porque quieren lo mejor para los suyos. Como todo el mundo. Solo esperan poder evitar el daño de los que quieren, bloquear su sufrimiento aún a costa del dolor de otros.
Mis ojos se nublan, es mi último anochecer. Más allá del hueco que he intentado cruzar, a lo lejos, no veo ningún fulgor, pero hay una chica, joven como yo, montada a una bicicleta se aproxima. Y aún puedo sentir un tenso escalofrío que azota lo que queda de sensible en mi sistema nervioso al darme cuenta de que la pobre insensata no lleva luces LED de seguridad.

viernes, 1 de marzo de 2019

VII.

Un relato de Nonsense.

¿Cómo puede saber nadie si el otro lleva la razón o lo que pretende es llevar la contraria?  Uno de los siete había decidido comer celulosa el resto de su vida en su intento de transformarse en un ser despreciado por los demás. Basándose en el alimento de las cucarachas. También para convertirse en el humano más indestructible.
Las cejas son el tobogán de las lágrimas en la coyuntura de que el padre de la niña no cayese al pantano desde la carretera. Ni la niña, ni las lágrimas saben nadar sin manguitos.
Entró un hombre con una chaqueta metálica en un bar tan insostenible como sus varices. Sin duda alguna, las cuentas no iban a salir esa noche. Los camareros sólo cobrarían si fuesen pagados por los músicos.
El quinto podrías ser tú mismo.
En la superficie hay una pareja de naranjas frustradas por no tener jugo. Mientras dos rodajas de limón se ahogan en los tequilas de los espías. Discípulos de la escuela del falsificador de la firma del cónsul.

373

Las expectativas se están cumpliendo.

sábado, 2 de febrero de 2019

Alba.

Un relato de Paco Bravo.

Estaba en la parada de taxis. Pasaba una pareja de homosexuales. Bien vestidos, estimo que con poder sobre el mundo, sintonía social; siempre pensé que aquellos que se ajustan a la estética tienen la convicción de que al ser pertenecientes a un sistema deben amoldarse a sus normas, y en ese ejercicio de adaptación encuentran un poder que les complace a corto plazo, hasta que en seguida encuentran otro cliché al que tener que adaptarse; de alguna manera viven en una paz efímera disuelta por otra angustia efímera nueva. En el primer puesto estaba Jorge, bajo esa mirada templada y solitaria, abrumando horas perdidas, sesenta años y un tormento paliado con horas de espera, esperando ¿qué se yo?... ¿Qué se esperaría con esa edad? Separado, con hijos mayores que solo buscan su dinero, sin familia; con escaso tiempo libre y dedicado a gastarlo en bares. Supongo que algo que lo anulara de esa sensación de vacío, cercanía a la muerte. No había nada en él que lo atara hacia un motivo irrenunciable. Esperando una carrera, un micro incremento monetario que durante un periodo corto lo calmara de una idea aterradora, voraz, tan mental que lo absorbía de su consciencia. Y yo, imaginando qué hacía también ahí, supongo que resistiéndome al pavor económico, es decir, a verme sin un céntimo y acabar pidiendo dinero a alguien que crea con esa deuda ser dueño de mí. Pensaba en echar un trago, un efímero alivio para el tedio de la vida. Pensaba quizás en quebrar segundos con la mirada de Alba, a sabiendas que acabaría en lo mismo que ese trago o esa carrera. Alguien con necesidad o sin ella invadía ese espacio público con cuatro ruedas, que en teoría era mío sin serlo: taxi.
Alba y yo. En una habitación. Yo fumando en la ventana, observando yacer la luz tenue y amarillenta sobre los tejados calizos de las casas del 19 en el castillo. Pensando en el pasar de los años, en como cuesta fluir, en como los tormentos pesan. De repente no sabía si Alba ejercía como un centro gravitatorio de una ciudad que entraba a desvanecerse. No comprendía muy bien por qué me transformaba pero sin que por ello fluyera, y ese flujo al fin y al cabo es lo que yo consideraba estar enamorado, palabras que de alguna manera mi moral no dejaba exponerme.
- Me pregunto por qué esta ciudad.
- Supongo que tú la conoces mejor que yo, la conoces al detalle.
-Y a la vez me resulta tan extraña. Conozco las impresiones, pero no los interiores... Conozco sus retratos pero no sus relatos.
-Acabé aquí, buscando un futuro; es una ciudad donde la gente sabe comunicarse, donde sientes que la gente forma parte de algo. En cambio, nada que ver con París, o con Berlín....
-¿Y no te aturde que nunca haya silencio?
-¿Silencio?
-Sí. Aquí todo el mundo habla, todo el mundo toma las cosas a risa. Cualquier cosa sirve para reír, supongo que es sano, todo el mundo te hace creer que formas parte de él o ella, pero... Créeme, acaban siendo meros espejismos, meras risas.
- En Alemania nadie ríe. Tienen miedo.
- El mismo que tienen aquí cuando ríen.
Entonces la sombra del flexo nos dividía la mirada latente que compartíamos. Unos ojos poderosos difuminados por la oscuridad, una mirada en la que encontraba ser, existencia. Y entonces, al tomar consciencia de ello, vino el miedo y con él el impulso de expulsar palabras sin sentido. Es por ello que no hablé.
—¿Qué? —dijo ella.
Me acerqué. Empecé a acariciarla. Su pelo interminable surcando sus caderas.
— Estaría bien dibujarte.
— Me gusta que me hagas eso.
- No te fíes nunca de los que acariciamos incondicionalmente.
- ¿Por qué?
- El amor no es para los románticos.
- ¿Para quién si no?
- Para... Los egoicos.
- ¿Egoicos?
- Sí. Los egoicos, los que saben defender su sitio, los que no dudan de sus creencias, los que mantienen su pensamiento y no se rajan.
- Ah vale. Te refieres a aquellos que tienen orgullo.
- Sí.
- Quizás pueda ser malo tanto orgullo en el amor.
- Quizás. Pero si creen en él incondicionalmente lo mantendrán a ralla, porque creerán por encima de todo que pueden controlarlo, que su ego les permite hacerlo. Sus creencias supeditan su mismo sentimiento.
- ¿Creer es poder?
- Si ambos creen ¿por qué no?
- ¿Y tú no crees?
- Los románticos no creemos, solo sentimos; o eso creemos.
- ¿Crees o sientes?
- Creemos en lo que sentimos, no en lo que deberíamos sentir. Esa creencia a veces nos debilita, nos hace perder.
- Esta ciudad no es para ti. Creía que aquí todos reían.
-Yo lo hacía.
Y entonces resentía por la ciudad. Después de aquellos momentos inmersos de calma, volvía con sed de querer besar unos labios y acceder a algunos rincones que igual no estaban perdidos. ¿Qué ciudad es esta? Qué ciudad, veía gente deseando ser no sé muy bien el qué. A veces pienso si la belleza que contemplamos reside en la proyección que ese objeto ejerce sobre nosotros o si es este un bálsamo para paliar nuestra carencia, una muestra real o ilusoria de que pertenecemos a algo inmaculado. Y ese estrés producido en muchos cuando no tienen lo que quieren, cuando en sus ojos codician lo que tiene otro, menospreciando a otros diferentes, reduciendo a los diferentes como peores, y hasta algo que todavía más me estremecía: pensar que tienen poder sobre el juicio y que a la vez que desacreditan unas cosas magnifican otras, a la vez que odia aman. Entre tanto, ¿qué hallaba? ¿Qué amaba yo? Y si no era capaz de ello, ¿qué odiaba?
Y yo navegaba por aquella casa extraña. Estaba allí, aquí, como en cualquier otro lugar, ¿qué espacios dominaban en Alba? A veces pretendía comprender ¿qué afán aquel de querer conocer a otras gentes, estar de un lugar a otro, tener la capacidad de ser nuevo siempre, o tal vez inmunizarse a ello?
- No sabía ¿por qué hacías esas fotografías?
- Fotografío calles, gentes, paisajes. Me gusta ver qué impresan.
- Ajá. Te pareces a papá. A papá también le gustaba hacer fotos. Gastaba horas y horas revelándolas, y siempre se encargaba de enmarcarlas y guardarlas en un álbum escogido por él.
-Supongo que sería cuidadoso con los recuerdos.
-Tenía en cuenta el futuro recuerdo en el que se podía convertir aquel presente.
-¿Un nostálgico igual?
-O no, o nada que ver... Yo no tengo esa costumbre, en cambio, siempre me frustró no haber fotografiado algún momento en el que era feliz. Igual en ese momento no lo sabía, igual lo descubro cuando veo que no tengo esa fotografía, cuando ni una fotografía queda de esa vivencia.
- Entonces ¿quién se preocupa de los recuerdos?
- Yo, no, desde luego, pero tampoco creo que captarlos constantemente te haga más responsable de ellos.
- Yo no hago fotos para ello. Lo mío es distinto, no busco captar una experiencia a través de una imagen, más bien encontrar en una imagen una experiencia, una sensación... No sé cómo explicarlo.
Entonces vi como ella sabía perfectamente a que me refería. No quería, en cambio, seguir hablando del tema; supongo que tampoco merecía más análisis o igual tampoco quería destapar algo que tenía escondido. Igualmente siempre sentí que Alba era chica de silencios, es algo que fui apreciando en las mujeres conforme más años cumplí y cuántas más trataba. Alba tenía un afán sobrio por conocer mundos nuevos. Manejaba los silencios, no adulaba, reía tímidamente y no le importaba inundar de vacío el momento si por lo dicho no le había conmovido. Veía en ella, en cambio, alguna sombra adorable que reconocía, quizás con un tono melancólico, quizás una sombra en la que me encontraba. Veía igual el renacer de alguien que sabe que se ha despedido de muchas cosas que amaba, veía que cuando la acariciaba, se dejaba llevar; a veces era ella quien lo hacía conmigo, pero era el menor de los casos. Sabía que yo no era la solución de su vida, y ella sabía que tampoco lo era de la mía. Me conmovía saber que podía enredarme en sus brazos, y que por bien que estuviera tampoco iba a caer en el caso de que se fuera, pues tarde o temprano lo iba a hacer.
- ¿Y tú, Carlos? ¿Qué viste en mí?
- No sé... Si te digo la verdad, solo sé que me gustaste tal y como me escuchabas, tal y como me prestabas atención. Parecía que las palabras que salpicaban de mi boca entraban en ti, y al verlo entonces sentía que pertenecía a algo. Creo que eso es lo que hace que en seis meses no haya dejado de querer descubrir cosas de ti.
Me besó, y se quedó en mi regazo. No dirigió una palabra más en una hora. Supuse que de alguna manera había calado en ella, pero no del todo, y que jamás pasaría. Imaginaba que alguna vez había amado con desborde, me consolaba pensarlo, aunque jamás lo sabría.
Fui a echar un trago. Era quizás, junto a Alba, mi única salvación indecente. Las historias en asfalto, los relojes en constante constancia, la sensación de pensar que muchos días durante muchos años se esfumaron en un turno de taxi; que me había dejado atrás tantos objetivos ya convertidos en falsas esperanzas. Todo ello igual era un cúmulo de sensaciones negativas que se esfumaban en un trago, en una media fría que duraba a duras penas diez minutos. Al igual que yo, algunos tipos en la barra de un bar de barrio, con la ilusión de encontrar otra falsa esperanza en la sonrisa de una camarera de veinticuatro años, que muestra su simpatía ante la sabiduría (experiencia, mejor) de un hombre de cuarenta años. Una chica que encuentra afable escuchar grandes aventuras del pasado exclusivas de ese pasado; que aún y al contrario que su emisor, no es consciente del pasar de los años, ese año sin ir a la facultad para estudiar pasa omiso ganándose unos duros escuchando a borrachos. Se tranquiliza incluso teniendo el contacto humano con ese desesperado o desesperanzado, al alimentar esa sensación de utilidad que vive compatibilizando sus ingresos con la ayuda humana.
Después de todo un largo recorrido sobre esa barra de bar, decidí irme, habiendo compartido las mínimas palabras con aquellos conocidos; habiendo bebido lo justo para embriagarme pero no emborracharme. No quería que el alcohol ocupase más de treinta minutos y no iba ya a otro bar que no fuera el de abajo de casa.
El alcohol me había acompañado durante muchos años, y había sido para mí como el taxi, o como el trabajo de camarera para aquella chica: una esperanza ilusoria que había barrido muchas otras. Algunos años atrás había concebido que el bálsamo era veneno, que el amigo se había convertido en verdugo: en los momentos donde compartes con gentes ideas y te haces sentir diferente al resto, donde una conversación con una chica se convierte en trascendencia y te gusta pensar que le gustas, aquella idea en la que creías que eras joven y es por ello que tenías justificado disfrutar cueste lo que cueste; siempre entre copas, claro está. Era ahí cuando caías. Endulzaba cualquier momento por tedioso que fuera; hasta que su abrazo te aprisionaba y el sorbo se transformaba en una cadena, que a cuanto más la mirabas más te apretaba. Beber para celebrar, beber para curar y beber para que pasara algo. Me di cuenta que estaba atrapado, el amor-odio de un trago que me llevaba a convivir con gentes desalmadas, que detestaba por el simple hecho de no poder huir de ellas. Atrás habían quedado aquellos con los que hablaba de historia, arte, política, filosofía, literatura, geografía, psicología... Siete de diez charlas que tenía se daba en bares con tipos como yo, tipos que habían sido o que nunca fueron.
Alba no bebía, apenas no hacía. Igualmente que yo a la bebida o ella misma; su falta de reconocimiento le había llevado hacia mi.
Suponía que las canciones no eran canciones si no clamaban libertad. En Alba y en todos aquellos abrazos y en el silencio residía gran parte de lo que quería encontrar. Alba, la última pasajera, un pequeño impulso a mi corazón abyecto, la sombra de un cuerpo desconocido en una personalidad desconocida.
Aquella mañana, como cualquier otra, tomaba café en el bar, entre comentarios soeces de lectores de periódicos manipulados, de esos que husmean los artículos pasando de página; entre olor a serrín, madera y coñac; con el telediario de fondo, las canciones de radio que no se escucharán el año siguiente y gentes que volverán constantemente. Un amanecer de primavera, que daba paso a un lunes de estrés. Allí, en la parada, el tercero, esperaba a una madre para ir con su hijo al colegio, algún anciano al hospital o algún obrero que perdió el bus. Se montó alguien en el asiento de atrás.
-Disculpe, el de al lado es el primero.
-Guten morgen.
Entonces miré hacia atrás. Era Alba.
-Alba? Qué haces aquí?
-Aquí, donde nos conocimos.
- Donde vas?
- A alguna parte...
- En serio, donde quieres ir?
- Arranca (vehemente)
Atónito. Helado. Francamente: una luz.
- Dime. Vas a algún colegio, consulado, empresa, agencia de viajes, aeropuerto, estación?
- Quería verte...
- No, Alba.
- Por favor, pon el taxímetro.
- Por quien me tomas.
- De verdad, no lo pondré.
- No quiero que pierdas dinero por mi.
- No se tarda nada de aquí al aeropuerto.
Ella quedó entonces enmudecida.
- A qué hora sales? (pregunté)
- En cuatro horas.
- Conozco un sitio de camino, te gustará.
Sabía que tenía que ocurrir, y me imaginaba que sin previo aviso.
- Como lo sabías?
- Ese brío en tu expresión, solo lo vi las primeras veces que nos vimos.
- Crees que me alegro de irme?
- Creo que muestras algo verdadero, simplemente.
- Carlos, jamás te mentí.
- Lo se, Alba. Solo puede mentir el que conoce la verdad, y tú la estás descubriendo aquí mismo, no la sabías antes de entrar al coche.
- No entiendo.
- Te has sentido bien conmigo?
- Sí.
- Y qué pensabas cuando me iba, o al día siguiente?
- Pensaba que se acabaría, pero no sabía cuándo.
- Ahora lo acabas de saber, y esa expresión al conocerme es la misma que al despedirme, se llama certidumbre.
- Te echaré de menos, Carlos.
- No mientas.
- No miento.
- Sabes que sí, sabes que llegarás a Alemania y allí no me asociaras con nada ni nadie.
- Lo siento.
- No lo hagas. Has hecho lo que has podido. Yo también lo siento, me hubiera gustado cumplir con tus deseos, ser el amo de tu existencia.
- Si te hubiera conocido antes lo hubieras sido.
- Puedo decir lo mismo, Alba. Por eso, no te preocupes por mí.
Pasábamos una avenida de urbanizaciones, que después acababan en unas casitas matas bastante antiguas. Justo después, una gran bajada en un camino mal asfaltado que acababa en unas vayas, y un gran paisaje: las tres pistas del aeropuerto.
- Bienvenida a mi terminal.
- Dios... Cómo no había estado nunca aquí?
- No conozco muchos lugares en el mundo, pero esta ciudad sí.
- Esto es??
- Villalmecín.
- Eso.
- Es un barrio de la ciudad. Era municipio, hace muchos años. El pueblo, de ganaderos fundamentalmente, perdió su alcaldía después de la guerra. En la posguerra, se estableció una base militar y en los cincuenta, se convirtió en un aeropuerto con solo una aerolínea y cinco vuelos. Aquí nació mi familia. En los setenta entraron aerolíneas internacionales y se consagró el turismo. Yo, jugaba con mis primos por estos lugares, recorriendo en bicicleta todos los lugares de la zona. Veíamos los aviones, pensábamos en lo lindas que eran las mujeres extranjeras, pensábamos que podríamos pilotar un avión, o un barco o lo que fuese. Admirábamos los oficios de nuestros padres, pensábamos que tenía que ser toda una auténtica hazaña. A mí me estremecía escuchar a mi abuelo y sus historias de la guerra, en todos los pasos que dio para poder salir con mi abuela: pedir permiso a su suegro, no poder pasear con ella más de dos horas, hacerlo solo en la plaza del pueblo.
Por allí, por esas urbanizaciones, estaba la casa de mi abuelo. Cuando tenía diez años, todo lo que quedaba de la pequeña aldea se levantó. Lloré, lloré, no solo porque no pudiera volver allí. Lloré porque podría olvidarlo, y no quería. No quería olvidar ni un solo rincón. No quería olvidar el lugar donde me tropecé con la bicicleta tantas veces, donde construíamos cabañas, vivía la niña que me gustaba. No quería retirarlo de mi memoria.
- Veo que te acuerdas bien.
- Podría reconstruir exactamente todo en mi imaginación, es algo que creía entonces que no podría hacer, pero me equivoqué.
- No importa el tiempo que pase, se recuerdan solo los momentos más felices.
- No puedo dejar de recordarlos sin llorar. A veces, solo se estima lo que ya no existe. Este es el lugar, donde me hubiera gustado conocerte. Si hubiera sido aquí, te hubiera amado para siempre. No te habría dejado escapar, hubiéramos vivido y muerto juntos, más allá de pensar por un segundo que alguien nos hubiera echado de aquí, que nadie ni nada nos hubiera separado jamás. Pero solo se puede amar en un mundo donde nada muere, donde ese concepto tan siquiera existe.
- Yo vivo buscando esa aldea. A veces creo haberla encontrado, y me estremece tanto pensarlo que acabo huyendo. En un rato me voy, y no sé si la encontré aquí o voy a buscarla a otra parte.
La dejé en el aeropuerto. Suponía que jamás la volvería a ver. Fue bonito mientras duró, decían. Con ella se fue una mirada al horizonte, un sorbo de sentido, un espejismo de eternidad. La vida de desengaños abría otra vez su puerta de entrada y como siempre volvían esos días aburridos donde sabías que seguramente no pasaría nada. Fue hermoso mirar desde la nostalgia hacia atrás, Alba tenía el pincel que coloreaba de nuevo la ciudad, esa ciudad donde había vivido todo y aún así no quedaba nada, un estadio abandonado donde el silencio había mutilado cualquier recuerdo de celebraciones y goles. Qué son los recuerdos, no más que meras imágenes o meros palabras, impresas en la memoria y no en el alma. Vivir de nuevo el pasado, ese afán de querer sentir cosas que había sentido, de querer rememorar, de procurar por todos los medios que no cayeran en el olvido. Sientes, al tiempo sientes que sentiste y después ni tan siquiera eso. Era aquel último paso el que no quería, bajo ningún concepto, dar. No podía permitirme olvidar. Alba, se fue, pero me mantuvo vivo un tiempo, me hizo recobrar sentido y llevarme a algunos mundos que no quería dinamitar, aunque por otro lado sabía que habían clausurado. Solo muere lo que se olvida, y por ello tendría que agradecerle siempre haber sido una burla del amor y una enemiga del olvido.



lunes, 28 de enero de 2019

EDITORIAL.

Las plumas que caen con el viento.

     Ten cuidado con lo que escribes. No uses tacos ni palabras malsonantes. No te dejes llevar por lo que piensas y obedece a la censura.
     Los pezones no se pueden ver. Es algo muy, muy, muy malo. No hables de política. NO TIENES DERECHO porque no votaste. No pintes algo que no se entiende. No fotografíes hadas en el bosque. No pases por delante del museo, ni del teatro. ¡¡¡NO TOQUES LA GUITARRA!!!
     Mira como pinchan al toro en la plaza. Pide autógrafos al jugador que sale del juzgado condenado a pagar solo 19 millones de Euros y a 2 años de cárcel.

ESTO SÍ QUE ES ARTE