viernes, 7 de marzo de 2025

El relato: del bloqueo al estado de flujo.

 El relato: del bloqueo creativo al estado de flujo.


     Un relato de David Salinas




A ver qué escribo yo ahora…




Vamos, hay una musa por ahí esperándote con los brazos abiertos, sólo tienes que acércate a ella y darle un beso.



¿Musa?



¡Maldita sea!


Haz un esfuerzo, concéntrate, el dinero que dan con el premio del concurso literario te vendría muy bien. ¿Acaso lo que ganas con las clases de refuerzo te da para salir adelante? Apenas para pagar el alquiler de esta ratonera y llenar media balda de la nevera. No es que no puedas permitirte pequeños lujos, es que ya ni siquiera alcanzas para grandes necesidades. Ahora mismo, por ejemplo, te ves obligado a forzar la vista para leerte a ti mismo porque hace tiempo que la graduación de tus lentes se te quedó desfasada y ni siquiera puedes comprarte unas nuevas gafas. Por no hablar del estado de tu estómago; claro, ¿cómo vas a concentrarte si no para, con estruendosos rugidos, de requerir tu atención?


Basta.


No empezaste a escribir para recordar tus penas, sino para alejarte de ellas. Tu estómago no está hambriento, sólo impaciente; ya se calmará cuando llegue la hora de la cena. Y tu vista cansada por el largo tiempo que aquí llevas, leyendo frases aún no escritas. No escritas sobre ella. Ella.


Pérfida.


La malvada hoja en blanco. Fría y vacía, sólo tus píxeles te acompañan; pero cuando con mis palabras te relleno, te vuelves cercana y amiga, y entonces te amo. Cuánto te quiero y cuánto miedo te tengo, maldita y bella hoja electrónica.


Igual que a ella.


También la amé, y la amo, y también la temí. La temí tanto, que finalmente fue por mi miedo, miedo a perderla, que la perdí. Y ahora aquí estoy, solo, con deudas y con hambre de amor.


Basta de una vez, basta.


No te tortures sin freno, no invoques a los espíritus de nuevo. Eso es ella, un fantasma y nada más. No existe, no es de verdad. Ahora sólo existís la Hoja y tú. Ella te desea. Hazle el amor. Sólo tienes que seducirla con las palabras adecuadas.



Hola Hoja, ¿cómo estás?, me he fijado en que te encontrabas sola y me he acercado a hacerte un poco de compañía.


Bueno, está bien, un poco de humor nunca viene mal. Pero ahora ponte serio, ¿no ves que lo que te pasa es que estás errando en el procedimiento? Nunca encontrarás las palabras acertadas si antes no has acertado en la idea que pretendes expresar. ¿Cuál es el tema, qué es lo que quieres contar? Tiene que ser algo original e innovador pero con un mensaje coherente, atractivo y que no esté exento de rigor, profundo pero a la vez no demasiado enrevesado. Mmm, a ver, hay tantas cosas de las que hablar, tantos temas que tocar. Actuales: la pérdida de valores, la crisis, la revolución de las capas más bajas; escabrosos: el tráfico de drogas, los asesinatos en serie, la prostitución de las mafias; políticos: la corrupción, las guerras, el capitalismo desmesurado (vaya, cuando se habla de política todo lo que se piensa es malo); universales: el amor, la amistad, los mcdonalds…


O en lugar de algo, el tema podría ser alguien. Podrías hablar de tu casero, ese hombre roñoso y desconfiado, con su bigote de cepillo de escoba y sus ojos de búho en permanente vigilia y vigilancia de los muchos arrendatarios (o “potenciales morosos”, nos considerará él), que habitan en el edificio donde vivo; siempre puntual a primero de mes, siempre desaparecido cuando se le precisa para reparar una avería. Podría ser el villano. ¿Y el héroe? Difícil elección, quedan tan pocos ya. Podría ser Jorge, mi alumno de Literatura. Sólo tiene diecisiete años y está aún en su último curso de Bachillerato, pero es muy listo y despierto, y su mente noble y honrada, a la que además acompaña un espíritu humilde al tiempo que emprendedor. Se le ve siempre ansioso de conocimiento. Además, en su mirada detecto respeto y admiración. Y dado que el aspecto con el que acudo a su casa a enseñarle no es quizás el más apropiado, ya que mi repertorio de armario es posible que necesite, desde hace un par de años, de una mínima renovación, a él eso no parece importarle, lo que es de valorar teniendo en cuenta lo mucho que los jóvenes estiman las apariencias. Me cae bien. Jorge, tiene que ser pues, un gran héroe. ¿Y la dama? La dama…


Ay, ella, otra vez ella, siempre ella. El tema podría ser sus labios, sus pechos, su cintura, sus ojos, su sexo… Podría escribir miles de líneas sobre cada pequeña parte de su cuerpo. O podría hacerlo sobre la tortura que para mí representa su recuerdo. ¿Cómo dejar de sufrir, cómo escapar de un fantasma, si el fantasma se esconde dentro de tu mismo pecho?


Escribiendo.


Escribe, escribe sin pensar en nada más, y cada palabra que escribas será una baldosa, un puente, una carretera, que te aleje más de ella. La escritura siempre ha sido tu mejor válvula de escape, la droga más pura, el whisky más fuerte, el sueño más nítido de tu subconsciente. ¿Recuerdas cuando empezaste a escribir, apenas siendo un niño? Padre llegaba borracho, Madre discutía con él, Padre no le pegaba, nunca le puso una mano encima, pero aún así, Madre lloraba, y tú inventabas cuentos en las hojas en blanco del cuaderno que ella te había regalado, para no contagiarte de su llanto. A partir de ahí, tú seguiste escribiendo, y ella llorando. Y nunca tanto como en el funeral del pobre diablo. El alcohol acabó machacando su hígado demasiado pronto, y él, que había sido toda su vida un hombre ruin y mezquino, consiguió arrebatarle sus lágrimas incluso desde la tumba. Fue entonces cuando te diste cuenta de que ella, en realidad, aventurando desde el primer momento cuál sería su destino, siempre había llorado por él.


Por eso la dejaste, ¿no es verdad? Creías que acabarías siendo también ruin y mezquino como tu padre e indigno para ella. ¡Ella! ¡Ah, aléjate fantasma!


Reconozcámoslo, tú nunca te caíste demasiado bien. No sólo escribías para huir de las situaciones, de las peleas, de los problemas, del hambre, del desamor o del ayer. También escribes para huir de ti. Cuando creas una historia, no necesitas un héroe; lo siento Jorge, no te necesito, puede que cuando te doy clases tu fiel atención y tu sana curiosidad me estimulen y plazcan mi autoestima; en la vida real, eres mi héroe, pero cuando escribo, yo soy el héroe, porque puedo jugar a convertirme en aquello que nunca me atreví a ser. Vaya… Así que mi cobardía sufragada a costa de mi imaginación. Visto de lo que me ha valido la una y lo que me ha costado la otra, caro me ha salido tener tanta.


Quizás el problema por el que no consigues escribir, es que has dejado de creerte tu propio cuento. Antes te relamías en el gozo, enfundándote bajo la piel de un romántico conquistador capaz de embelesar con hipnotizantes palabras y sofisticado estilo a la más bella de las bellezas femeninas; antes te regocijabas de placer al transformarte en un valiente y temerario personaje sometido a mil y una aventuras que le deparaba un destino al que, lejos de querer escapar, se enfrentaba con admirable orgullo; antes te recreabas en el éxtasis, convertido en la sombra de un poderoso hombre de negocios, respetado por todos cuando no temido, y capaz de ser despiadado con sus rivales al tiempo que amable con los que no lo eran y también caritativo; antes saboreabas el dulce paladar que se siente al poseer el alma de un rebelde que con obstinado coraje y honrada determinación, se enfrenta a aquellos que detentan la autoridad y han secuestrado aprovechándose de su posición, a la justicia. Ahora, todos ellos y sus muchos amigos, disfrazados con máscaras trágicas, te lanzan burlas y se ríen del hombre mediocre en el que te has enfundado/transformado/convertido y que te ha poseído. Y te dicen: «Creador, tu creación te ha superado, de tal forma, que somos más reales que tú, y tú, sólo una farsa».


Bufones son mis héroes. Y yo ahora, el chiste.


¡Basta! ¡Basta de una vez! Escribiré por fin, aunque sea sin ellos, aunque sea contra ellos. Yo seré esta vez el protagonista del relato. Mi yo verdadero, sin máscaras, sin pieles que mudan de una narración a otra. Sin héroe y sin villano, pues yo soy ambos y los dos viven en mí. Y sin dama. ¡No! Yo solo, sólo yo, desnudo ante la Hoja, igual que ella se muestra al principio desnuda ante mí, y la iré vistiendo con mis deseos y mis realidades, mis verdades y mis mentiras, mis virtudes y mis defectos, mis sueños y mis pesadillas, y al tiempo que ella se viste, más desnuda quedará mi alma.


¡Empieza pues! No busques más el conflicto, pues lo tienes delante de ti: es la misma Hoja, ahí quieta, esperando que la poseas. Llénala. Con tus inquietudes y tu angustia derivada del bloqueo en el proceso creativo, el bloqueo en el proceso creativo derivado de tus inquietudes y angustias personales. ¡Pero al final venceré y saldré adelante! Con ingenio, con imaginación, con afán de superación, y mis ganas de escribir me aportarán ganas de vivir, de nuevo. ¡Oh, ya ha empezado, ya lo noto! Cómo me gusta esta sensación; es como hacer el amor con las palabras hallándose el orgasmo al final de cada frase. Todo lo que escribo me sale de una vez y enlazo una idea con la otra, y ésta con otra y con otra más y ya no puedo parar, no puedo mirar atrás. El estado de flujo fluye dentro de mí y ahora soy feliz. Es la fiebre del escritor, que me domina por completo, apoderándose de mi mente, de mi cuerpo, moviendo mis manos como si fueran las de una marioneta, para que presionen teclas y teclas una y otra vez, una y otra vez, una y otra…


Mis manos. ¡No están, no las tengo! ¿Dónde están mis manos? Y… ¿Dónde estoy yo? ¡He desaparecido, me he volatilizado! No, no es así…


Estoy en la Hoja. O ella soy yo. Oh, pérfida. Pretendía poseerte, y tanto empeño y deseo he puesto en ello, que no me di cuenta de que al final, tu acababas poseyéndome a mí. Está bien, lo acepto, pues así sin duda ha de ser. No sería ésta, la primera vez, que una gran obra consume a su pequeño e insignificante creador. Y qué mejor que esa obra sea ésta misma, la que habla de mí, de una forma tan pura y honesta, que en ella me he metamorfoseado.


¿Pero qué me sucederá ahora? ¿Cuánto estuve escribiendo, cuánto dentro de ti, que es de mí? No sólo perdí la forma carnal en mi estado de flujo, sino también la noción del tiempo. Pero mucho ha debido de ser, pues ha llegado mi casero, barriendo con su bigote cada estancia del piso, en una búsqueda que le será inútil me temo. Entra aquí y no me ve, aunque estoy. Su próximo paso sin duda, conociendo su tacañería, será desconectar la luz, pues al ver este ordenador encendido, en el que ahora yo habito, su cara no se ha mostrado muy complacida.


Me queda poco tiempo entonces. ¿Moriré o sólo dormiré? ¿Despertaré, renaceré? Si alguien me lee, tal vez. Si es usted esa persona, espero que no se haya molestado por mostrarme tal como soy, con lo bueno, con lo malo, ya sabe, con mis mentiras, con mis verdades. Espero, con honrada intención, que nuestro encuentro le sirva para tener en cuenta a partir de ahora y cada vez que lea una obra literaria, que ésta puede decir mucho sobre la vida de su autor, tanto, que ella misma se encuentre llena de vida, aunque sólo le parezca a simple vista, que esté frente a una hoja de papel o electrónica. Así que antes de juzgar, criticar, ignorar o repudiar, piense que además de leer un texto, está también leyendo a una persona.


Oigo como el casero abre el cuadro de luces. Está a punto de desconectar. Me marcho, me despido, y no me queda nada más que decir, ya que supongo que éste es el




FIN

 

jueves, 6 de marzo de 2025

Nitrato de Celulosa. Relato.

            NITRATO DE CELULOSA

              JOSE MIGUEL DE LA TORRE


Recuerdo que, cuando cumplí doce años, mi primo Carlos me llevó al centro de la ciudad para darme una sorpresa. Era 1993 y Jurassic Park se acababa de estrenar en medio de una insólita expectación. Tenía la corazonada de que mi primo había comprado un par de entradas para la sesión de las seis en el América Multicines. Después de merendar chocolate con churros en la terraza de una cafetería, me extrañó ver que nos dirigíamos a la angosta calle Vendeja, que no gozaba de buena reputación debido a las peleas nocturnas en las que se enzarzaban los turistas pasados de copas. Allí se encontraba una tienda llamada Al este del Edén, donde se vendían toda clase de artículos de coleccionismo relacionados con el séptimo arte. A los dos nos entusiasmaban las películas, especialmente las de terror, aunque mi primo había visto muchas más que yo, porque, además de ser un cinéfilo voraz, me llevaba siete años.


Al abrir las dos puertas acristaladas de la tienda, hallé el rostro melancólico de James Dean, que me miraba fijamente desde un póster clavado a la pared con chinchetas. A su lado, Judy Garland me sonreía dulcemente en algún lugar sobre el arcoíris. Quizás la pecosa niña de los chapines de rubíes no era tan ingenua, y lo que pretendía era distraerme de la amenaza que se cernía sobre mí: Clint Eastwood, con su Magnum 44, me apuntaba al cogote con gesto inmisericorde.


Mi primo se acercó al mostrador, sobre el que había un deteriorado tocadiscos, y saludó al dueño de la tienda, un treintañero calvo y de ojos chispeantes que parecía haberse escapado de un casting para interpretar a Lex Luthor. Pero lo que más me llamó la atención de él fue su voz áspera y su jerga madrileña, en la que empleaba constantemente palabras como macho, tronco o majo.


—¡Pero macho! Hace mil años que no te veo. ¡Ya era hora, tronco! ¿Quién es ese niño tan majo? —indagó el dueño, elevando una ceja al notar mi fascinación por los pósters de su tienda.


—Es mi primo, paisano tuyo. Ha venido a Málaga a pasar unos días.


—Yo también vine de vacaciones una vez y decidí quedarme. Es lo mejor que he hecho en toda mi vida, macho —afirmó el dueño, cerrando con gesto categórico un llamativo cuaderno violeta en el que poco antes había estado escribiendo.


Mi primo, que ya conocía todos los detalles de su singular historia, cambió rápidamente de tema y le preguntó por el póster de una película con un título en inglés que yo jamás había oído. Sin concederle demasiada importancia al asunto que trataban, me dediqué a hojear los álbumes de afiches que descansaban sobre dos mesas de madera maciza. Impaciente por no dar con lo que buscaba, me deslicé hacia las estanterías repletas de libros sobre directores de cine y estrellas de Hollywood. Por entonces, mi interés se centraba en las películas de Alfred Hitchcock y enseguida localicé un desgastado tomo que desgranaba su filmografía con abundantes fotos en blanco y negro. Lo llevé con premura al mostrador, sin haber reparado aún en su elevado precio.


—¿Estás seguro de que quieres comprarlo? Está escrito en inglés —me indicó mi primo, pasando las hojas con rapidez.


—No importa. Tengo un diccionario en casa —aseguré, mientras me percataba de que tendría que invertir toda mi paga para hacerme con el anhelado libro.


En ese instante, el dueño extendió sobre el mostrador un póster polvoriento en el que aparecía un siniestro personaje ataviado con sombrero alto de castor, un abrigo Inverness y una capa negra cuyos pliegues le conferían la apariencia de un vampiro con las alas abiertas.


—Es Lon Chaney, el hombre de las mil caras —me explicó mi primo, ávido por despertar mi interés.


—¿Lon Chaney? —repetí, tratando de memorizarlo.


El rostro de aquel personaje era de una palidez sobrenatural. Tenía el pelo blanco, largo y estropajoso, ojos saltones, pronunciadas ojeras, y una pavorosa boca por la que asomaban dos filas de dientes afilados e idénticos a los de una piraña. Sus dedos, flexionados en una exagerada pose propia del cine mudo, parecían querer salir del póster.


—Si yo fuera tú, no lo miraría fijamente. Podría hipnotizarte y obligarte a hacer cosas que no deseas —me advirtió el dueño con gesto serio.


—Es una película muda sobre un hipnotizador que se hace pasar por un vampiro —aclaró mi primo—. Tod Browning la rodó cuatro años antes de Drácula. Tiene el mejor título posible para una película de terror: London After Midnight. O, lo que es lo mismo, Londres después de medianoche.


—Cuando se estrenó en España, alguien tuvo la absurda idea de cambiar el título por La casa del horror —puntualizó el dueño, haciendo gala de su erudición.


Agarré a mi primo por la muñeca y le hablé en voz baja, temeroso de que la imagen de Lon Chaney en el póster pudiera oírnos.


—¿Crees que la película estará en el videoclub de tu barrio? —tartamudeé.


—¡Esta película no existe! —afirmó mi primo con aire intrigante, mientras observaba al dueño de la tienda enrollar el póster.


—¿Cómo que no existe? Si me acabas de decir que la rodó Tod Browning —repliqué indignado, creyendo que me estaba gastando una broma.


—Nadie la ha visto desde su estreno en 1927 —reveló mi primo, compungido—. La única copia que quedaba en todo el mundo se quemó en un incendio en los estudios de Metro-Goldwyn-Mayer.


—Fue por culpa del nitrato de celulosa —sentenció el dueño mientras guardaba el póster en una bolsa de papel que, a continuación, entregó a mi primo.


—¿Qué es el nitrato de celulosa? —pregunté.


—Es el material con el que se fabricaban los rollos de las películas antiguas. Parece ser que ardían con demasiada facilidad —expuso el dueño—. De todas formas, es posible que alguna copia se salvara de las llamas…


—Yo también he escuchado esa historia sobre un coleccionista que guarda una lata en su desván. Sinceramente, no creo que sea cierta. Y, aunque lo fuera, la película estaría tan deteriorada que sería imposible recuperarla —argumentó mi primo.


Con un maquiavélico arqueo de cejas, el dueño nos indicó que lo siguiéramos hacia las mesas de madera. Después, abrió uno de los álbumes y examinó los afiches hasta hallar el retrato de una actriz menuda, de tez pálida, cabello azabache y mirada lúgubre.


—Ella es Marceline Day —nos dijo—. Actuó en la película. El caso es que un amigo mío, que viaja a Hollywood con frecuencia, me contó que fue invitado a su mansión y asistió a una proyección privada de London After Midnight.


—¿Lo ves? ¡La película existe! —exclamé, gozoso.


—Si existiera, ni tú ni yo podríamos ir a Hollywood este fin de semana para comprobarlo —replicó mi primo—. Pero no te preocupes, tengo grabada en VHS La marca del vampiro. Es la nueva versión que Tod Browning rodó años después.


—¡No es lo mismo, tronco! —rebatió el dueño con vehemencia—. En ella no actúa Lon Chaney, porque había muerto de neumonía.


—¡Yo quiero ver London After Midnight! —grité, encaprichado irremediablemente.


Ignoraba el peligro al que me exponía pronunciando aquellas triviales palabras. De repente, los tubos fluorescentes se fundieron y la persiana metálica de la tienda descendió hasta quedar encajada en el suelo, dejándonos encerrados en completa oscuridad.


—Ten cuidado con lo que deseas, majo. Podría hacerse realidad —susurró el dueño. 


Después, prendió una cerilla y la colocó a escasos centímetros de su mentón, creando un efecto fantasmagórico en su rostro.


Entonces, noté que me mareaba y que mis dedos se aflojaban. Dejé caer al suelo el libro de Alfred Hitchcock y cerré los ojos para no ver al dueño, que hacía horripilantes muecas con la intención de asustarnos. Luego, me tapé los oídos para no escuchar la truculenta historia que comenzaba a relatar.


—En 1928, apenas un año después de que se estrenara la película, un hombre llamado Robert Williams asesinó a una camarera en Hyde Park. Lo hizo rajándole el cuello con una navaja de afeitar. En el juicio, confesó al tribunal que había cometido el crimen después de que se le apareciera Lon Chaney y lo hipnotizara.


—Conozco esa historia —añadió mi primo—.


 Robert Williams estaba obsesionado con London After Midnight. Además, sufría ataques epilépticos que le nublaban la razón. El juez lo condenó a la horca, pero finalmente fue indultado y pasó el resto de su vida encerrado en un manicomio.


—A propósito de estar encerrado. ¿Queréis escuchar algo realmente acojonante? —preguntó el dueño, intentando contener la risa.


Me destapé los oídos y abrí los ojos, esperando confirmar mis sospechas. Quizás el dueño estaba a punto de confesarnos que el espíritu de Lon Chaney vagaba por la tienda, o peor aún, que se había apoderado de su alma. Sin embargo, su respuesta fue aún más aterradora.


—Olvidé en casa la llave que abre la persiana metálica. Estaremos encerrados aquí hasta que el chico de la limpieza venga a abrirnos.


—¿Y eso cuándo será? —inquirí, aguantando mis repentinas ganas de hacer pis.


—Dentro de dieciséis horas. Por cierto, espero que no tengáis miedo a la oscuridad. Se me han acabado las cerillas —reveló el dueño con insultante calma, antes de soplar la llama y devolvernos a las tinieblas.


Apenas unos instantes después, el plato del tocadiscos que había sobre el mostrador comenzó a girar. A través de los altavoces colgados en el techo, se hizo presente la aterciopelada voz de Judy Garland cantando Somewhere over the rainbow. Retrocedí varios pasos, desconcertado por lo que ocurría a mi alrededor. El plato del tocadiscos giraba a una velocidad cada vez mayor, distorsionando la voz de la niña hasta hacerla irreconocible. A la sazón, sentí en mi nuca el frío acero del cañón de una Magnum 44. 



La casa triste (los ojos de un asesino). Relato breve.

 LA CASA TRISTE



Un relato de Antonio Ramos

Agosto de 2005. Hacía un tórrido día de verano en una localidad de la Costa del sol. Eloy, un joven comercial de cursos de idiomas, esperaba en el coche a que dieran las cinco en punto de la tarde. Había conseguido concertar una visita que tenía buena pinta, cosa complicada en un mes como aquel. Era su última esperanza para arreglar una racha desastrosa de ventas que lo tenían con un pie fuera de la empresa.
A la hora exacta, como un reloj suizo, tocó el timbre de un adosado que se encontraba en una urbanización nueva del pueblo. Era una vivienda unifamiliar como tantas otras en la periferia de cualquier ciudad o pueblo. Cruzó los dedos y esperó con una media sonrisa que le abrieran la puerta.
En principio fue bien, lo estaban esperando. Una mujer de unos treinta y pocos años, le abrió la puerta y lo invitó a pasar. Se estaba bien dentro del pequeño chalet, el ambiente era fresco y todo estaba pulcramente limpio y ordenado, quizás demasiado. Desde que entró en la vivienda sintió una sensación difícil de explicar, como un peso invisible que aplastaba cualquier alegría.
Cuando entró al salón, se sorprendió al encontrar a varios niños, al menos cinco. Uno, un bebé, dormitaba plácidamente en un capazo, mientras el resto jugaban en el suelo con muñecos o dibujaban en una mesita, nada extraño si no fuera por la quietud que imperaba y porque siempre que había llegado a una casa con niños lo que menos había encontrado era silencio.
Le llamó tanto la atención la escena que nada más sentarse a la mesa para empezar la entrevista le preguntó por los niños, la mujer risueña contestó que no eran suyos, bueno… sólo la pequeña del capazo, había sido madre hacía poco tiempo. El resto eran niños de acogida, ella y su esposo José eran padres temporales para niños desamparados. Es admirable, respondió Eloy, sincero. No cualquiera puede hacer algo así. Ella inclinó la cabeza con una tímida sonrisa, pero sus ojos reflejaron algo distinto, una mezcla de desasosiego y agotamiento.
Mientras ella servía un vaso de agua, se presentó como Ruth, una veterinaria que hacía una sustitución en el ayuntamiento. Estaban charlando cuando mencionó que debían esperar a su esposo, que había salido a hacer algunas compras. Eloy aprovechó el tiempo para hablar de los cursos, tratando de mantener la conversación, aunque la sensación de pesadez en el ambiente seguía allí, como una sombra invisible.
El esposo llegó poco después. Era un hombrecillo bajito, delgado y con unos ojos fríos, pequeños y de mirada fija. En ese momento Eloy supo dos cosas, que no iba a vender el curso y que iba a lidiar con un tipo desagradable.
Desde ese instante, todo cambió. Ruth, que había sido amable y sonriente, se volvió sumisa, incluso nerviosa. Le cedió su asiento a José, quien se dirigió a Eloy con un tono condescendiente y chulesco.¿Así que vienes a vendernos un cursito de inglés?, dijo, mientras se sentaba.
Durante la conversación, José habló de su pasado como soldado profesional en la guerra de Bosnia y de sus planes para volver a Córdoba, donde esperaba encontrar un trabajo como conductor. Ruth intervino para resaltar lo buen padre que era, mientras ella trabajaba José se ocupaba de la casa y los niños. Eloy pensó que quizás no era un mal tipo y que se equivoco prejuzgándolo, pero esos ojos sin emoción le decían lo contrario. Mientras José continuaba hablando de los valores y la educación que quería dar a su hija y a los niños de acogida. 
Cuando llegó el momento de cerrar la venta, Ruth parecía entusiasmada con la idea del curso. Sin embargo, José cortó cualquier posibilidad.No tenemos tiempo ni dinero para estas cosas. Gracias, pero no nos interesa.
Eloy se despidió con cortesía, pero no pudo evitar sentir alivio al salir de aquella casa. El ambiente, la frialdad de José y la sumisión de Ruth habían dejado una marca en él.
Ya en el coche, llamó a su jefa. ¿Has vendido o no?, la jefa como buena castellana no se ando por las ramas. Le contó la entrevista y lo difícil que había sido tratar con un tipo que probablemente había terminado tocado en la guerra. Aunque normalmente no toleraba excusas, esta vez pareció aceptar su relato.Son cosas que pasan, pero que no se haga costumbre, dijo, y colgó.
El verano terminó, Eloy dejó el trabajo de comercial y se centró en las oposiciones que había estado preparando. Su vida siguió adelante, pero el recuerdo de aquella casa triste y la mirada de José lo perseguían en pequeños flashes que se negaban a desaparecer.
Octubre de 2011, seis años después, Eloy llegó a casa tras un largo día en el instituto. Encendió la televisión para distraerse mientras cenaba, y ahí estaba. El rostro de José, aquel hombre que había conocido en la casa triste. Y sus ojos. Fríos, pequeños y fijos, como los de un depredador al acecho. Los ojos de un asesino.

viernes, 28 de febrero de 2025

El tablero. Relato breve.

 EL TABLERO 



         Un relato de Carmen Maqueda.


Cuando cumples quince años nada te importa más que el aspecto físico. Si tienes parálisis cerebral que te produce boca torcida, ojo torcido y no andas bien, pero tu cerebro funciona, funciona perfectamente…todo es una odisea. 

Los de alrededor, que te quieren, intentan normalizar tu situación. Y aún es peor. Sufro ataques de rabia y de impotencia que me producen incluso convulsiones, ellos los ven como parte de mi trastorno y se pasan el día tranquilizándome y pidiéndome que piense en cosas agradables y se me pasará. Yo sé que no, simplemente necesito revelarme y es la forma que he encontrado de hacerlo. 

Lo mío ocurrió durante el parto, al parecer tardó más de lo debido y faltó oxígeno a mi cerebro. Después vino mi hermana, ella fue rápida en salir y nació preciosa y sana. Ahora tiene trece, practica deporte, baila, pinta cuadros, toca el piano…y me quiere mucho, me lo demuestra continuamente. 

Yo la odio, igual que odio a mis padres y abuelos, a mis compañeras, vecinos y amigos en general. Me duermo pensando en que ojalá amanezcan todos muertos. ¿qué por qué pienso así? No lo sé. Me gustaría no pensarlo, pero hay veces que noto una tormenta dentro mi cabeza y me visitan los pensamientos. Mi hermana dice que ella y todas las chicas también tienen tormentas en la cabeza, pero, las suyas son tormentas distintas. Tengo dificultad para hablar y también para escribir a mano. ¿Imagináis lo que es pasarse el día diciendo monosílabos? Mi padre me incita a que use el miniordenador continuamente, lo llevo colgado del cuello, pero es agotador. Por ejemplo, si quiero decir que hoy salieron muy ricas las lentejas o que tengo sueño, o que me gusta que llueva, no lo escribo. Llego a la conclusión de que es conversación banal y es que no os dais cuenta de que los días están llenos de conversaciones banales, prefiero esperar a que pregunten y usar monosílabos. 

En el colegio es diferente, me parece interesante saber cosas y allí todos usamos ordenador, estudiar me gusta y saco buenas notas. Lo peor, las vacaciones. 

Estamos en septiembre y, afortunadamente, hemos vuelto a clase. Hay alumnos nuevos, pasa cada año. No los miro, el primer día no, ellos a mí sí, hasta que no se acostumbran a mi presencia les parezco rara y supongo que también fea. No sirve de mucho que en casa me digan que soy bonita, sé mirarme en el espejo. Adrián es uno de los nuevos, me he quedado atónita cuando se ha presentado diciendo que tiene parálisis cerebral, se expresa muy bien, mucho mejor que yo. En el recreo se me ha acercado y hemos estado hablando, mayormente él, yo callada, asintiendo. Me ha dicho que mientras no hable iré a peor, que hay que practicar. ¡Es tan guapo! He llegado a la conclusión de que somos figuritas puestas en un tablero. El tablero se mueve y quieras o no quieras cambias de posición dentro de él. Hoy he conocido a Adrián porque el tablero se ha inclinado y lo ha acercado a mí. Seguro que mañana se irá a la otra esquina del patio. He llegado a casa hablando sin parar y han llamado enseguida a Arantxa, la sicóloga, creen que no me doy cuenta. No sé qué les ha contestado, pero se les ve felices, aunque no entienden ni la mitad de lo que digo. Tengo que estudiar, pero no puedo centrarme en la filosofía, hoy Adrián rebota contra las paredes de mi cerebro como una pelota de tenis. Le he pedido a Claudia que me peine por la mañana, antes de irnos al cole. Sabe hacer unas trenzas chulísimas. Ayer no me dormí con el deseo maligno, así le llamo. 

Hoy ando más derecha y me siento más segura con mi peinado. Hoy, en clase, Adrián me ha sonreído, pero hoy, en el patio, el tablero no ha querido que las dos figuritas desfiguradas se unan. Estoy como siempre. Sola, completamente sola. 



lunes, 24 de febrero de 2025

Blame on Disney. Relato.

 


Un relato de Elena Morisca.


Ñoña, muy ñoña, soy ñoñísima, pero es lo que hay.

He estado enamorada del amor desde que alcanza mi memoria. Mi sueño dorado era tener un novio para cogerle del brazo y que me diera un beso como los de las películas de Cine de Barrio, sin entrar mucho en detalles, que me daba miedo.

El precio a pagar por mi ñoñería ha sido un crédito vitalicio que me veo obligada a abonar en cómodos plazos. Que se lo digan a mi psicólogo, me paso el puto día allí.

—Tienes un claro tema de... relación insana con el apego —me dice siempre.

—¿Pero tiene eso algo que ver con lo de estrangular a mis muñecas?

—No, eso lo vemos el mes que viene.

Vaya mierda. En serio, qué cagada. Una cosa más pal bote.

Mi psicólogo es un bendito de Dios, pero se dedica a rascar y luego siempre salgo moqueando de su consulta.Con su depurada técnica cognitivo-analítica hemos averiguado muchas cosas, entre otras, que sufro porque no sé amar "sanamente". Estoy de "sanidad" que me lo toco.

Y claro, una echa la vista atrás y piensa en cosas... Cosas como la dichosa barca de La Sirenita. Haced memoria, la recordáis seguro. De pequeña tenía yo una ecolalia con la que me deleitaba... Amor verdadero... amor verdadero...Al tercer día... tercer día... tercer día.

Una vez le conté esta problemática sentimental a un novio mío y me dijo que estaba zumbada, que era una inmadurez y que la culpa de que yo pensara de forma tan simplista sobre el amor la tenía La Sirenita. No sé dónde me los busco, de verdad.

La cosa es que yo me lo creí ciegamente durante años. Estaba tan enamorada de aquel cretino que jamás lo puse en duda. Ahora lo veo desde fuera y solo puedo decir: Perdóname, Walt.


Disonancias. Un cortometraje de Fran Kapilla.


Ya podéis ver el cortometraje DISONANCIAS, de Fran Kapilla.





Página web: frankapilla.com

 

Enciclopedia casera, caótica e inquietante de experiencias primerizas. Poema.



Un Poema de Gloria Ramírez Trillo.


El primer muerto (con sus zapatos nuevos)

la primera cerveza

el primer abandono (con el consiguiente resquemor)

aquella pataleta,

el despertar,

el olor de la casa de la abuela,

los primeros tacones,

el corazón desbocado después de una carrera,

el corazón desbocado si motivo aparente,

descubrir ese motivo,

las  buenas calificaciones,

las malas,

todos los partos,  (cada uno como la primera vez)

la pandilla, (aquel guateque)

el primer fracaso,

el primer sorbo de todas las cervezas,

freír aquel primer huevo,

la primera casa propia,

todos los besos

y cada mañana.

La vuelta. N3 de La pluma sin tinta.

 



Gitana andalusí. Poema.

   


Un poema de Largo Errante


 Tanto a sufrió , tanto as reío , gitana canastera busca vía anda rio . Con un quejio merma el bajío , alimentando el duende pide a alá pa sus crio.

 El flamenco staria muerto sin tí , gitana mora de sangre andalusí , la agais me caen cuando pienso en ti, la persecuciones ,lo que nos tocó sufrir.

 Mil doscientos años de persecuion ,hoy la policía ayer la inquision alegrías por pasión peteneras el prisión , Insha'Allah

 Ya podrás ver el sol . 

 Una fellah mencub, canturrea en andalu,por qué el flamenco es del sur. es el sur,  aquí ablamos claro en la bandera Andaluza falta el carro .

sábado, 22 de febrero de 2025

Pasarán cosas buenas. Relato breve.



 Un relato de Paco Bravo

 Instagram: The.time.of.the.seasons

 

    Siempre fue mi tramo preferido el de Montemar Alto al Pinillo. En menos de cinco minutos el tren para, después acelera, suenan las megafonías y, bruscamente, vuelve a parar. No hay ni quinientos metros entre una estación y otra. Oportunidad perfecta para hurtar.

    Cuando tenía diez años, mis manos eran guantes de seda y podían apropiarse de cualquier cosa que encontrara en el bolsillo de algún guiri. Ni te digo esas voluminosas maletas, algunas con cremalleras tan oxidadas que sin delicadeza es imposible abrirlas. Pasaba de vagón en vagón sin rozarme con nadie, aunque el tren estuviera hasta los topes. Mantenía perfectamente el equilibrio y conocía cada parada, curva, frenada o aceleración. Mis manos de seda y mi metro cincuenta permitían disolverme entre la muchedumbre. Podía pasar el día entero hurtando sin que el interventor me pillara ni en sueños.

    Ahora tengo trece años y trescientos cincuenta y cuatro días. Mi estatura y mis manos no son las mismas. El interventor me ve entrar en la parada de La Colina. Sabe que es de las pocas donde no se precisa comprar billete para acceder al tren.

    —Salam Aleikum, Brahim.

    Me indica que pase a otro compartimento, que me vaya a otro vagón. Pero no le hago caso. Me quedo agarrado a la baranda de arriba, pues ya alcanzo, y me dispongo a viajar como cualquier pasajero. Él no sabe que es mi ultimo día de trabajo y que me lo estoy tomando de vacaciones. Mi hedor a ropa de cuatro días sin lavar y mi pelo grasiento causan rechazo en los pasajeros. La mirada despectiva de todos me insulta con palabras mentales como "moro ladrón". Y tienen razón. En España somos los líderes; en Francia, los argelinos; y en Alemania e Inglaterra, los turcos y pakistaníes, que en cuanto a raza no se distinguen mucho de nosotros.

    Y así llevo todo el trayecto. Quedan dos paradas para que termine. El interventor no sabe cuándo pedirme ese billete que sabe que no compré. Tampoco sabe en qué momento voy a robar. Igualmente, jamás le importó mucho, más desde que hace dos años le di doscientos euros de mi recaudación.

    Se baja en Los Boliches un guiri. Se le cae un libro electrónico. Lo agarro. Suficiente para que sea considerado hurto.

    Da igual si es hurto, robo con violencia, tráfico de drogas o cualquier tipo de delito que no cause un daño trágico, por ejemplo, una muerte. El interventor me expulsa del tren y si tiene ganas de trabajar llama a la policía. Total, taxi gratis en coche policial y charlas con las del servicio social; pues los que tenemos menos de catorce nos libramos de detenciones. En cambio, mi castigo sí era duro cuando la recaudación era baja, pues las palizas que me propinaba mi padre a veces me dejaban cinco días en casa. Recuerdo una en la que acabé en el hospital y mi madre gritaba histérica.

    Llegamos a Fuengirola. El interventor me echa de la estación. Le digo que llame a la policía, que no tengo un chavo. Este me responde que le de el libro electrónico a un taxista y a ver si así acepta el cobro. Su ironía en el comentario denota el regocijo de saber que me voy a tener que volver a pie.

    —Maasalama, Brahim. Veo que no te escondes, ¿eh?

    Prendo la camiseta de Brahim Díaz, con el que comparto nombre, pero no oficio. Tengo que decir que me parece un coñazo de paseo, pues son dos horas. Pero ni tan mal caminar por la costa, ver los acantilados de Torremuelle, los postes de luz y el tramo donde los trenes se intercambian. Siempre me produjo curiosidad de qué manera se turnan los maquinistas y cómo hacen para cambiar de vía el Cercanías. Ya oscurece, y esos focos enormes, de más de cuarenta metros de alto, con esa luz halógena y blanca que proyectaba a kilómetros, más que ninguna farola, me causan gran misticismo. Desde que comencé a robar con ocho años quedé hipnotizado con el funcionamiento general de los trenes; igual por eso preferí robar carteras que llevar más dinero a casa vendiendo droga o prostituyéndome. Mi amor por los trenes me costó muchas palizas de mi padre, sobre todo en invierno.

    Mientras paseo, abro el libro electrónico y empiezo a leer un libro que me engancha. Se llama "Cómo hacer para que pasen cosas buenas". El título no me seduce, pero leo cosas interesantes, como que el estrés reduce el sistema inmunológico y que estar en constante tensión puede producir lesiones en el cerebro. Que incluso daña el hipotálamo, la región del cerebro que se encarga de la memoria. Quién sabe si mi madre tiene comienzos de alzhéimer por culpa de lo que vive en casa.

    Yo estoy tranquilo. Volveré a casa justo a la una de la noche, que es cuando cumplo catorce. Iré con una navaja y, si mi padre procura pegarme porque llevo un libro electrónico de mierda (el cual no pienso darle), entonces le daré cuatro pinchazos y lo dejaré desangrado en el suelo. Mi único motivo para dejarlo con vida no deja de ser que no quiero pasar treinta años en la cárcel. Me gustaría siquiera ser libre a los veinte. Estudiaré historia y geografía, que me gustan mucho; y si hay opciones para maquinista de tren pues mejor si cabe. Espero que me laven la camiseta de Brahim, pues no es que me guste el fútbol, pero quiero ser un Ibrahim al que se le mire como un ser decente. Y si algún imbécil quiere joderme en el reformatorio, le aplicaré la misma que al hijo de perra de mi padre. También espero que me dejen entrar con el libro electrónico; total, tampoco es que el guiri vaya a reclamarlo, y creo qué a mí me servirá para que pasen cosas buenas.

    Dedicado a los Rashid, Moha, Irish o Brahimes que he conocido en Torremolinos.

Gorriones. Relato.

Un relato de   Antonio Báez Rodríguez.


    Cogía el tren de cercanías, el viaje duraba menos de una hora, buscaba una cafetería con mesas en la calle y me sentaba en una hasta que veía a alguien conocido, entonces me levantaba y regresaba a casa, no sin antes haber anotado, como mínimo, el lugar, el tiempo de espera y la persona. Prefería eso antes que ir a un museo o darme un chapuzón todos los días del año o hacer las tareas de casa. Me ayudaba a mirar, miraba a la gente, miraba las confluencias de las calles. Había probado en mi propia ciudad, al principio, lo fácil, en mi barrio y adyacentes, más tarde, mayor reto, por las zonas y barrios que menos frecuentaba. 

    En el centro me senté en el Café Bar Calle de Bruselas, el conocido apareció inmediatamente, cuando el camarero me atendía, se trataba de un antiguo alumno de la academia. Tardé un par de horas en ver a alguien en la Cafetería Bar Flor, en el Paseo Reding, y fue a Salvi, una antigua compañera, a la que dejé pasar por la acera de enfrente. Me entretuve tomando unas cañas. 

    Distrito Ciudad Jardín. Lugar: Calle San Juan Bosco, establecimiento: Bar La esquina. Persona conocida: el vecino que conducía la grúa municipal. Tiempo de espera: tres horas, he tenido que jugar a la máquina tragaperras, he perdido veinte euros, he leído un par de periódicos. Se ha detenido a hablar conmigo, vive cerca con su nueva pareja, me ha contado más de lo que yo quería saber: que perdió el trabajo cuando pasaba una mala época y que ahora cobra la ayuda familiar. 

    En el caso de la barriada Palma-Palmilla estuve sentado en la terraza del bar Ferna dos horas, la primera persona conocida que vi fue un vendedor de biznagas que se movía siempre por las calles turísticas. Me entretuve ojeando un libro mientras grupos de mujeres desayunaban con niños que deberían estar a esa hora en el colegio y noté un intenso olor a marihuana del porrito del mediodía. 

    Llamé a un amigo que siempre me hablaba de un bar de su barrio, que estaba en el distrito de Bailén-Miraflores, en la plaza Basconia, me dijo que el bar era La Ría, así que me planté en él un día sin avisarle, el bar estaba atendido por una familia de chinos, y estuve allí hasta que mi amigo apareció. 

    Uno a uno cubrí los once distritos y no me quedó otra que salir fuera, a las localidades de la provincia. A los pueblos de la costa me desplazaba en el tren de cercanías, adonde el tren no llegaba cogía un autobús. Estuve yendo una semana a Ronda antes de reconocer a alguien, cambié de cafetería en cuatro o cinco ocasiones, pero finalmente tropecé con el viejo sacerdote que me había casado y que entonces vivía allí en una residencia. 

    Sorteé todo tipo de dificultades, desde la incomprensión familiar hasta las acusaciones por acoso que se le metió entre ceja y ceja al dueño de una pastelería en el Rincón de la Victoria. Así transcurrió el primer año. 

    Pensé comprarme una cámara fotográfica para que me diese cierta coartada, puesto que esa afición era mucho más fácil de entender que la simple observancia o la vigilancia, en realidad no sé cómo llamarla, pero deseché la idea porque la máquina colgada al cuello durante horas podía alarmar. A esas alturas, cuando ya había recorrido muchos pueblos de la provincia, había tenido ocasión de experimentar sentimientos muy diferentes, desde la frustración, al tener que renunciar a lugares en los que el encuentro no terminaba de suceder, aunque en mi fuero interno sabía que solo era cuestión de tiempo y paciencia, hasta la sublime emoción de asistir a lo inesperado, como cuando en Frigiliana, en el Casino, dentro, porque hacía un día muy desapacible, se sentó en la barra Faemino, del dúo de humoristas Faemino y Cansado, y pidió un café con leche. 

    Me despedí de los míos: mis hijos estaban entretenidos en el andamiaje más o menos precario de sus vidas. Mi hija mayor acababa de abandonar los estudios y ganaba algo como azafata de eventos; el mediano tocaba la guitarra con un amigo en algunos pubs, empeñado en iniciar una carrera como cantante, con el objetivo del triunfo en alguno de los muchos concursos televisivos, a cuyos castings se presentaba sin éxito; el pequeño, que de un aspecto frágil y tierno había pasado a parecer uno de aquellos quinquis del cine de los setenta, se pasaba los días en el parque saltando de un bolardo a otro, o de un alféizar a una barandilla y vuelta a la ventana. Mi mujer me puso algunos inconvenientes, pero alegué una necesidad interna muy superior a ciertas obligaciones que reconocía, pero que postergaba. 

    Salí de casa un día cualquiera, dejé una nota, no di opción a las despedidas. Tomé un autobús y me apeé al cabo de unas horas, paseé desde la estación al centro y me senté en el Kiosco Amalia de Puerta Purchena. Pedí un vino blanco, por un instante me sentí dueño absoluto de mi destino, aunque mi destino estaba en manos de la casualidad; barajé qué posibilidades tenía: compañeros de estudios, a los que no había visto en cuarenta años, que eran de la ciudad; compañeros de trabajo con la misma circunstancia; alguna celebridad que estuviese de turismo, en fin, no había mucho, pero albergaba una serena confianza en que el azar se pusiese de mi parte, había tenido ocasión de experimentarlo en veces anteriores, aunque el riesgo calculado había sido siempre menor que en esta ocasión. Por lo pronto disfrutaba de los rayos de sol otoñales y un vino que había venido acompañado con una tapa que no había pedido. 

    En torno a mí una clientela con poder adquisitivo y buenos modales: el aperitivo de quienes ultimaban los detalles de un negocio convivía con el café de quien se permitía levantarse después del mediodía, un trío de señoras que por la tarde volverían a reunirse para jugar al bridge y un dandy con gracia para que le mantuviesen abierta la cuenta que nunca saldaba; el entrenador personal y su pupila, heredera de unos astilleros locales, vete tú a saber, un periodista que mantiene una charla distendida con un concejal del ayuntamiento; entre certezas e imaginaciones, algunas incongruencias, lo miraba todo a mi alrededor y no quería saber de otra cosa que no transcurriese delante de mis ojos; cada instante era satisfactorio, porque era imprescindible para formar el mosaico de mi proyecto, así que tomé otro vino, que me pareció tan necesario como la tesela sin la que el dibujo queda incompleto. A la hora del almuerzo pagué las consumiciones y me sentí esquilmado, pero satisfecho, tenía por delante, como si fuese un espléndido horizonte, la vida que me restaba. 

    Vagabundeé por las calles del centro y luego me dirigí hacia el paseo marítimo, donde localicé la terraza de la Cafetería Heladería Alaska. Allí volvió a ocurrir, la tarde se me desgranó en horas de mirada absorta, pura, aburrida, la luz fue modificando el contorno de las cosas y de la gente que entraba en mi campo de visión; tenía la paciencia entrenada y sabía que el tedio era una sábana amable y comprensiva. Me levanté con cierta sensación de ingravidez y pagué la cuenta en la barra. El turno de camareros que me había atendido ya no estaba, los nuevos me miraron con suspicacia, me limité a decir gracias y a sonreír como un idiota, uno de tantos. 

    Llegó un momento en el que me quedé sin blanca, por tanto pasé a los bancos públicos de las plazas, a las puertas de los supermercados, de los ambulatorios, de las iglesias. Me creció el pelo, la barba, y adopté el aspecto típico de quien vive en la calle, mi piel se tostó, me alimentaba bien de lo que a los demás les sobraba, las ciudades por la noche son un inmenso dormitorio gratuito, comencé a valorar la dureza, las inclemencias, la soledad. 

    Miraba a quienes eran como yo había sido una vez. El detonante de un rostro familiar era lo que me hacía cambiar de ciudad. Hubo encuentros fortuitos que me pusieron en camino que no merecen reseña, pero satisfaré algunas curiosidades. Era muy poco probable que en el mes de marzo me encontrase con alguien reconocible en Huesca y sin embargo sucedió. Estaba sentado en la biblioteca pública que hay en la Avenida de los Pirineos, en otro tiempo había sido un buen lector, en aquel entonces me interesaba más la tranquilidad de la sala que el libro que me había puesto por delante como excusa. Estaba mirando por la ventana un gorrión que iba y venía, un gorrión ajeno a nada que no fuese ir y venir, al latido de su corazón, al despliegue de sus alas. Los ociosos se entretienen con un gorrión y un gorrión les sirve para evocar en el recuerdo delicias de un pasado, ternuras experimentadas con una amante de juventud, un gorrión vivirá quizás el mismo tiempo que a un viejo le queda por vivir, vete tú a saber. El libro no me decía nada, cuando el pajarito emprendió un vuelo en el que ya no volvió a mi ventana, lo cerré y miré al frente. Allí estaba, la vi. Era ella. La vi como si estuviese delante de mí. Y luego su imagen se deshizo, como la niebla que se deshilacha. Al día siguiente fui a la estación de autobuses y saqué un billete sin necesidad de pensar en el destino. 

    Hubo esquinas que me atraparon como si tuviesen brazos que no me dejaran ir, parques que no lograba abandonar, calles que se cruzaban como un laberinto, en el que la salida iba de un lado a otro para burlarse, para jugar, pero era a mí a quien se le escapaban las carcajadas. Quizás a mis amigos, a los que alguna vez fueron compañeros de trabajo, a mi familia les parecería que había convertido mi vida en una broma sin gracia, en una enorme tontería, a lo mejor tiene un tumor en la cabeza y por eso se comporta así, mi cuñada tenía una amiga que empezó con ciertas chaladuras y al cabo del tiempo los médicos descubrieron que lo que le pasaba es que tenía una parte del cerebro dañada. 

    Me sentaba en la puerta de los cines y el reto que me proponía era averiguar la historia de la película por la información que daban los espectadores a su salida. Un día un hombre muy pesado, un pelmazo, comenzó a hablarme, me estaba contando sus cosas, sus inconvenientes, sus pequeñas frustraciones diarias y yo ya había dejado de hacerle caso, la duración de su perorata era intolerable, me estaba molestando y me sentía violento, pues no sabía cómo zafarme de él. Estaba a punto de darle un empujón o de salir corriendo, incluso de las dos cosas, cuando de pronto la vi salir por la puerta, venía con una amiga y lo que hablaban se refería a lo que acababan de ver. Me miró fijamente, sonrió y se me acercó: Hola, me dijo. Hola, le contesté. El tipo que me hablaba se calló. No me reconoces. Llevaba un vestido amarillo. Lo raro es que ella me hubiese reconocido a mí. Sin darme cuenta había regresado, estaba de nuevo en mi ciudad, muy cerca de la casa de la que había salido solo por unos días, aunque habían pasado años. 

    Pasaba los días como cualquier jubilado, hacía las tareas domésticas, iba a la compra, me apunté a un gimnasio para mantener un poco la forma, me tuve que mudar en un par de ocasiones, porque la pensión no me llegaba para todo, empecé a compartir piso con un par de septuagenarios, y me compré una cámara de fotos en una tienda de segunda mano. Una cámara en la mano podía ser, pensé nuevamente, una buena coartada para ir de un lado a otro. Me quedé absorto mirando al pajarillo que iba y venía a mi mesa y picoteaba las migas de pan. Un pajarillo, un gorrión cualquiera, cuyo pecho podía ver palpitante, así que imaginaba su corazoncillo bombeando sangre. ¿Cuánto vive un pajarillo, un gorrión?, me pregunté y pensé en cuánto tiempo me quedaba a mí. Cogí la cámara y le hice unas fotos, fue y vino y se dejó hacer. Uno de mis compañeros de piso se pasaba las mañanas yendo al baño y escribiendo ripios sobre los lugares por los que había pasado como revisor de tren, el otro coleccionaba azucarillos en los que hubiese alguna cita o sentencia. Dos intelectuales del suburbio que se llevaban como el perro y el gato y que querían que yo arbitrase en sus más peregrinas disputas. El piso olía a perro mojado, a pantufla de viejo, a pedo. Me levantaba por la mañana y escapaba a la calle con mi cámara, me dio por seguir el rastro de la juventud, toda aquella maravillosa belleza de los muchachos y muchachas que no estaban todavía entrenados en las decepciones.

   Recuerdo que cuando era niño mi madre tuvo un gorrión en una jaula. A mí me gustaba verlo revolotear y lo llamaba por su nombre, pero nunca daba muestras de darse por enterado. Un buen día apareció en el fondo de la jaula y mi madre dijo que estaba muerto. Lo llevamos a un pinar que había cerca y me encargué de cavar un pequeño hoyo en el que mi madre lo introdujo, luego echamos sobre él la tierra y volvimos a casa. Aquella noche tuve una pesadilla, soñé que yo mismo era el gorrión sobre el que había caído el montón de tierra que me ahogaba. Me acuerdo mucho de Pisto, que era como se llamaba, pero de quien me acuerdo sobre todo es de aquel niño cavando el agujero en el suelo. Llevo los bolsillos llenos de semillas, pero hay pocos gorriones, las cotorras argentinas los han desplazado y están ya en peligro de desaparecer. Tengo, eso sí, algunas decenas de fotos de gorriones, y otras de muchachos y muchachas. Estoy poniendo orden en mis asuntos. Es un orden mental más que físico, pues mis pertenencias caben en una caja. 


viernes, 21 de febrero de 2025

La excavadora rosa. Relato breve.


 
Un relato de Lola Acosta Mira.


    —Estate quieta Mariquilla. Es que no paras de moverte. Termina de desayunar o mamá se va a enfadar mucho. 

    María jugaba con la cucharilla. La hincaba una y otra vez en aquella taza de cola-cao migada con galletas. Adela, la madre, acarició sus rizos castaños. Por la ventana entraba un rayo de sol que apenas se reflejaba en uno de los muebles de formica. En los ojos de esa madre había tristeza. Tenía intensas ojeras que denotaba la preocupación.

     —Mamá, me contó el abuelo que cuando eras pequeña te escondiste dentro de una pala excavadora. Estuvieron buscándote mucho rato y no te encontraban.

    —Sí, me escondí porque no quería ir a la escuela. Yo tenía como tú siete añitos. Vivía en el campo, cerca del pueblo, con los abuelos y los tíos. Aquella excavadora amarilla era muy grande y servía para sacar tierra del suelo. Un escondite perfecto.

    —Mami, pues a mí me gusta mi cole y la seño es muy buena. Ayer me enseñó un problema: Si tengo una cesta con diez manzanas, y me como dos ¿Cuántas manzanas me quedan?

    Adela, nerviosa, cogió la taza y le dio poco a poco el desayuno. Se notaba que se le agotaba la paciencia, que no tenía fuerzas ni para reñirle. Cuando terminó, con signos de cansancio, se llevó instintivamente la mano al bolsillo del delantal.

    —¿Mamá y para que necesitabais en el campo una excavadora?

    Lo que menos le apetecía a la madre era responder a María. Parecía que aquella excavadora amarilla le hubiera sacado toda la energía de su alma. Hizo de tripas corazón y dijo:

    —Creo que estaban poniendo unas tuberías. Las tuberías son tubos muy grandes por donde corre el agua hasta llegar al grifo. Se colocan bajo tierra.

    María se quedó pensativa. Luego, con cara de curiosidad, se acercó al fregadero de aluminio y abrió el grifo. Dejó correr el agua mientras le daba palmadas con las manos. Las gotitas le salpicaban la cara.

    Adela, abatida, se sentó en una silla. Sujetó su cabeza con sus manos y unas lágrimas recorrían sus mejillas. Nuevamente se tocó el bolsillo del delantal.

    —Mami, ¿qué te pasa? ¿Por qué lloras? ¿Es por lo del desayuno? Perdona, no lo haré más. Es que son muchas galletas y me duele la barriga.

    —No te preocupes cariño, la culpa es de una motita de polvo que se metió en mi ojo. Tú, además de buena, eres lo que más quiero en el mundo. ¡Mi hijita preciosa!  

    La madre acariciaba y besaba a la niña y la estrechaba contra su pecho. María le correspondía.

    —¿Sabes una cosa? Que nunca, nunca más me voy a esconder dentro de una excavadora amarilla.

    Adela sacó del bolsillo de su delantal una hoja de papel doblada. Lo abrió con determinación. Aparecieron renglones de letras formando caminos de palabras negras. 

    Se podía observar, con toda claridad, la palabra amarga que nadie quiere leer en toda su vida. Adela puso la hoja del diagnóstico médico, por el reverso, sobre la mesa. La hoja ya era solo un papel en blanco. Aspiró para renovar el aire de sus pulmones y, poco a poco, sintió como su amargura se iba diluyendo.

    —Sabes Mariquilla, tú y yo vamos a pintar en ese papel una excavadora. Con ella podremos luchar, podremos eliminar todo lo que nos impida ser felices. Nada nos va a detener. Hay que recuperar el tiempo perdido.

    —¡Qué bien mamá!, yo quiero pintar una excavadora pero el amarillo no es mi color preferido.

    Mientras la niña buscaba en su plumier los lápices de colores. Adela, descolgó el teléfono y marcó un número:

    —Hola Juan, no te preocupes que no me pasa nada. Es para decirte que he sido muy cobarde, que no voy a renunciar al tratamiento. En cuanto esté preparada empezaré con la quimio…

    Un rayo de sol iluminó a la niña que intentaba, con trazos inseguros, dibujar una excavadora rosa.