Un relato de Alejandro Quero.
Abro los ojos con
gran dificultad, noto la sequedad en los globos oculares, pero aún puedo ver
algo, seguro que de forma distorsionada, pues la mayoría de mi campo visual
está borroso y la luz ha perdido la amable función de impactar en la realidad
para devolverme su reflejo, ahora es una kilométrica aguja que perfora mi
sentido visual mientras tenga los ojos abiertos.
“¿He muerto ya?” se
pregunta la poca cordura que se resiste a morir en mi interior, lo hace de forma
repetitiva, como un niño preguntando en el asiento de atrás si queda mucho para
llegar. No sé si han pasado cuatro días o dos semanas desde mi secuestro, pero
el azaroso hecho de que mi secuestrador muriese de un infarto al poco de
amordazarme y atarme a la fría viga que ahora es mi lecho, sin duda ha hecho que
mi cordura haya ido menguando. Puto gordo cabrón, no sé quién es, pero cayó a
dos metros de mí con una mueca de dolor que se ha ido relajando con el tiempo y
ahora tiene una sonrisa en la cara. Si no estuviese amordazado y deshidratado
le escupiría, lástima que no haya desnivel en el suelo para que se le hubiese
empapado la cara con mi meado.
Hablando de meado,
ahí viene otra vez esa dolorosa sensación en la vejiga.
—¡Hhhmmmmmmfff!
Hhf, hh f—Cada gota duele tanto que lloraría, la respiración se hace imposible
y el entumecimiento y la constante cefalea no ayudan en nada. Por no hablar de…
—¿Quieres
un vaso de agua? Jajajajahcof, cof —me pregunta el blando cadáver que me mira y
tiembla por la tos.
—“No
tiene gracia, haz el favor de dejarme tranquilo” —Pienso con hartazgo.
—Perdóname
chico —se lamenta con aparente sinceridad— no era mi intención morirme
dejándote en esta situación, pero no conté a nadie mi plan de secuestrarte, así
que nadie sabe que estás aquí.
—“No
tiene importancia” —Pienso con desaire.
La
luz parpadea al saltar el termostato de alguna de las neveras que hay en el
sótano y el parpadeo se sincroniza con la vuelta a la normalidad de su cara, y
con un leve “click” que oigo dentro de mis oídos. No aguanto más, necesito
comer algo.
Saco
las manos de las ataduras y me quito la mordaza.
—¡Ya
está bien hombre! —me sacudo el pecho y los pantalones. Saco de mi bolsillo mis
gafas de sol y me las pongo mientras avanzo decidido hacia la puerta— ahí te
quedas.
Cuando
salgo por la puerta estoy en la calle principal y los aromas que los
extractores de las cocinas sacan a la calle van creando sabrosas melodías que
me empujan de un lado a otro generando un deseo, un deseo que se va dibujando
ante mis ojos y que cada vez veo más claro, todos esos colores, todas esas
texturas… ese frescor.
—Me
apetece una ensalada —emito.
—Enseguida
—recibo.
El
lugar se ve agradable, toda la pared está cubierta de pantallas donde se van
sucediendo mosaicos en blanco y negro, de distintos diseños. Debe de haber como
14 personas trabajando pero sólo hay una clienta, al fondo del salón, y yo.
—Su
ensalada —me dice uno de los camareros mientras pone un plato delante de mí,
ahora que me fijo, parece que hay centenares de camareros.
—Gracias,
a todos —le digo tímida pero sinceramente mientras cojo el tenedor y selecciono
con él algunos ingredientes para llevármelos a la boca, pero lo hago todo sin
apartar la mirada de la chica del fondo, que se levanta y se dirige hacia mí
con su mirada fija en la mía. Es una chica asiática, rubia, altísima y vestida
con prendas que parecen de plástico transparente que permiten ver su cuerpo sin
necesidad de imaginar nada. Introduzco en mi boca el tenedor lleno de lechuga,
maíz, salsa, atún y pollo, y lo saco vacío, pero no noto sabor a nada, ni
ninguna textura. Mi boca está vacía y la chica ya frente a mí, apoya sus manos
en mi mesa inclinándose hacia adelante, tiene un gesto de enfado en su rostro y
sus labios se separan varios milímetros…
—Muérete.
Me
sobresalto y todo se vuelve negro, no huelo nada, ni oigo nada.
—“¿He
muerto ya?”
No
siento dolor ni tengo el cuerpo engarrotado, ni la ropa húmeda.
—¿Has
muerto ya?
—“No
lo sé. ¿He muerto ya?”
—Yo
diría que sí…
—“No
me lo puedo creer. ¡Al fin!”
—¿Estás
contento?
—“Sí,
mucho… Pero ¿Ahora qué?”
—Ahora
nada.
—“…”
—…
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Avd Luis Buñuel. Frente al estadio La Rosaleda. Málaga.