domingo, 24 de mayo de 2020

Buenas tardes, una barra de Viena por favor.


Un relato de Elena Morisca.
Puedes visitar su web y su canal de Youtube
       

      


      La historia que están a punto de leer es real.

     Corrían los años noventa, mientras mi hermana mayor se encerraba en su cuarto con Nirvana a todo trapo, mi padre se dejaba las horas pasando a limpio sus planos. Recuerdo el olor de sus rotuladores, la navaja que usaba para borrar los errores del interminable papel cebolla enrollado sobre su gigantesca mesa de dibujo. Recuerdo la alfombra del salón y el pintauñas de mamá.

     Contaba yo con la edad de 7 años, esa etapa en la que tu única preocupación deambula presurosa entre a qué jugarás esa tarde y qué habrá de merienda.

     Vivíamos por aquel entonces en un piso, una promoción de bloques que en mi ciudad se hacían llamar "los módulos". Imaginad un panal de abejas, módulos hexagonales que se iban encajando unos con otros para formar viviendas de dos plantas, muy curioso. Mi padre me contó un día que los trajeron en un barco y los fueron montando unos sobre otros. Había de dos tipos: abajo salón y cocina, arriba dormitorios o al revés. El nuestro tenía los dormitorios y baño arriba. Todas las paredes de mi casa están hexagonales, todas. Fue ya de mayor cuando entendí por qué mi sofá tenía una rampa en la espalda, no se mantenía en pie si lo separabas de la pared, estaba como todos nuestros muebles, hecho a medida.

     Todo en mi casa desprendía un halo de magia especial, por ejemplo: el gran mueble del salón tenía una puerta en un lateral que mis padres utilizaban de trastero; en la el armario de mi hermana había una puertecita en el fondo que conducía a un angosto túnel donde podías almacenar cosas. Imaginaos pasar tu infancia en una casa así, era el regalo de reyes perfecto para mi mente de hiperactiva.

     El edificio contaba con dos ascensores, uno delantero y otro trasero. Siempre que acompañaba a mis padres de vuelta de algún sitio nos subíamos de forma automática en el trasero, a pesar de estar más escondido que el otro. Te subías al ascensor, le dabas al 2 y te ponía delante de tu casa, sencillo.

     Volvíamos del cole y mi vecina Olga, la niña callada del piso de arriba y su madre, entraron al portal. Se fueron directamente al ascensor delantero. Nunca compartíamos viaje. No entendí por qué esos roles estaban establecidos. Todo el mundo sabía a dónde tenía que ir.

     Una tarde mi madre me dio una moneda y me pidió que bajara a comprar el pan. La panadería estaba justo al lado de la puerta del bloque, no tenía más historia. Yo cogí la moneda de veinte duros y salí pensando "buenas tardes, una barra de Viena por favor" "buenas tardes, una barra de Viena por favor" mi madre me pidió que no usase el ascensor, como era un segundo, era mejor usar las escaleras. Eso hice. Fui saltarina hasta el portal y salí. Entré a la tienda y recité mi frase: "Buenas tardes, una barra de Viena. Por favor". Volví triunfal con mi dorado trofeo como si me hubieran dado un Óscar a mejor actriz revelación. Las relaciones sociales no eran lo mío por eso para mí decir aquello sin trabarme/despistarme/equivocarme, había sido un verdadero triunfo. Me sentí aventurera.

     Al entrar de nuevo al bloque me cautivó el misterio de aquel ascensor al que nunca me subía... ¿cómo será por dentro? ¿y meterse en él? Maldito canto de sirena. Yo estaba sola en el portal y el ascensor estaba libre, con su luz encendida, sonriente y esperándome. Me colé dentro. La puerta se cerró. Empecé a buscar el número 2 y no estaba. Sólo estaban el 0 1 3 5 7 9.

     Escalofrío. No entendía nada. Quise salir y se oyó un “clac”. La puerta se bloqueó. El ascensor empezó a subir. Podía ver los números dibujados en la parte exterior y el color “ala de mosca”. Cables y grasa entre plantas.

     1...3...5.

     El corazón me latía a fuego. De pronto el cacharro se paró.

     Sacudida. Silencio. Nadie.

     Me sentí como si me hubiera colado en una feria abandonada. Oí voces y volvió a ponerse en marcha. Se paró en el 5. Salí a una planta donde no había estado en mi vida. Esos felpudos. Ese olor a comida ajena, esa palmera de plástico. Era todo tan irreal... ¿Mi familia existía? ¿les podría volver a ver? ¿me he muerto? ¿estoy despierta? ¿dónde está el pan? Rápidamente me metí de nuevo en el ascensor. Quería morirme allí mismo. Me acordaba de mi madre, de los rotuladores, me acordaba del bueno de Kurt Cobain desgañitándose en la habitación de mi hermana.

       Olga.

     Me acordé también de Olga. La casa de Olga sí existía en ese mundo. El número 3 estaba en el teclado. Ella subía a ese ascensor, lo tenía domesticado. No lo pensé más, le di al 3, no tenía nada que perder. El ascensor bajó y se paró. Salí y vi la puerta caoba de Olga. Llamé al timbre llorando, temblando. Abrió su madre, me cogió la mano. No sé cómo bajamos 5 escalones. De la nada apareció la puerta de mi casa. ¿Qué había pasado? ¿dónde estaba mi casa antes? ¿mi familia no existía en ese mundo? pero ¿ahora sí? ¿cómo había vuelto allí?

     Tengo 32 años y mis pesadillas siguen repletas de ascensores.




lunes, 18 de mayo de 2020

Tangos desalientados.

Un relato de José Ruiz Anagaru.
Instagram: @agaruartist    Web: www.anagaru.es



Recuerdo la primera vez que morí. Las nubes se mezclaban con la tierra y el viento doblaba los almendros dejándolos sin flores. Las perdices gritaban en el fondo del estanque y las carpas cantaban tangos desalientados. El fango hacía muy pesado mi caminar por el sendero de la desazón. Recorrí gran parte del camino acarreando el saco de los muertos, queriendo coger el sol y encerrando la luna entre mis miedos. Abrí el paraguas bajo las caricias, los abrazos y los besos. Pisoteé las miradas, las sonrisas y los sentimientos. Subí hasta el fondo de la torre de chocolate, levanté una muralla de sábanas de esparto y me abastecí del manantial de cebada hasta ahogarme en mi lamento.

Me perdí en una calle del centro. La recorrí de arriba a abajo y de abajo a arriba. Caminé por el techo y fui empujando todas las puertas de los soportales, hasta que al final una se abrió. Entré a un vasto bosque iluminado por gatos que brillaban en la oscuridad. El suelo era de mármol blanco pulido y los frutos de los árboles eran cráneos de todas las especies animales, incluida la humana. Por los ríos fluía la sangre hasta llegar a un estanque octogonal, donde se ahogaban los flamencos negros. El lamento de las flores de metal me susurraba en los oídos, acompañado de un vendaval de polvo del infierno. Descendí por un sendero de espinos desechando las zarzamoras y encalleciendo mi alma. Caí por el precipicio del desapego y me golpee la cabeza con una gran piedra solitaria.

Desperté en una habitación oscura, cubierto de mugre y de restos de comida putrefacta. La ropa sucia se amontonaba encima de los muebles, incluso de los vasos con culitos de café y cerveza. Me estaba meando y cagando, así que fui al baño a toda prisa. Mientras defecaba, los rayos de sol se filtraban por el cristal de la ventana. Esa sensación de calor en mi cuerpo me hizo sentir muy reconfortante, y sentí vida en mi carne, en mi corazón. Sentí lucidez en mi cerebro y energía por todo mi cuerpo. Salí fuera de la casa y corrí entre los almendros en flor, sintiendo la brisa del viento en mi pecho y el cantar de las perdices en mi estómago. Bajé a la ciudad y me enredé en los hilos de la gente, rompí la coraza y limé todos los callos de mi alma, sintiendo la fuerza de todas las cosas, sintiendo como la vida volvía a fluir en todo mi ser.



martes, 12 de mayo de 2020

Sin parada en Estocolmo.

Un relato de Alejandro Quero.


Abro los ojos con gran dificultad, noto la sequedad en los globos oculares, pero aún puedo ver algo, seguro que de forma distorsionada, pues la mayoría de mi campo visual está borroso y la luz ha perdido la amable función de impactar en la realidad para devolverme su reflejo, ahora es una kilométrica aguja que perfora mi sentido visual mientras tenga los ojos abiertos.
“¿He muerto ya?” se pregunta la poca cordura que se resiste a morir en mi interior, lo hace de forma repetitiva, como un niño preguntando en el asiento de atrás si queda mucho para llegar. No sé si han pasado cuatro días o dos semanas desde mi secuestro, pero el azaroso hecho de que mi secuestrador muriese de un infarto al poco de amordazarme y atarme a la fría viga que ahora es mi lecho, sin duda ha hecho que mi cordura haya ido menguando. Puto gordo cabrón, no sé quién es, pero cayó a dos metros de mí con una mueca de dolor que se ha ido relajando con el tiempo y ahora tiene una sonrisa en la cara. Si no estuviese amordazado y deshidratado le escupiría, lástima que no haya desnivel en el suelo para que se le hubiese empapado la cara con mi meado.
Hablando de meado, ahí viene otra vez esa dolorosa sensación en la vejiga.
—¡Hhhmmmmmmfff! Hhf, hh f—Cada gota duele tanto que lloraría, la respiración se hace imposible y el entumecimiento y la constante cefalea no ayudan en nada. Por no hablar de…
—¿Quieres un vaso de agua? Jajajajahcof, cof —me pregunta el blando cadáver que me mira y tiembla por la tos.
—“No tiene gracia, haz el favor de dejarme tranquilo” —Pienso con hartazgo.
—Perdóname chico —se lamenta con aparente sinceridad— no era mi intención morirme dejándote en esta situación, pero no conté a nadie mi plan de secuestrarte, así que nadie sabe que estás aquí.
—“No tiene importancia” —Pienso con desaire.
La luz parpadea al saltar el termostato de alguna de las neveras que hay en el sótano y el parpadeo se sincroniza con la vuelta a la normalidad de su cara, y con un leve “click” que oigo dentro de mis oídos. No aguanto más, necesito comer algo.
Saco las manos de las ataduras y me quito la mordaza.
—¡Ya está bien hombre! —me sacudo el pecho y los pantalones. Saco de mi bolsillo mis gafas de sol y me las pongo mientras avanzo decidido hacia la puerta— ahí te quedas.
Cuando salgo por la puerta estoy en la calle principal y los aromas que los extractores de las cocinas sacan a la calle van creando sabrosas melodías que me empujan de un lado a otro generando un deseo, un deseo que se va dibujando ante mis ojos y que cada vez veo más claro, todos esos colores, todas esas texturas… ese frescor.
—Me apetece una ensalada —emito.
—Enseguida —recibo.
El lugar se ve agradable, toda la pared está cubierta de pantallas donde se van sucediendo mosaicos en blanco y negro, de distintos diseños. Debe de haber como 14 personas trabajando pero sólo hay una clienta, al fondo del salón, y yo.
—Su ensalada —me dice uno de los camareros mientras pone un plato delante de mí, ahora que me fijo, parece que hay centenares de camareros.
—Gracias, a todos —le digo tímida pero sinceramente mientras cojo el tenedor y selecciono con él algunos ingredientes para llevármelos a la boca, pero lo hago todo sin apartar la mirada de la chica del fondo, que se levanta y se dirige hacia mí con su mirada fija en la mía. Es una chica asiática, rubia, altísima y vestida con prendas que parecen de plástico transparente que permiten ver su cuerpo sin necesidad de imaginar nada. Introduzco en mi boca el tenedor lleno de lechuga, maíz, salsa, atún y pollo, y lo saco vacío, pero no noto sabor a nada, ni ninguna textura. Mi boca está vacía y la chica ya frente a mí, apoya sus manos en mi mesa inclinándose hacia adelante, tiene un gesto de enfado en su rostro y sus labios se separan varios milímetros…
—Muérete.
Me sobresalto y todo se vuelve negro, no huelo nada, ni oigo nada.
—“¿He muerto ya?”
No siento dolor ni tengo el cuerpo engarrotado, ni la ropa húmeda.
—¿Has muerto ya?
—“No lo sé. ¿He muerto ya?”
—Yo diría que sí…
—“No me lo puedo creer. ¡Al fin!”
—¿Estás contento?
—“Sí, mucho… Pero ¿Ahora qué?”
—Ahora nada.
—“…”
—…

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Avd Luis Buñuel. Frente al estadio La Rosaleda. Málaga.