Un relato de Paco Bravo.
No había motivo para seguir vivo ya. Las nanas de cuando niño habían sido olvidadas, ya nada importaba. Por consiguiente, también había prescrito esa angustia tórrida que a sus anchas, y en clamor de mi desamparo, notablemente me mantuvo en estos desiertos de asfalto.
No había motivo para seguir vivo ya. Las nanas de cuando niño habían sido olvidadas, ya nada importaba. Por consiguiente, también había prescrito esa angustia tórrida que a sus anchas, y en clamor de mi desamparo, notablemente me mantuvo en estos desiertos de asfalto.
Klair, tez pálida
y sonrisa de colegiala, fragancia de mi vida, que yacía en mis regazos durante
cuatro primaveras. Veinte años, los que ella cumplía y a los que yo me
transportaba cuando me deslizaba por su piel. Le susurraba nanas de mi
infancia, y en su jocosidad máxima arañaba cual indignada, entre un humor
macabro y romántico, de oscuros pensamientos que desembocaban en abrazos
tiernos… Pero tuvo que perecer, y con ella mi tristeza y a la vez salvación,
que me valieron cuatro años de mendicidad salvaje, hasta que encontré a Marie.
Marie. La reina
de mi segunda alcoba, musa de los primeros planos inmortales de mi vida (o
muerte), bálsamo de gloria, a ella le debo mis emociones más elevadas. Diez
años; diez años de reposo, donde el tiempo no existió, danzando en la luna, en
una Luna que no me atenazaba ni me surcaba hacia los mares de la soledad, ni me
empujaba a la sed de vida, hacia ese miserable hambre al que uno nunca se
acostumbra. Hacia esa miserable deleznable que por mucho que vistiera siempre
dejaba ese hedor penetrante que ahogaba y obligaba a encontrar sangre. Marie,
me enseñó a cantar, a brindar sin que haya hazaña, a soñar sin que haya anhelo,
a vivir, a existir. Cada mes, y sin que de arrepentimiento me librara, sin que
Marie, cual Klair anteriormente, se cerciorara, ahondaba en los callejones de
los barrios marginales a buscar la sangre más ruin, miserable (pero humana) manteniendo
mi muerte a precio de la vida de otro, por soez que fuera. Diez años,
rectificando estrategias de engaño que con Klair no sirvieron, pero con Marie,
sí. Pero Marie se cansaba, de ir de ciudad en ciudad, de encontrar en los
cambios la rutina, de que mi Mal recóndito subyacente palideciera mis pupilas y
las risas de la vida (muerte). De nuevo, y esta vez, por su amenaza de
abandono, que me condujo a esa repetitiva angustia tórrida, a ese Mal implícito
que siempre me aprisionó; Marie pereció.
Y ahora… Ante
la cadena de los días, de nuevo, hijo bastardo de la luna, disuelto en
ausencia, excluido, no sé si de la vida o de la muerte (qué más da)… Ahora, que
ya no recuerdo las nanas de cuando niño, que los boleros ni de Klair ni de
Marie ni de la humana que fuera no inciden en mis atardeceres; ahora, que soy
la miseria vacua e inerte, sin sangre humana que mi existencia bajo ningún
concepto justificara, me abrazó en desconsuelo hacia una nueva etapa; llamémosla
vida o muerte, amor u odio, risa o miedo, tedio o sueño, existencia o ausencia.