Un relato de Alejandro Granja.
Tenemos la casa tan llena de invitados que varios miembros de mi personal han
accedido a dormir en los tejados y los jardines. Intento gestionar con lógica la entrada y
salida de grupos de recolección, pero es como si la gente brotara del suelo. No hay
intimidad. He tenido que ceder hasta mi propio despacho, y ahora me refugio en un
desván del ala este con otras diez personas. Todo está lleno de sangre y flemas y otros
fluidos privados. Por cada fragmento de carne muerta que recogemos del suelo se
desprenden cien brazos, o sesenta pulmones, o noventa cabezas. Mi equipo al completo
está operativo (tanto en casa como fuera, buscando posibles huéspedes), pero no hay
máscaras antigás ni trajes protectores suficientes y no dejo de recibir quejas por ello.
Estos últimos días me recuerdan a los de la peste bubónica. Entonces yo
trabajaba como meritorio (acababa de morir hacía apenas tres años), y tuve que
acomodar a más de seis mil personas en los primeros dos meses. Quienes vivimos
aquello pensamos que había llegado el fin del mundo. Después de hoy, parece claro que
no volveremos a recibir invitados nunca más.