Un relato de Elena Morisca.
Corrían los años noventa, mientras mi hermana mayor se
encerraba en su cuarto con Nirvana a todo trapo, mi padre se dejaba las horas
pasando a limpio sus planos. Recuerdo el olor de sus rotuladores, la navaja que
usaba para borrar los errores del interminable papel cebolla enrollado sobre su
gigantesca mesa de dibujo. Recuerdo la alfombra del salón y el pintauñas de
mamá.
Contaba yo con la edad de 7 años, esa etapa en la que tu
única preocupación deambula presurosa entre a qué jugarás esa tarde y qué habrá
de merienda.
Vivíamos por aquel entonces en un piso, una promoción de
bloques que en mi ciudad se hacían llamar "los módulos". Imaginad un
panal de abejas, módulos hexagonales que se iban encajando unos con otros para
formar viviendas de dos plantas, muy curioso. Mi padre me contó un día que los
trajeron en un barco y los fueron montando unos sobre otros. Había de dos
tipos: abajo salón y cocina, arriba dormitorios o al revés. El nuestro tenía
los dormitorios y baño arriba. Todas las paredes de mi casa están hexagonales,
todas. Fue ya de mayor cuando entendí por qué mi sofá tenía una rampa en la
espalda, no se mantenía en pie si lo separabas de la pared, estaba como todos
nuestros muebles, hecho a medida.
Todo en mi casa desprendía un halo de magia especial, por
ejemplo: el gran mueble del salón tenía una puerta en un lateral que mis padres
utilizaban de trastero; en la el armario de mi hermana había una puertecita en
el fondo que conducía a un angosto túnel donde podías almacenar cosas.
Imaginaos pasar tu infancia en una casa así, era el regalo de reyes perfecto
para mi mente de hiperactiva.
El edificio contaba con dos ascensores, uno delantero y otro
trasero. Siempre que acompañaba a mis padres de vuelta de algún sitio nos
subíamos de forma automática en el trasero, a pesar de estar más escondido que
el otro. Te subías al ascensor, le dabas al 2 y te ponía delante de tu casa, sencillo.
Volvíamos del cole y mi vecina Olga, la niña callada del
piso de arriba y su madre, entraron al portal. Se fueron directamente al
ascensor delantero. Nunca compartíamos viaje. No entendí por qué esos roles
estaban establecidos. Todo el mundo sabía a dónde tenía que ir.
Una tarde mi madre me dio una moneda y me pidió que bajara a
comprar el pan. La panadería estaba justo al lado de la puerta del bloque, no
tenía más historia. Yo cogí la moneda de veinte duros y salí pensando "buenas
tardes, una barra de Viena por favor" "buenas tardes, una barra de
Viena por favor" mi madre me pidió que no usase el ascensor, como era un
segundo, era mejor usar las escaleras. Eso hice. Fui saltarina hasta el portal
y salí. Entré a la tienda y recité mi frase: "Buenas tardes, una barra de
Viena. Por favor". Volví triunfal con mi dorado trofeo como si me hubieran
dado un Óscar a mejor actriz revelación. Las relaciones sociales no eran lo mío
por eso para mí decir aquello sin trabarme/despistarme/equivocarme, había sido
un verdadero triunfo. Me sentí aventurera.
Al entrar de nuevo al bloque me cautivó el misterio de aquel
ascensor al que nunca me subía... ¿cómo será por dentro? ¿y meterse en él? Maldito
canto de sirena. Yo estaba sola en el portal y el ascensor estaba libre, con su
luz encendida, sonriente y esperándome. Me colé dentro. La puerta se cerró. Empecé
a buscar el número 2 y no estaba. Sólo estaban el 0 1 3 5 7 9.
Escalofrío. No entendía nada. Quise salir y se oyó un “clac”.
La puerta se bloqueó. El ascensor empezó a subir. Podía ver los números
dibujados en la parte exterior y el color “ala de mosca”. Cables y grasa entre
plantas.
1...3...5.
El corazón me latía a fuego. De pronto el cacharro se paró.
Sacudida. Silencio. Nadie.
Me sentí como si me hubiera colado en una feria abandonada. Oí
voces y volvió a ponerse en marcha. Se paró en el 5. Salí a una planta donde no
había estado en mi vida. Esos felpudos. Ese olor a comida ajena, esa palmera de
plástico. Era todo tan irreal... ¿Mi familia existía? ¿les podría volver a ver?
¿me he muerto? ¿estoy despierta? ¿dónde está el pan? Rápidamente me metí de
nuevo en el ascensor. Quería morirme allí mismo. Me acordaba de mi madre, de
los rotuladores, me acordaba del bueno de Kurt Cobain desgañitándose en la
habitación de mi hermana.
Olga.
Me acordé también de
Olga. La casa de Olga sí existía en ese mundo. El número 3 estaba en el teclado.
Ella subía a ese ascensor, lo tenía domesticado. No lo pensé más, le di al 3,
no tenía nada que perder. El ascensor bajó y se paró. Salí y vi la puerta caoba
de Olga. Llamé al timbre llorando, temblando. Abrió su madre, me cogió la mano.
No sé cómo bajamos 5 escalones. De la nada apareció la puerta de mi casa. ¿Qué
había pasado? ¿dónde estaba mi casa antes? ¿mi familia no existía en ese mundo?
pero ¿ahora sí? ¿cómo había vuelto allí?