Un relato de Antonio Báez Rodríguez.
Cogía el tren de cercanías, el viaje duraba menos de una hora, buscaba una cafetería con mesas en la calle y me sentaba en una hasta que veía a alguien conocido, entonces me levantaba y regresaba a casa, no sin antes haber anotado, como mínimo, el lugar, el tiempo de espera y la persona. Prefería eso antes que ir a un museo o darme un chapuzón todos los días del año o hacer las tareas de casa. Me ayudaba a mirar, miraba a la gente, miraba las confluencias de las calles. Había probado en mi propia ciudad, al principio, lo fácil, en mi barrio y adyacentes, más tarde, mayor reto, por las zonas y barrios que menos frecuentaba.
En el centro me senté en el Café Bar Calle de Bruselas, el conocido apareció inmediatamente, cuando el camarero me atendía, se trataba de un antiguo alumno de la academia. Tardé un par de horas en ver a alguien en la Cafetería Bar Flor, en el Paseo Reding, y fue a Salvi, una antigua compañera, a la que dejé pasar por la acera de enfrente. Me entretuve tomando unas cañas.
Distrito Ciudad Jardín. Lugar: Calle San Juan Bosco, establecimiento: Bar La esquina. Persona conocida: el vecino que conducía la grúa municipal. Tiempo de espera: tres horas, he tenido que jugar a la máquina tragaperras, he perdido veinte euros, he leído un par de periódicos. Se ha detenido a hablar conmigo, vive cerca con su nueva pareja, me ha contado más de lo que yo quería saber: que perdió el trabajo cuando pasaba una mala época y que ahora cobra la ayuda familiar.
En el caso de la barriada Palma-Palmilla estuve sentado en la terraza del bar Ferna dos horas, la primera persona conocida que vi fue un vendedor de biznagas que se movía siempre por las calles turísticas. Me entretuve ojeando un libro mientras grupos de mujeres desayunaban con niños que deberían estar a esa hora en el colegio y noté un intenso olor a marihuana del porrito del mediodía.
Llamé a un amigo que siempre me hablaba de un bar de su barrio, que estaba en el distrito de Bailén-Miraflores, en la plaza Basconia, me dijo que el bar era La Ría, así que me planté en él un día sin avisarle, el bar estaba atendido por una familia de chinos, y estuve allí hasta que mi amigo apareció.
Uno a uno cubrí los once distritos y no me quedó otra que salir fuera, a las localidades de la provincia. A los pueblos de la costa me desplazaba en el tren de cercanías, adonde el tren no llegaba cogía un autobús. Estuve yendo una semana a Ronda antes de reconocer a alguien, cambié de cafetería en cuatro o cinco ocasiones, pero finalmente tropecé con el viejo sacerdote que me había casado y que entonces vivía allí en una residencia.
Sorteé todo tipo de dificultades, desde la incomprensión familiar hasta las acusaciones por acoso que se le metió entre ceja y ceja al dueño de una pastelería en el Rincón de la Victoria. Así transcurrió el primer año.
Pensé comprarme una cámara fotográfica para que me diese cierta coartada, puesto que esa afición era mucho más fácil de entender que la simple observancia o la vigilancia, en realidad no sé cómo llamarla, pero deseché la idea porque la máquina colgada al cuello durante horas podía alarmar. A esas alturas, cuando ya había recorrido muchos pueblos de la provincia, había tenido ocasión de experimentar sentimientos muy diferentes, desde la frustración, al tener que renunciar a lugares en los que el encuentro no terminaba de suceder, aunque en mi fuero interno sabía que solo era cuestión de tiempo y paciencia, hasta la sublime emoción de asistir a lo inesperado, como cuando en Frigiliana, en el Casino, dentro, porque hacía un día muy desapacible, se sentó en la barra Faemino, del dúo de humoristas Faemino y Cansado, y pidió un café con leche.
Me despedí de los míos: mis hijos estaban entretenidos en el andamiaje más o menos precario de sus vidas. Mi hija mayor acababa de abandonar los estudios y ganaba algo como azafata de eventos; el mediano tocaba la guitarra con un amigo en algunos pubs, empeñado en iniciar una carrera como cantante, con el objetivo del triunfo en alguno de los muchos concursos televisivos, a cuyos castings se presentaba sin éxito; el pequeño, que de un aspecto frágil y tierno había pasado a parecer uno de aquellos quinquis del cine de los setenta, se pasaba los días en el parque saltando de un bolardo a otro, o de un alféizar a una barandilla y vuelta a la ventana. Mi mujer me puso algunos inconvenientes, pero alegué una necesidad interna muy superior a ciertas obligaciones que reconocía, pero que postergaba.
Salí de casa un día cualquiera, dejé una nota, no di opción a las despedidas. Tomé un autobús y me apeé al cabo de unas horas, paseé desde la estación al centro y me senté en el Kiosco Amalia de Puerta Purchena. Pedí un vino blanco, por un instante me sentí dueño absoluto de mi destino, aunque mi destino estaba en manos de la casualidad; barajé qué posibilidades tenía: compañeros de estudios, a los que no había visto en cuarenta años, que eran de la ciudad; compañeros de trabajo con la misma circunstancia; alguna celebridad que estuviese de turismo, en fin, no había mucho, pero albergaba una serena confianza en que el azar se pusiese de mi parte, había tenido ocasión de experimentarlo en veces anteriores, aunque el riesgo calculado había sido siempre menor que en esta ocasión. Por lo pronto disfrutaba de los rayos de sol otoñales y un vino que había venido acompañado con una tapa que no había pedido.
En torno a mí una clientela con poder adquisitivo y buenos modales: el aperitivo de quienes ultimaban los detalles de un negocio convivía con el café de quien se permitía levantarse después del mediodía, un trío de señoras que por la tarde volverían a reunirse para jugar al bridge y un dandy con gracia para que le mantuviesen abierta la cuenta que nunca saldaba; el entrenador personal y su pupila, heredera de unos astilleros locales, vete tú a saber, un periodista que mantiene una charla distendida con un concejal del ayuntamiento; entre certezas e imaginaciones, algunas incongruencias, lo miraba todo a mi alrededor y no quería saber de otra cosa que no transcurriese delante de mis ojos; cada instante era satisfactorio, porque era imprescindible para formar el mosaico de mi proyecto, así que tomé otro vino, que me pareció tan necesario como la tesela sin la que el dibujo queda incompleto. A la hora del almuerzo pagué las consumiciones y me sentí esquilmado, pero satisfecho, tenía por delante, como si fuese un espléndido horizonte, la vida que me restaba.
Vagabundeé por las calles del centro y luego me dirigí hacia el paseo marítimo, donde localicé la terraza de la Cafetería Heladería Alaska. Allí volvió a ocurrir, la tarde se me desgranó en horas de mirada absorta, pura, aburrida, la luz fue modificando el contorno de las cosas y de la gente que entraba en mi campo de visión; tenía la paciencia entrenada y sabía que el tedio era una sábana amable y comprensiva. Me levanté con cierta sensación de ingravidez y pagué la cuenta en la barra. El turno de camareros que me había atendido ya no estaba, los nuevos me miraron con suspicacia, me limité a decir gracias y a sonreír como un idiota, uno de tantos.
Llegó un momento en el que me quedé sin blanca, por tanto pasé a los bancos públicos de las plazas, a las puertas de los supermercados, de los ambulatorios, de las iglesias. Me creció el pelo, la barba, y adopté el aspecto típico de quien vive en la calle, mi piel se tostó, me alimentaba bien de lo que a los demás les sobraba, las ciudades por la noche son un inmenso dormitorio gratuito, comencé a valorar la dureza, las inclemencias, la soledad.
Miraba a quienes eran como yo había sido una vez. El detonante de un rostro familiar era lo que me hacía cambiar de ciudad. Hubo encuentros fortuitos que me pusieron en camino que no merecen reseña, pero satisfaré algunas curiosidades. Era muy poco probable que en el mes de marzo me encontrase con alguien reconocible en Huesca y sin embargo sucedió. Estaba sentado en la biblioteca pública que hay en la Avenida de los Pirineos, en otro tiempo había sido un buen lector, en aquel entonces me interesaba más la tranquilidad de la sala que el libro que me había puesto por delante como excusa. Estaba mirando por la ventana un gorrión que iba y venía, un gorrión ajeno a nada que no fuese ir y venir, al latido de su corazón, al despliegue de sus alas. Los ociosos se entretienen con un gorrión y un gorrión les sirve para evocar en el recuerdo delicias de un pasado, ternuras experimentadas con una amante de juventud, un gorrión vivirá quizás el mismo tiempo que a un viejo le queda por vivir, vete tú a saber. El libro no me decía nada, cuando el pajarito emprendió un vuelo en el que ya no volvió a mi ventana, lo cerré y miré al frente. Allí estaba, la vi. Era ella. La vi como si estuviese delante de mí. Y luego su imagen se deshizo, como la niebla que se deshilacha. Al día siguiente fui a la estación de autobuses y saqué un billete sin necesidad de pensar en el destino.
Hubo esquinas que me atraparon como si tuviesen brazos que no me dejaran ir, parques que no lograba abandonar, calles que se cruzaban como un laberinto, en el que la salida iba de un lado a otro para burlarse, para jugar, pero era a mí a quien se le escapaban las carcajadas. Quizás a mis amigos, a los que alguna vez fueron compañeros de trabajo, a mi familia les parecería que había convertido mi vida en una broma sin gracia, en una enorme tontería, a lo mejor tiene un tumor en la cabeza y por eso se comporta así, mi cuñada tenía una amiga que empezó con ciertas chaladuras y al cabo del tiempo los médicos descubrieron que lo que le pasaba es que tenía una parte del cerebro dañada.
Me sentaba en la puerta de los cines y el reto que me proponía era averiguar la historia de la película por la información que daban los espectadores a su salida. Un día un hombre muy pesado, un pelmazo, comenzó a hablarme, me estaba contando sus cosas, sus inconvenientes, sus pequeñas frustraciones diarias y yo ya había dejado de hacerle caso, la duración de su perorata era intolerable, me estaba molestando y me sentía violento, pues no sabía cómo zafarme de él. Estaba a punto de darle un empujón o de salir corriendo, incluso de las dos cosas, cuando de pronto la vi salir por la puerta, venía con una amiga y lo que hablaban se refería a lo que acababan de ver. Me miró fijamente, sonrió y se me acercó: Hola, me dijo. Hola, le contesté. El tipo que me hablaba se calló. No me reconoces. Llevaba un vestido amarillo. Lo raro es que ella me hubiese reconocido a mí. Sin darme cuenta había regresado, estaba de nuevo en mi ciudad, muy cerca de la casa de la que había salido solo por unos días, aunque habían pasado años.
Pasaba los días como cualquier jubilado, hacía las tareas domésticas, iba a la compra, me apunté a un gimnasio para mantener un poco la forma, me tuve que mudar en un par de ocasiones, porque la pensión no me llegaba para todo, empecé a compartir piso con un par de septuagenarios, y me compré una cámara de fotos en una tienda de segunda mano. Una cámara en la mano podía ser, pensé nuevamente, una buena coartada para ir de un lado a otro. Me quedé absorto mirando al pajarillo que iba y venía a mi mesa y picoteaba las migas de pan. Un pajarillo, un gorrión cualquiera, cuyo pecho podía ver palpitante, así que imaginaba su corazoncillo bombeando sangre. ¿Cuánto vive un pajarillo, un gorrión?, me pregunté y pensé en cuánto tiempo me quedaba a mí. Cogí la cámara y le hice unas fotos, fue y vino y se dejó hacer. Uno de mis compañeros de piso se pasaba las mañanas yendo al baño y escribiendo ripios sobre los lugares por los que había pasado como revisor de tren, el otro coleccionaba azucarillos en los que hubiese alguna cita o sentencia. Dos intelectuales del suburbio que se llevaban como el perro y el gato y que querían que yo arbitrase en sus más peregrinas disputas. El piso olía a perro mojado, a pantufla de viejo, a pedo. Me levantaba por la mañana y escapaba a la calle con mi cámara, me dio por seguir el rastro de la juventud, toda aquella maravillosa belleza de los muchachos y muchachas que no estaban todavía entrenados en las decepciones.
Recuerdo que cuando era niño mi madre tuvo un gorrión en una jaula. A mí me gustaba verlo revolotear y lo llamaba por su nombre, pero nunca daba muestras de darse por enterado. Un buen día apareció en el fondo de la jaula y mi madre dijo que estaba muerto. Lo llevamos a un pinar que había cerca y me encargué de cavar un pequeño hoyo en el que mi madre lo introdujo, luego echamos sobre él la tierra y volvimos a casa. Aquella noche tuve una pesadilla, soñé que yo mismo era el gorrión sobre el que había caído el montón de tierra que me ahogaba. Me acuerdo mucho de Pisto, que era como se llamaba, pero de quien me acuerdo sobre todo es de aquel niño cavando el agujero en el suelo. Llevo los bolsillos llenos de semillas, pero hay pocos gorriones, las cotorras argentinas los han desplazado y están ya en peligro de desaparecer. Tengo, eso sí, algunas decenas de fotos de gorriones, y otras de muchachos y muchachas. Estoy poniendo orden en mis asuntos. Es un orden mental más que físico, pues mis pertenencias caben en una caja.