viernes, 28 de febrero de 2025

El tablero. Relato breve.

 EL TABLERO 



         Un relato de Carmen Maqueda.


Cuando cumples quince años nada te importa más que el aspecto físico. Si tienes parálisis cerebral que te produce boca torcida, ojo torcido y no andas bien, pero tu cerebro funciona, funciona perfectamente…todo es una odisea. 

Los de alrededor, que te quieren, intentan normalizar tu situación. Y aún es peor. Sufro ataques de rabia y de impotencia que me producen incluso convulsiones, ellos los ven como parte de mi trastorno y se pasan el día tranquilizándome y pidiéndome que piense en cosas agradables y se me pasará. Yo sé que no, simplemente necesito revelarme y es la forma que he encontrado de hacerlo. 

Lo mío ocurrió durante el parto, al parecer tardó más de lo debido y faltó oxígeno a mi cerebro. Después vino mi hermana, ella fue rápida en salir y nació preciosa y sana. Ahora tiene trece, practica deporte, baila, pinta cuadros, toca el piano…y me quiere mucho, me lo demuestra continuamente. 

Yo la odio, igual que odio a mis padres y abuelos, a mis compañeras, vecinos y amigos en general. Me duermo pensando en que ojalá amanezcan todos muertos. ¿qué por qué pienso así? No lo sé. Me gustaría no pensarlo, pero hay veces que noto una tormenta dentro mi cabeza y me visitan los pensamientos. Mi hermana dice que ella y todas las chicas también tienen tormentas en la cabeza, pero, las suyas son tormentas distintas. Tengo dificultad para hablar y también para escribir a mano. ¿Imagináis lo que es pasarse el día diciendo monosílabos? Mi padre me incita a que use el miniordenador continuamente, lo llevo colgado del cuello, pero es agotador. Por ejemplo, si quiero decir que hoy salieron muy ricas las lentejas o que tengo sueño, o que me gusta que llueva, no lo escribo. Llego a la conclusión de que es conversación banal y es que no os dais cuenta de que los días están llenos de conversaciones banales, prefiero esperar a que pregunten y usar monosílabos. 

En el colegio es diferente, me parece interesante saber cosas y allí todos usamos ordenador, estudiar me gusta y saco buenas notas. Lo peor, las vacaciones. 

Estamos en septiembre y, afortunadamente, hemos vuelto a clase. Hay alumnos nuevos, pasa cada año. No los miro, el primer día no, ellos a mí sí, hasta que no se acostumbran a mi presencia les parezco rara y supongo que también fea. No sirve de mucho que en casa me digan que soy bonita, sé mirarme en el espejo. Adrián es uno de los nuevos, me he quedado atónita cuando se ha presentado diciendo que tiene parálisis cerebral, se expresa muy bien, mucho mejor que yo. En el recreo se me ha acercado y hemos estado hablando, mayormente él, yo callada, asintiendo. Me ha dicho que mientras no hable iré a peor, que hay que practicar. ¡Es tan guapo! He llegado a la conclusión de que somos figuritas puestas en un tablero. El tablero se mueve y quieras o no quieras cambias de posición dentro de él. Hoy he conocido a Adrián porque el tablero se ha inclinado y lo ha acercado a mí. Seguro que mañana se irá a la otra esquina del patio. He llegado a casa hablando sin parar y han llamado enseguida a Arantxa, la sicóloga, creen que no me doy cuenta. No sé qué les ha contestado, pero se les ve felices, aunque no entienden ni la mitad de lo que digo. Tengo que estudiar, pero no puedo centrarme en la filosofía, hoy Adrián rebota contra las paredes de mi cerebro como una pelota de tenis. Le he pedido a Claudia que me peine por la mañana, antes de irnos al cole. Sabe hacer unas trenzas chulísimas. Ayer no me dormí con el deseo maligno, así le llamo. 

Hoy ando más derecha y me siento más segura con mi peinado. Hoy, en clase, Adrián me ha sonreído, pero hoy, en el patio, el tablero no ha querido que las dos figuritas desfiguradas se unan. Estoy como siempre. Sola, completamente sola. 



lunes, 24 de febrero de 2025

Blame on Disney. Relato.

 


Un relato de Elena Morisca.


Ñoña, muy ñoña, soy ñoñísima, pero es lo que hay.

He estado enamorada del amor desde que alcanza mi memoria. Mi sueño dorado era tener un novio para cogerle del brazo y que me diera un beso como los de las películas de Cine de Barrio, sin entrar mucho en detalles, que me daba miedo.

El precio a pagar por mi ñoñería ha sido un crédito vitalicio que me veo obligada a abonar en cómodos plazos. Que se lo digan a mi psicólogo, me paso el puto día allí.

—Tienes un claro tema de... relación insana con el apego —me dice siempre.

—¿Pero tiene eso algo que ver con lo de estrangular a mis muñecas?

—No, eso lo vemos el mes que viene.

Vaya mierda. En serio, qué cagada. Una cosa más pal bote.

Mi psicólogo es un bendito de Dios, pero se dedica a rascar y luego siempre salgo moqueando de su consulta.Con su depurada técnica cognitivo-analítica hemos averiguado muchas cosas, entre otras, que sufro porque no sé amar "sanamente". Estoy de "sanidad" que me lo toco.

Y claro, una echa la vista atrás y piensa en cosas... Cosas como la dichosa barca de La Sirenita. Haced memoria, la recordáis seguro. De pequeña tenía yo una ecolalia con la que me deleitaba... Amor verdadero... amor verdadero...Al tercer día... tercer día... tercer día.

Una vez le conté esta problemática sentimental a un novio mío y me dijo que estaba zumbada, que era una inmadurez y que la culpa de que yo pensara de forma tan simplista sobre el amor la tenía La Sirenita. No sé dónde me los busco, de verdad.

La cosa es que yo me lo creí ciegamente durante años. Estaba tan enamorada de aquel cretino que jamás lo puse en duda. Ahora lo veo desde fuera y solo puedo decir: Perdóname, Walt.


Disonancias. Un cortometraje de Fran Kapilla.


Ya podéis ver el cortometraje DISONANCIAS, de Fran Kapilla.





Página web: frankapilla.com

 

Enciclopedia casera, caótica e inquietante de experiencias primerizas. Poema.



Un Poema de Gloria Ramírez Trillo.


El primer muerto (con sus zapatos nuevos)

la primera cerveza

el primer abandono (con el consiguiente resquemor)

aquella pataleta,

el despertar,

el olor de la casa de la abuela,

los primeros tacones,

el corazón desbocado después de una carrera,

el corazón desbocado si motivo aparente,

descubrir ese motivo,

las  buenas calificaciones,

las malas,

todos los partos,  (cada uno como la primera vez)

la pandilla, (aquel guateque)

el primer fracaso,

el primer sorbo de todas las cervezas,

freír aquel primer huevo,

la primera casa propia,

todos los besos

y cada mañana.

La vuelta. N3 de La pluma sin tinta.

 



Gitana andalusí. Poema.

   


Un poema de Largo Errante


 Tanto a sufrió , tanto as reío , gitana canastera busca vía anda rio . Con un quejio merma el bajío , alimentando el duende pide a alá pa sus crio.

 El flamenco staria muerto sin tí , gitana mora de sangre andalusí , la agais me caen cuando pienso en ti, la persecuciones ,lo que nos tocó sufrir.

 Mil doscientos años de persecuion ,hoy la policía ayer la inquision alegrías por pasión peteneras el prisión , Insha'Allah

 Ya podrás ver el sol . 

 Una fellah mencub, canturrea en andalu,por qué el flamenco es del sur. es el sur,  aquí ablamos claro en la bandera Andaluza falta el carro .

sábado, 22 de febrero de 2025

Pasarán cosas buenas. Relato breve.



 Un relato de Paco Bravo

 Instagram: The.time.of.the.seasons

 

    Siempre fue mi tramo preferido el de Montemar Alto al Pinillo. En menos de cinco minutos el tren para, después acelera, suenan las megafonías y, bruscamente, vuelve a parar. No hay ni quinientos metros entre una estación y otra. Oportunidad perfecta para hurtar.

    Cuando tenía diez años, mis manos eran guantes de seda y podían apropiarse de cualquier cosa que encontrara en el bolsillo de algún guiri. Ni te digo esas voluminosas maletas, algunas con cremalleras tan oxidadas que sin delicadeza es imposible abrirlas. Pasaba de vagón en vagón sin rozarme con nadie, aunque el tren estuviera hasta los topes. Mantenía perfectamente el equilibrio y conocía cada parada, curva, frenada o aceleración. Mis manos de seda y mi metro cincuenta permitían disolverme entre la muchedumbre. Podía pasar el día entero hurtando sin que el interventor me pillara ni en sueños.

    Ahora tengo trece años y trescientos cincuenta y cuatro días. Mi estatura y mis manos no son las mismas. El interventor me ve entrar en la parada de La Colina. Sabe que es de las pocas donde no se precisa comprar billete para acceder al tren.

    —Salam Aleikum, Brahim.

    Me indica que pase a otro compartimento, que me vaya a otro vagón. Pero no le hago caso. Me quedo agarrado a la baranda de arriba, pues ya alcanzo, y me dispongo a viajar como cualquier pasajero. Él no sabe que es mi ultimo día de trabajo y que me lo estoy tomando de vacaciones. Mi hedor a ropa de cuatro días sin lavar y mi pelo grasiento causan rechazo en los pasajeros. La mirada despectiva de todos me insulta con palabras mentales como "moro ladrón". Y tienen razón. En España somos los líderes; en Francia, los argelinos; y en Alemania e Inglaterra, los turcos y pakistaníes, que en cuanto a raza no se distinguen mucho de nosotros.

    Y así llevo todo el trayecto. Quedan dos paradas para que termine. El interventor no sabe cuándo pedirme ese billete que sabe que no compré. Tampoco sabe en qué momento voy a robar. Igualmente, jamás le importó mucho, más desde que hace dos años le di doscientos euros de mi recaudación.

    Se baja en Los Boliches un guiri. Se le cae un libro electrónico. Lo agarro. Suficiente para que sea considerado hurto.

    Da igual si es hurto, robo con violencia, tráfico de drogas o cualquier tipo de delito que no cause un daño trágico, por ejemplo, una muerte. El interventor me expulsa del tren y si tiene ganas de trabajar llama a la policía. Total, taxi gratis en coche policial y charlas con las del servicio social; pues los que tenemos menos de catorce nos libramos de detenciones. En cambio, mi castigo sí era duro cuando la recaudación era baja, pues las palizas que me propinaba mi padre a veces me dejaban cinco días en casa. Recuerdo una en la que acabé en el hospital y mi madre gritaba histérica.

    Llegamos a Fuengirola. El interventor me echa de la estación. Le digo que llame a la policía, que no tengo un chavo. Este me responde que le de el libro electrónico a un taxista y a ver si así acepta el cobro. Su ironía en el comentario denota el regocijo de saber que me voy a tener que volver a pie.

    —Maasalama, Brahim. Veo que no te escondes, ¿eh?

    Prendo la camiseta de Brahim Díaz, con el que comparto nombre, pero no oficio. Tengo que decir que me parece un coñazo de paseo, pues son dos horas. Pero ni tan mal caminar por la costa, ver los acantilados de Torremuelle, los postes de luz y el tramo donde los trenes se intercambian. Siempre me produjo curiosidad de qué manera se turnan los maquinistas y cómo hacen para cambiar de vía el Cercanías. Ya oscurece, y esos focos enormes, de más de cuarenta metros de alto, con esa luz halógena y blanca que proyectaba a kilómetros, más que ninguna farola, me causan gran misticismo. Desde que comencé a robar con ocho años quedé hipnotizado con el funcionamiento general de los trenes; igual por eso preferí robar carteras que llevar más dinero a casa vendiendo droga o prostituyéndome. Mi amor por los trenes me costó muchas palizas de mi padre, sobre todo en invierno.

    Mientras paseo, abro el libro electrónico y empiezo a leer un libro que me engancha. Se llama "Cómo hacer para que pasen cosas buenas". El título no me seduce, pero leo cosas interesantes, como que el estrés reduce el sistema inmunológico y que estar en constante tensión puede producir lesiones en el cerebro. Que incluso daña el hipotálamo, la región del cerebro que se encarga de la memoria. Quién sabe si mi madre tiene comienzos de alzhéimer por culpa de lo que vive en casa.

    Yo estoy tranquilo. Volveré a casa justo a la una de la noche, que es cuando cumplo catorce. Iré con una navaja y, si mi padre procura pegarme porque llevo un libro electrónico de mierda (el cual no pienso darle), entonces le daré cuatro pinchazos y lo dejaré desangrado en el suelo. Mi único motivo para dejarlo con vida no deja de ser que no quiero pasar treinta años en la cárcel. Me gustaría siquiera ser libre a los veinte. Estudiaré historia y geografía, que me gustan mucho; y si hay opciones para maquinista de tren pues mejor si cabe. Espero que me laven la camiseta de Brahim, pues no es que me guste el fútbol, pero quiero ser un Ibrahim al que se le mire como un ser decente. Y si algún imbécil quiere joderme en el reformatorio, le aplicaré la misma que al hijo de perra de mi padre. También espero que me dejen entrar con el libro electrónico; total, tampoco es que el guiri vaya a reclamarlo, y creo qué a mí me servirá para que pasen cosas buenas.

    Dedicado a los Rashid, Moha, Irish o Brahimes que he conocido en Torremolinos.

Gorriones. Relato.

Un relato de   Antonio Báez Rodríguez.


    Cogía el tren de cercanías, el viaje duraba menos de una hora, buscaba una cafetería con mesas en la calle y me sentaba en una hasta que veía a alguien conocido, entonces me levantaba y regresaba a casa, no sin antes haber anotado, como mínimo, el lugar, el tiempo de espera y la persona. Prefería eso antes que ir a un museo o darme un chapuzón todos los días del año o hacer las tareas de casa. Me ayudaba a mirar, miraba a la gente, miraba las confluencias de las calles. Había probado en mi propia ciudad, al principio, lo fácil, en mi barrio y adyacentes, más tarde, mayor reto, por las zonas y barrios que menos frecuentaba. 

    En el centro me senté en el Café Bar Calle de Bruselas, el conocido apareció inmediatamente, cuando el camarero me atendía, se trataba de un antiguo alumno de la academia. Tardé un par de horas en ver a alguien en la Cafetería Bar Flor, en el Paseo Reding, y fue a Salvi, una antigua compañera, a la que dejé pasar por la acera de enfrente. Me entretuve tomando unas cañas. 

    Distrito Ciudad Jardín. Lugar: Calle San Juan Bosco, establecimiento: Bar La esquina. Persona conocida: el vecino que conducía la grúa municipal. Tiempo de espera: tres horas, he tenido que jugar a la máquina tragaperras, he perdido veinte euros, he leído un par de periódicos. Se ha detenido a hablar conmigo, vive cerca con su nueva pareja, me ha contado más de lo que yo quería saber: que perdió el trabajo cuando pasaba una mala época y que ahora cobra la ayuda familiar. 

    En el caso de la barriada Palma-Palmilla estuve sentado en la terraza del bar Ferna dos horas, la primera persona conocida que vi fue un vendedor de biznagas que se movía siempre por las calles turísticas. Me entretuve ojeando un libro mientras grupos de mujeres desayunaban con niños que deberían estar a esa hora en el colegio y noté un intenso olor a marihuana del porrito del mediodía. 

    Llamé a un amigo que siempre me hablaba de un bar de su barrio, que estaba en el distrito de Bailén-Miraflores, en la plaza Basconia, me dijo que el bar era La Ría, así que me planté en él un día sin avisarle, el bar estaba atendido por una familia de chinos, y estuve allí hasta que mi amigo apareció. 

    Uno a uno cubrí los once distritos y no me quedó otra que salir fuera, a las localidades de la provincia. A los pueblos de la costa me desplazaba en el tren de cercanías, adonde el tren no llegaba cogía un autobús. Estuve yendo una semana a Ronda antes de reconocer a alguien, cambié de cafetería en cuatro o cinco ocasiones, pero finalmente tropecé con el viejo sacerdote que me había casado y que entonces vivía allí en una residencia. 

    Sorteé todo tipo de dificultades, desde la incomprensión familiar hasta las acusaciones por acoso que se le metió entre ceja y ceja al dueño de una pastelería en el Rincón de la Victoria. Así transcurrió el primer año. 

    Pensé comprarme una cámara fotográfica para que me diese cierta coartada, puesto que esa afición era mucho más fácil de entender que la simple observancia o la vigilancia, en realidad no sé cómo llamarla, pero deseché la idea porque la máquina colgada al cuello durante horas podía alarmar. A esas alturas, cuando ya había recorrido muchos pueblos de la provincia, había tenido ocasión de experimentar sentimientos muy diferentes, desde la frustración, al tener que renunciar a lugares en los que el encuentro no terminaba de suceder, aunque en mi fuero interno sabía que solo era cuestión de tiempo y paciencia, hasta la sublime emoción de asistir a lo inesperado, como cuando en Frigiliana, en el Casino, dentro, porque hacía un día muy desapacible, se sentó en la barra Faemino, del dúo de humoristas Faemino y Cansado, y pidió un café con leche. 

    Me despedí de los míos: mis hijos estaban entretenidos en el andamiaje más o menos precario de sus vidas. Mi hija mayor acababa de abandonar los estudios y ganaba algo como azafata de eventos; el mediano tocaba la guitarra con un amigo en algunos pubs, empeñado en iniciar una carrera como cantante, con el objetivo del triunfo en alguno de los muchos concursos televisivos, a cuyos castings se presentaba sin éxito; el pequeño, que de un aspecto frágil y tierno había pasado a parecer uno de aquellos quinquis del cine de los setenta, se pasaba los días en el parque saltando de un bolardo a otro, o de un alféizar a una barandilla y vuelta a la ventana. Mi mujer me puso algunos inconvenientes, pero alegué una necesidad interna muy superior a ciertas obligaciones que reconocía, pero que postergaba. 

    Salí de casa un día cualquiera, dejé una nota, no di opción a las despedidas. Tomé un autobús y me apeé al cabo de unas horas, paseé desde la estación al centro y me senté en el Kiosco Amalia de Puerta Purchena. Pedí un vino blanco, por un instante me sentí dueño absoluto de mi destino, aunque mi destino estaba en manos de la casualidad; barajé qué posibilidades tenía: compañeros de estudios, a los que no había visto en cuarenta años, que eran de la ciudad; compañeros de trabajo con la misma circunstancia; alguna celebridad que estuviese de turismo, en fin, no había mucho, pero albergaba una serena confianza en que el azar se pusiese de mi parte, había tenido ocasión de experimentarlo en veces anteriores, aunque el riesgo calculado había sido siempre menor que en esta ocasión. Por lo pronto disfrutaba de los rayos de sol otoñales y un vino que había venido acompañado con una tapa que no había pedido. 

    En torno a mí una clientela con poder adquisitivo y buenos modales: el aperitivo de quienes ultimaban los detalles de un negocio convivía con el café de quien se permitía levantarse después del mediodía, un trío de señoras que por la tarde volverían a reunirse para jugar al bridge y un dandy con gracia para que le mantuviesen abierta la cuenta que nunca saldaba; el entrenador personal y su pupila, heredera de unos astilleros locales, vete tú a saber, un periodista que mantiene una charla distendida con un concejal del ayuntamiento; entre certezas e imaginaciones, algunas incongruencias, lo miraba todo a mi alrededor y no quería saber de otra cosa que no transcurriese delante de mis ojos; cada instante era satisfactorio, porque era imprescindible para formar el mosaico de mi proyecto, así que tomé otro vino, que me pareció tan necesario como la tesela sin la que el dibujo queda incompleto. A la hora del almuerzo pagué las consumiciones y me sentí esquilmado, pero satisfecho, tenía por delante, como si fuese un espléndido horizonte, la vida que me restaba. 

    Vagabundeé por las calles del centro y luego me dirigí hacia el paseo marítimo, donde localicé la terraza de la Cafetería Heladería Alaska. Allí volvió a ocurrir, la tarde se me desgranó en horas de mirada absorta, pura, aburrida, la luz fue modificando el contorno de las cosas y de la gente que entraba en mi campo de visión; tenía la paciencia entrenada y sabía que el tedio era una sábana amable y comprensiva. Me levanté con cierta sensación de ingravidez y pagué la cuenta en la barra. El turno de camareros que me había atendido ya no estaba, los nuevos me miraron con suspicacia, me limité a decir gracias y a sonreír como un idiota, uno de tantos. 

    Llegó un momento en el que me quedé sin blanca, por tanto pasé a los bancos públicos de las plazas, a las puertas de los supermercados, de los ambulatorios, de las iglesias. Me creció el pelo, la barba, y adopté el aspecto típico de quien vive en la calle, mi piel se tostó, me alimentaba bien de lo que a los demás les sobraba, las ciudades por la noche son un inmenso dormitorio gratuito, comencé a valorar la dureza, las inclemencias, la soledad. 

    Miraba a quienes eran como yo había sido una vez. El detonante de un rostro familiar era lo que me hacía cambiar de ciudad. Hubo encuentros fortuitos que me pusieron en camino que no merecen reseña, pero satisfaré algunas curiosidades. Era muy poco probable que en el mes de marzo me encontrase con alguien reconocible en Huesca y sin embargo sucedió. Estaba sentado en la biblioteca pública que hay en la Avenida de los Pirineos, en otro tiempo había sido un buen lector, en aquel entonces me interesaba más la tranquilidad de la sala que el libro que me había puesto por delante como excusa. Estaba mirando por la ventana un gorrión que iba y venía, un gorrión ajeno a nada que no fuese ir y venir, al latido de su corazón, al despliegue de sus alas. Los ociosos se entretienen con un gorrión y un gorrión les sirve para evocar en el recuerdo delicias de un pasado, ternuras experimentadas con una amante de juventud, un gorrión vivirá quizás el mismo tiempo que a un viejo le queda por vivir, vete tú a saber. El libro no me decía nada, cuando el pajarito emprendió un vuelo en el que ya no volvió a mi ventana, lo cerré y miré al frente. Allí estaba, la vi. Era ella. La vi como si estuviese delante de mí. Y luego su imagen se deshizo, como la niebla que se deshilacha. Al día siguiente fui a la estación de autobuses y saqué un billete sin necesidad de pensar en el destino. 

    Hubo esquinas que me atraparon como si tuviesen brazos que no me dejaran ir, parques que no lograba abandonar, calles que se cruzaban como un laberinto, en el que la salida iba de un lado a otro para burlarse, para jugar, pero era a mí a quien se le escapaban las carcajadas. Quizás a mis amigos, a los que alguna vez fueron compañeros de trabajo, a mi familia les parecería que había convertido mi vida en una broma sin gracia, en una enorme tontería, a lo mejor tiene un tumor en la cabeza y por eso se comporta así, mi cuñada tenía una amiga que empezó con ciertas chaladuras y al cabo del tiempo los médicos descubrieron que lo que le pasaba es que tenía una parte del cerebro dañada. 

    Me sentaba en la puerta de los cines y el reto que me proponía era averiguar la historia de la película por la información que daban los espectadores a su salida. Un día un hombre muy pesado, un pelmazo, comenzó a hablarme, me estaba contando sus cosas, sus inconvenientes, sus pequeñas frustraciones diarias y yo ya había dejado de hacerle caso, la duración de su perorata era intolerable, me estaba molestando y me sentía violento, pues no sabía cómo zafarme de él. Estaba a punto de darle un empujón o de salir corriendo, incluso de las dos cosas, cuando de pronto la vi salir por la puerta, venía con una amiga y lo que hablaban se refería a lo que acababan de ver. Me miró fijamente, sonrió y se me acercó: Hola, me dijo. Hola, le contesté. El tipo que me hablaba se calló. No me reconoces. Llevaba un vestido amarillo. Lo raro es que ella me hubiese reconocido a mí. Sin darme cuenta había regresado, estaba de nuevo en mi ciudad, muy cerca de la casa de la que había salido solo por unos días, aunque habían pasado años. 

    Pasaba los días como cualquier jubilado, hacía las tareas domésticas, iba a la compra, me apunté a un gimnasio para mantener un poco la forma, me tuve que mudar en un par de ocasiones, porque la pensión no me llegaba para todo, empecé a compartir piso con un par de septuagenarios, y me compré una cámara de fotos en una tienda de segunda mano. Una cámara en la mano podía ser, pensé nuevamente, una buena coartada para ir de un lado a otro. Me quedé absorto mirando al pajarillo que iba y venía a mi mesa y picoteaba las migas de pan. Un pajarillo, un gorrión cualquiera, cuyo pecho podía ver palpitante, así que imaginaba su corazoncillo bombeando sangre. ¿Cuánto vive un pajarillo, un gorrión?, me pregunté y pensé en cuánto tiempo me quedaba a mí. Cogí la cámara y le hice unas fotos, fue y vino y se dejó hacer. Uno de mis compañeros de piso se pasaba las mañanas yendo al baño y escribiendo ripios sobre los lugares por los que había pasado como revisor de tren, el otro coleccionaba azucarillos en los que hubiese alguna cita o sentencia. Dos intelectuales del suburbio que se llevaban como el perro y el gato y que querían que yo arbitrase en sus más peregrinas disputas. El piso olía a perro mojado, a pantufla de viejo, a pedo. Me levantaba por la mañana y escapaba a la calle con mi cámara, me dio por seguir el rastro de la juventud, toda aquella maravillosa belleza de los muchachos y muchachas que no estaban todavía entrenados en las decepciones.

   Recuerdo que cuando era niño mi madre tuvo un gorrión en una jaula. A mí me gustaba verlo revolotear y lo llamaba por su nombre, pero nunca daba muestras de darse por enterado. Un buen día apareció en el fondo de la jaula y mi madre dijo que estaba muerto. Lo llevamos a un pinar que había cerca y me encargué de cavar un pequeño hoyo en el que mi madre lo introdujo, luego echamos sobre él la tierra y volvimos a casa. Aquella noche tuve una pesadilla, soñé que yo mismo era el gorrión sobre el que había caído el montón de tierra que me ahogaba. Me acuerdo mucho de Pisto, que era como se llamaba, pero de quien me acuerdo sobre todo es de aquel niño cavando el agujero en el suelo. Llevo los bolsillos llenos de semillas, pero hay pocos gorriones, las cotorras argentinas los han desplazado y están ya en peligro de desaparecer. Tengo, eso sí, algunas decenas de fotos de gorriones, y otras de muchachos y muchachas. Estoy poniendo orden en mis asuntos. Es un orden mental más que físico, pues mis pertenencias caben en una caja. 


viernes, 21 de febrero de 2025

La excavadora rosa. Relato breve.


 
Un relato de Lola Acosta Mira.


    —Estate quieta Mariquilla. Es que no paras de moverte. Termina de desayunar o mamá se va a enfadar mucho. 

    María jugaba con la cucharilla. La hincaba una y otra vez en aquella taza de cola-cao migada con galletas. Adela, la madre, acarició sus rizos castaños. Por la ventana entraba un rayo de sol que apenas se reflejaba en uno de los muebles de formica. En los ojos de esa madre había tristeza. Tenía intensas ojeras que denotaba la preocupación.

     —Mamá, me contó el abuelo que cuando eras pequeña te escondiste dentro de una pala excavadora. Estuvieron buscándote mucho rato y no te encontraban.

    —Sí, me escondí porque no quería ir a la escuela. Yo tenía como tú siete añitos. Vivía en el campo, cerca del pueblo, con los abuelos y los tíos. Aquella excavadora amarilla era muy grande y servía para sacar tierra del suelo. Un escondite perfecto.

    —Mami, pues a mí me gusta mi cole y la seño es muy buena. Ayer me enseñó un problema: Si tengo una cesta con diez manzanas, y me como dos ¿Cuántas manzanas me quedan?

    Adela, nerviosa, cogió la taza y le dio poco a poco el desayuno. Se notaba que se le agotaba la paciencia, que no tenía fuerzas ni para reñirle. Cuando terminó, con signos de cansancio, se llevó instintivamente la mano al bolsillo del delantal.

    —¿Mamá y para que necesitabais en el campo una excavadora?

    Lo que menos le apetecía a la madre era responder a María. Parecía que aquella excavadora amarilla le hubiera sacado toda la energía de su alma. Hizo de tripas corazón y dijo:

    —Creo que estaban poniendo unas tuberías. Las tuberías son tubos muy grandes por donde corre el agua hasta llegar al grifo. Se colocan bajo tierra.

    María se quedó pensativa. Luego, con cara de curiosidad, se acercó al fregadero de aluminio y abrió el grifo. Dejó correr el agua mientras le daba palmadas con las manos. Las gotitas le salpicaban la cara.

    Adela, abatida, se sentó en una silla. Sujetó su cabeza con sus manos y unas lágrimas recorrían sus mejillas. Nuevamente se tocó el bolsillo del delantal.

    —Mami, ¿qué te pasa? ¿Por qué lloras? ¿Es por lo del desayuno? Perdona, no lo haré más. Es que son muchas galletas y me duele la barriga.

    —No te preocupes cariño, la culpa es de una motita de polvo que se metió en mi ojo. Tú, además de buena, eres lo que más quiero en el mundo. ¡Mi hijita preciosa!  

    La madre acariciaba y besaba a la niña y la estrechaba contra su pecho. María le correspondía.

    —¿Sabes una cosa? Que nunca, nunca más me voy a esconder dentro de una excavadora amarilla.

    Adela sacó del bolsillo de su delantal una hoja de papel doblada. Lo abrió con determinación. Aparecieron renglones de letras formando caminos de palabras negras. 

    Se podía observar, con toda claridad, la palabra amarga que nadie quiere leer en toda su vida. Adela puso la hoja del diagnóstico médico, por el reverso, sobre la mesa. La hoja ya era solo un papel en blanco. Aspiró para renovar el aire de sus pulmones y, poco a poco, sintió como su amargura se iba diluyendo.

    —Sabes Mariquilla, tú y yo vamos a pintar en ese papel una excavadora. Con ella podremos luchar, podremos eliminar todo lo que nos impida ser felices. Nada nos va a detener. Hay que recuperar el tiempo perdido.

    —¡Qué bien mamá!, yo quiero pintar una excavadora pero el amarillo no es mi color preferido.

    Mientras la niña buscaba en su plumier los lápices de colores. Adela, descolgó el teléfono y marcó un número:

    —Hola Juan, no te preocupes que no me pasa nada. Es para decirte que he sido muy cobarde, que no voy a renunciar al tratamiento. En cuanto esté preparada empezaré con la quimio…

    Un rayo de sol iluminó a la niña que intentaba, con trazos inseguros, dibujar una excavadora rosa.

Poartada nº3


 

miércoles, 19 de febrero de 2025

Anora. Crítica de cine.

 


David Salinas.

Facebook de David. 

Tras un primer acto aburridísimo, de metraje excesivo (casi tres cuartos de hora), en el que no conecto para nada con unos protagonistas que me caen mal (un niño rico y una escort enamorada de su vida de lujo), aparece el segundo acto y... lo flipo. La película se transforma, se vuelve delirante, divertidísima, me arranca carcajadas a cada momento, los diálogos y situaciones fluyen a velocidad de vértigo y, además, son tan naturales y creíbles que te metes de lleno, los armenios son descojonantes, el ruso (el bueno) es un amor... Te enamoras de la peli. En el tercer acto viene un poco de nuevo la bajona, pero este es cortito y concluye satisfactoriamente.

El resultado, a pesar del largo sopor y la falta de carisma inicial, es que vale muchísimo la pena. Bien escrita, bien interpretada (Mikey Madison se sale, Karren Karagulian se merecía una nominación), bien montada y dirigida... una delicia cinematográfica y un divertimento sublime. Y además, cómo no, teniendo en cuanta de qué director y guionista estamos hablando, con mensaje. Pero de eso ya hablo en la zona spoiler.

¡¡¡ZONA SPOILER!!!

Ani no me cae bien. Es una prostituta joven y estúpida. Se aferra como una loca a la vida de lujo que le ofrece Vanya (que me cae aún bastante peor). Lo que parece una historia de amor es solo un relato de intereses narcisistas: él la quiere por el sexo que ella le da, ella lo quiere a él por el dinero que le puede ofrecer. Vale. Es realista. En contraposición al cuento de hadas de Pretty Woman en el que una prostituta sofisticada se enamora de un galán rico y todo sale bien. Alguien tenía que acabar con esa idealización banal de la prostitución y Baker ha puesto los puntos sobre las ies.

Pero... hay una historia de amor. Una súper bonita y tierna y nada romántica historia de amor. Una historia de amor realista, que nos enseña cómo tratar a las mujeres. Y es que Igor, un camorrista del tres al cuarto, pobre, que trabaja para los armenios que trabajan para los rusos, un personaje secundario que casi se mantiene en un segundo plano durante toda la película, se enamora de Ani nada más verla (queda embelesado), y a pesar de que su trabajo consiste en mantenerla a raya, la trata bien, la trata muy bien. Ella a él no (la situación no da pie a lo contrario), y él, aún así, la sigue tratando bien, dándose cuenta de su dolor, empatizando con ella. Y al final se produce el hechizo: él le devuelve el lujoso anillo de boda (una recompensa económica muy ostentosa para Ani, después del infierno vivido), y ella trata de gratificarle con sexo (es como sabe). Pero él intenta besarla, y ella está confundida, lo golpea, llora... él la abraza. Y así acaba la película y empieza, quizá, su historia de amor. Ani no sabe amar y no sabe recibir amor, por eso reacciona de esa manera. Es una prostituta acostumbrada a tratar con hombres que solo la desean por su cuerpo, no por quien es (no la tratan nada bien), es una mujer obsesionada con el dinero porque, dentro de su estatus social, dinero significa supervivencia. No es una pretty woman, es una mujer prostituta de veintitrés años real.

Pero todavía está a tiempo de aprender qué es el amor. Todavía puede convertirse en Anora.

 


lunes, 17 de febrero de 2025

Almaterapia. Relato.


J.Rakma.

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Aquella mañana Yorgos se levantó exultante, con ilusiones renovadas pues, desde semanas atrás había incorporado una nueva actividad a su rutina. Un nuevo hábito que ejercía de medicina para la enfermedad que aquejaba su alma en forma de vacío existencial. Tras la ducha matutina y su habitual desayuno espartano, se dirigió al pasillo de casa donde aguardaba su vieja bici ochentera y la funda de lo que parecía ser una guitarra. Una vez en la calle, montó en su viejo rocín metálico y asió la funda de su guitarra para poner rumbo a la calle Renacer 1, donde esperaba impaciente su llegada, doña Juanita : una octogenaria menudita, de noble  mirada y plateados cabellos, que llevaba diez años viuda y en la más  absoluta soledad. Al llegar al barrio de la anciana, encadenó el ligero medio de transporte frente a su portal  y, acompañado por su curvilíneo instrumento, se dispuso a tomar el ascensor hasta la puerta de la señora. Una vez allí, pulsó dos veces el timbre y tras un par de minutos de espera, oyó, tras la puerta de entrada del domicilio, unos cansados pies que parecían reptar tímidamente. Cuando la noble señora abrió la puerta ,  Yorgos la envolvió en un cálido abrazo de "nieto adoptivo" y los dos se adentraron en el interior de la vivienda.

¿Cómo se encuentra hoy, doña Juanita ?  preguntó el chico con interés.

Pues parece que el dolor de artrosis de las manos me está respetando un poco, aunque las piernas siguen muy hinchadas, Yorgos , pero lo voy llevando.

Bueno, hay que tener paciencia y seguir tomando el tratamiento, que seguro le hará mejorar.

No me queda otra, hijo, aunque la mejor medicina es la que me produce tu visita semanal, ya sabes , tu compañía; el calor humano y también oír tu voz entonando una antigua melodía  acompañado por tu guitarra.

Para mí también es medicina visitarla, doña Juanita, lo paso genial y aprendo mucho con sus historias pasadas. Y, en cuanto a la melodía, ¿cuál le apetece escuchar hoy?

Pues una que me trae gratos recuerdos  es " Toda una vida ", de Antonio Machín. Me hace sentir bailando con mi amado Antonio en un guateque vecinal de entonces.

Haré todo lo posible para que salga bien y complacerla.

Sacó la guitarra de su funda, calentó un instante los dedos y comenzó a rasgar las cuerdas de dicho instrumento, como el que acaricia la cara a un ser querido. Doña Juanita, con los ojos vidriosos, bailaba por la acogedora salita simulando agarrar la cintura de su fiel y difunto compañero; mientras, las lágrimas se deslizaban por su cara añorando tiempos pretéritos.

viernes, 14 de febrero de 2025

La educación en Al-Andalus.

 

Bilal Martín.

Instagram: @alzugabielnazari13

 

El sistema de #educación en Al Andalus era conocido y reconocido por ser según dicen los sabios de la época como #ibnjaldun el mejor del mundo. La #educación primaria solía iniciarse alrededor de los cinco años y estaba muy extendida. La sociedad tenía en consideración la importancia del conocimiento 

 

Las familias inculcaban a sus hijos la importancia del estudio de cualquier materia, ya que en la época de Al Andalus estudiar era sinónimo de éxito, y aunque una persona naciera sin muchos recursos económicos, si estudiaba y prosperaba en conocimientos eso iba a ser recompensado por sus vecinos, su jefe y hasta por los mismísimos reyes.

 

En #alandalus teníamos un sistema de educación similar a lo que hoy se conoce como colegios concertados, en el que las familias de los niños más pudientes económicamente pagaban y las familias con menos recursos económicos no pagaban. El estado se hacía cargo de parte del pago al profesorado a través de especies o dinero.

 

La enseñanza era tan importante para hombres como para mujeres, y siendo sinceros, ha habido grandes sabios en la #historia #andalusí, pero sin duda las más grandes han sido las #mujeres, mujeres como #wallada que montó su propia escuela solo para mujeres, Hafsa Al-Rakuniyya perteneciente a elite poética del momento, Umm Al-Hasan bint Abi, poetisa, escritora literaria y medica de prestigio.

 

#ibnarabi señala que los andalusíes se preocupaban de aprender primero la lengua árabe y la #poesía clásica, que les serviría para ampliar vocabulario y completar la gramática. Para él, la poesía y la gramática, deben preceder al aprendizaje del #corán de memoria, pues si se hace al revés, como en Oriente y el Magreb, los niños aprenden el Corán pero no entienden lo que dice. 

 

Mientras que #europa sufría la lacra del analfabetismo aquí en #andalucia, éramos precursores de la #educaciónpública, del valor del estudio. Teníamos la tasa más alta de alfabetización en Europa. Era raro encontrarte a una persona que no supiera leer, incluso si un preso enseñaba a leer a otra persona era liberado.


viernes, 7 de febrero de 2025

El Sosias. Relato.

 


José Miguel de la Torre.
Instagram: @descubre.cine

Vivía en el centro de la ciudad portuaria, en el número 6 de la calle Alejandría, la cual había sufrido una inaudita gentrificación. Mi identidad permanecía a salvo, tras haberme apropiado del nombre del antiguo inquilino, que sonaba demasiado excéntrico en aquellas latitudes: Xoel Ferreira Domonte. Ni siquiera me molesté en retirar su desgastada placa identificativa del buzón, lo que hacía que jamás me llegaran las cartas y, en consecuencia, me demorara en el pago de mis facturas.

La idea de adoptar otro nombre me sobrevino la mañana en la que me cité con el casero, quien me preguntó, muy convencido, por mis ancestros gallegos. En el contrato de arrendamiento aún figuraban los apellidos del anterior inquilino y, aunque pensé en rectificar el error antes de estampar mi firma, finalmente decidí no importunar al casero, que se afanaba en buscar la llave del inmueble en los bolsillos interiores de su chaqueta. La ventaja más valiosa que me confería el nuevo nombre era, sin duda, la invisibilidad. Nadie lograría dar con mi paradero. Mi identidad sería la de otro y todo lo que derivase de mis propias acciones, buenas o malas, recaería en el verdadero Ferreira Domonte y no en mí, que solo era un pobre diablo.

El apartamento me agradó nada más entrar, sin haberlo apreciado en toda su amplitud ni habiéndome cuestionado siquiera los motivos ocultos tras su pírrico precio de alquiler. El salón se extendía ante mí, dominado por dos enormes ventanales que, según me comentó el casero, me proporcionarían luz incluso en las brumosas mañanas de invierno.

Me arrellané en el sofá de escay negro, dando por hecho que pasaría allí la mayor parte de las horas de mi futuro inmediato. Imaginé un horizonte plagado de proyectos, y ya acariciaba con los dedos el instante en que contaría con un empleo que me permitiría vivir sin preocupaciones.

¿Dónde hay que firmar? inquirí con ojos centelleantes.

Debajo de su nombre, por supuesto replicó el casero, mirándome desconcertado.

Sostuve el bolígrafo y, con un leve movimiento de muñeca, me adueñé del apartamento y de la identidad del anterior inquilino, sin sospechar aún las nefastas consecuencias.

Ahora le pasaré un listado con todo el mobiliario presente en el momento de la entrega de la llave. También debe firmarlo señaló el casero, ansioso por finalizar la transacción.

De repente, sonó un ruido atronador que provenía de la cocina, parecido al barritar de una manada de elefantes furiosos.

No se preocupe por eso. Mañana le mandaré a alguien para que se lleve el frigorífico e instale uno nuevo aseguró el casero, ya con un pie en el quicio de la puerta principal.

Confío en que cualquier incidencia quedará cubierta con el precio que hemos acordado —comenté, con tono amable pero exigente.

El casero asintió con fingida convicción, mientras se guardaba en el bolsillo de su chaqueta el pago en efectivo del primer mes de alquiler y otro mes extra de fianza. A partir de entonces, lo que sucediera en el apartamento ya no le concernía.

Contemplé la llave sobre la palma de mi mano, hechizado por su brillo, antes de dejarla en una estantería, y me dispuse a disfrutar de la recién conquistada soledad. Lo primero que hice fue asomarme por uno de los ventanales y observar el trasiego de gente por la calle Alejandría. Enseguida me llamó la atención la terraza de un lujoso restaurante, atendida por cuatro camareros —dos hombres y dos mujeres— y un encargado que supervisaba las labores de sus subordinados con escrupulosa atención. Todos, a excepción del encargado, que vestía ropa de calle, lucían impolutos uniformes blancos y chalecos negros. Se movían con diligencia entre las mesas y, por lo que pude percibir, estaban capacitados para comunicarse con los clientes en, al menos, cinco idiomas. Ellas llevaban el cabello recogido en la nuca en forma de moño, y una fina capa de maquillaje acentuaba sus rasgos raciales. Ellos eran delgados y de rostros circunspectos.

Me fijé en el camarero de más edad tras verlo guiñar el ojo a un guitarrista callejero que pasaba por allí. Pronto descubrí que ambos compartían la misma zona de trabajo: el camarero servía en la terraza del restaurante y el guitarrista interpretaba canciones de “Triana”, la legendaria banda andaluza. Los clientes, en su mayoría turistas procedentes de cruceros, no escatimaban sus monedas, convencidos de estar escuchando la música típica de la ciudad portuaria.

En la calle Alejandría se ubicaban dos establecimientos más: un restaurante especializado en carnes a la brasa —El Ascua— y un pub —Luz de Luna— que aún estaba cerrado. El ir y venir de los músicos callejeros me mantuvo distraído durante media hora. Cerca del guitarrista había un joven ataviado con el traje de luces, que ejercía de estatua humana. Unos pasos más adelante se colocó una señora encopetada que comenzó a interpretar la célebre “Habanera” de la ópera “Carmen”. Por último, un saxofonista se apostó en el soportal del número 6, fumando un cigarrillo mientras esperaba su turno para deleitar a los comensales con sus románticas melodías.

Traté de encontrar el lado positivo, pensando que ya nunca más necesitaría un dispositivo electrónico para escuchar música. La tendría en vivo y en directo, día y noche, lo deseara o no, frente a los ventanales de mi apartamento. Pero esa no fue la única sorpresa para mis oídos. Las campanas de la catedral, ubicada a escasos metros, tañían cada hora; las gaviotas graznaban hambrientas y picoteaban los restos desechados por los restaurantes; los camiones de la limpieza regaban la calle de madrugada; y la voz de una locutora de bingo resonaba hierática tras la pared del dormitorio. Pero el sonido más irritante de todos era, con diferencia, el barritar de los elefantes en la cocina. Entonces, lo comprendí todo de golpe: el motivo del irrisorio precio del alquiler y el porqué de la precipitada marcha del anterior inquilino. Esa primera noche no logré pegar ojo, ni tampoco las siguientes.

Al cabo de una semana, telefoneé al casero para exigirle una solución. Le dije que si se negaba a insonorizar el apartamento, yo me vería obligado a romper el contrato. Cuando estaba esperando a escuchar su respuesta, irrumpió la sirena de un coche patrulla que aparcó frente al soportal. Apenas un minuto después, alguien llamó a mi puerta con fastidiosa insistencia. Colgué el teléfono y me deslicé hacia el recibidor. Cuando abrí la puerta, me quedé petrificado. Dos policías que me doblaban la estatura me escrutaban con cara de pocos amigos.

¿Es usted Xoel Ferreira Domonte? espetó uno de los dos agentes uniformados.

Apenas tuve tiempo de reaccionar. Sin mediar palabra, los policías me esposaron y me sacaron del apartamento a empellones. Tras obligarme a descender las escaleras, me hicieron detenerme frente al buzón, para que confirmara mi identidad. Observé con pesar la desgastada placa identificativa, en la que aparecía el nombre del anterior inquilino. Me había convertido, sin sospecharlo, en el sosias del narcotraficante gallego más buscado de la última década.


jueves, 6 de febrero de 2025

Hechos reales. El día de la Achicoria. (Relato breve).

 


Fran Kapilla. 

Hace unos años, quedé con un amigo para tomar un "café" por la mañana. Lo de tomar un café se ha convertido en un ritual en esta sociedad. La gente vive por y para el café, tienen ansiedad de café, se inyectarían el café en vena. Creo que esta sociedad debería poner como segundo dios a Juan Valdés, ese que salía en los anuncios de TV que iba con la burra cargada de café por los montes de Colombia. El caso es que yo no tomo café porque no suele gustarme el sabor (a veces sí), así que cuando quedo con alguien para “tomar café”, casi les da un “patatús” cuando les digo que no me gusta mucho.

Bueno, como os contaba, fuimos a un bar clásico; bar de barrio, con sus sonidos de platos, vasos, televisión con el programa matutino de cotilleo y la máquina de café silbando. Me acerqué tímidamente al barista y le pregunté que si tenían achicoria (que es alguna de las bebidas que tomo para desayunar, como té o soja, etc).

El barman, sorprendido de pedirle achicoria, me dijo: "¿Puedes repetírmelo por favor?". Entonces volví a preguntar por la achicoria, con dudas. “¿Has dicho a-chi-co-ri-a?”, preguntó el hombre, ojiplático. Finalmente concluyó con una palmetada en la barra: "¿Pero tú te has pensado que esto es un bar de postguerra?"

Me senté sin saber qué hacer ni qué pedir, mientras mi amigo ya disfrutaba de su puñetero café. Al cabo de cinco minutos, regresó el barman con un tarro de achicoria, que quizá había comprado en el supermercado de enfrente. Ante mi cara de estupor dijo: "Aquí tienes la achicoria que eres el único que la quiere, tengo que amortizarla contigo".


miércoles, 5 de febrero de 2025

Historias en ascensores. Microrrelatos.

 


José Ruiz Anagaru. Web: anagaru.es


Prisionera del mundo. 

     Mi reflejo en el escaparate dejaba ver algunas canas entre mi melena rubia. Los rasgos de belleza de la joven que fui comenzaban a desvanecerse. La gente bullía a mis espaldas. Cotorreaban, criticaban, insultaban, gritaban. Eché a andar con la cabeza gacha, como siempre. Con los hombros encogidos y la espalda encorvada. Autoprivada de toda libertad. Prisionera del mundo. Cerré la puerta del portal y respiré profundamente. Me miré en el espejo del ascensor y comencé a mover mis brazos emulando unos pasos de valet que aprendí de niña, danzando en total libertad de movimiento.


Ascensor. 

     Subía y subía y no se paraba. Me miraba en el espejo y no me veía. Mis manos temblaban y mis piernas languidecían. El sudor salía de mi cuerpo como el agua al estrujar una esponja. ¡Estrujado! Eso, así me sentía. Cuanto más subía, más claro me quedaba que aquel sería el día de mi muerte. Sólo, encerrado y, sin poder poner los pies en tierra firme. En fin, yo me lo había buscado, porque… así había sido mi vida. Una pequeña cárcel en la que subía y bajaba sin rumbo, y en la que nunca llegué a conocerme.

martes, 4 de febrero de 2025

Bravis de Travis. Relato breve.

 



Un relato de Paco Bravo.

Instagram: @the.time.of.the.seasons

 

De tantas carreras extrañas que he dado en estos quince años, podría recordar la del transexual de ayer, pero sin duda; como con los amores: los primeros golpean dos veces.

—¿Se están besando? ¿Qué hacen?— me dijo la clienta rusa mientras se agachaba impávida.

—Ahí no hay nadie señora— le contesté bruscamente.

—Mira bien! Es en ese Ford blanco!— gritaba mientras miraba de reojo, agachándose en el asiento de atrás.

La rusa buscaba desde un ángulo imposible ver una escena inexistente: la flagrante española cañón arrebatándole su marido. Después de cinco minutos agachada y comportándose como loca, atendió a razones. Fue, sin dudas, la primera vez que sentí la gratificación de hacerle entender a un pasajero que su ficción estaba superando la realidad. Yo era Travis en aquella escena donde Scorsese, en su esplendoroso cameo, despóticamente impone al taxista que estacione su taxi, sin parar el contador, para que sea testigo de cómo su mujer se folla a un negro. Era la primera escena extraña sobre un trayecto en taxi; y la de la rusa también, pero real.

La transexual de ayer apareció de la nada; en mitad de la madrugada en una carretera lejos del poblado. Tampoco quise saber. Ella, o él, también de la nada; me relató un batiburrillo de frustraciones yuxtapuestas donde no llegaba a diferenciar si el sujeto era su novio, cliente o amante. Al final deduje que su novio se ponía celoso porque creía que se encariñaba de sus clientes. Tuve que contextualizar su relato desordenado (típico de los trans, supongo que como sus hormonas) y adaptarlo a la triste realidad de este tipo de personas: prostitución, drogas y relaciones errantes. Me pagó con un billete arrugado y hecho una pelotilla. Me lo tiró y me dijo que me quedara con el cambio.

No sé si yo busco historias o si las historias me buscan a mí. Cuando era preadolescente mi madre me premiaba las buenas notas con regalos, y yo siempre pedía el mismo: una película. Aquella portada con De Niro, caminando sólo y solitario, tan sólo como su nombre, sin coprota que le acompañe. Y aquellos tres nombres: Scorsese, Herrmann y Schroader. Simple y solitario, pero resplandeciente como ningún otro filme. Resplandeciente (disculpen si soy soberbio) como ese niño en una tienda de adultos. La soledad me había acompañado en aquel lugar, en la escuela; y, como no, viendo películas en mi habitación.

Uno jamás se olvida de las primeras extrañas carreras, como tampoco se olvida de las primeras grandes películas. Y para salir de situaciones extrañas, donde la idea de cobrar se vuelve secundaria, uno debe buscar certeras excusas. Aquel día a la rusa pude sacarle los cuartos para un mes, haciendo de detective privado; pero preferí soltarle la excusa de que tenía que recoger un servicio en el aeropuerto.

En estos quince años me he cerciorado que en este trabajo los días se suceden como un eslabón de una cadena, hasta que surge el cambio. Y el cambio se dio ayer. No con el transexual sino con Jennifer. Jennifer, una chica radiante y con los ojos de Cybril Shepperd; demasiado bella para ser tocada, demasiado joven para alquilar su cuerpo. Demasiado joven, como Jodie Foster en el 76.

Jenni, cambiaba los domingos de trayecto, pues era el único día que descansaba. Jenni, es de las pocas prostitutas de ese burdel que tiene menos de veinte años. Ella es una modelo de revista, la  Pfeiffer del barrio.  Ningún vecino sería capaz de adivinar su oficio. Mantiene su radiante aspecto de niña y no anda aún repleta de cirugías para esconder un rostro consumido. Jenni es prostituta pero, sin ser, por ahora, una triste puta.

                Volvió con cinco bolsas repletas de ropa. No podían ser prenda más estrafalaria, hortera y colorida. En términos cinematográficos, una mezcla de Douglas Sirk y John Waters. De regreso a su casa ella me comentó que su nombre real era Iris y que no lo compartiera con nadie.

—Iris, puedo hacerte una pregunta?

—Claro.

—Qué es lo más extraño que te ha pasado trabajando?

—Un hombre me alquiló durante cuatro horas y solo tenía que pasear con él por delante de la tienda de su mujer, con el fin de encelarla.

—Entonces no tuviste que trabajar— me tomé la licencia de tirarla con ironía.

—Eso mismo pensé yo, hasta que resultó ser tan pesado que acabé dejándolo. Pude haberle sacado todo lo que hubiera querido, pero me agotó escucharlo; y, sobretodo, que no entendiera que su mujer ya no lo quería.

—Imagino que el tipo no aceptaba que no lo quería.

—Tal cual. Tampoco entendía que hay cosas que no se compran con dinero. ¿Y tú? ¿Cuál es tu trayecto más extraño?

Le conté lo de la rusa, añadiéndole un final tan ficticio como real: aquel marido sí que acabó dejándola por la flagrante morena española. Y fue en ese momento donde se reencontró con esa mugrienta y pálida niña que vive en una colmenera soviética y sueña con vestir colores vivos, llevando obsequios brillantes, que parezcan caros. Se reencontró con esa niña que sueña con ojos negros, pues en Rusia son como aquí los ojos verdes. Verdes como los de Iris.

Hoy, lunes por la mañana, estaba ya amaneciendo. Poco antes de acabar el turno y haciendo diagnóstico de una jornada extraña; un imprudente abrió la puerta y se sentó en el habitáculo trasero. Era macarra y grotesco, como tantas almas sórdidas que pasan por este taxi.

—Tú llevaste a la puta de ayer. Esa puta no para de hacerme la vida imposible.

—¿De qué cojones me hablas?

—No te hagas el tonto. Fuiste tú quien la recogió en mitad de la carretera. Lleva robándome todo el año y  engañándome con cualquiera que se le presente.

El hedor que dejaba hablaba por él: días sin dormir, tabaco por minuto y ropa sin cambiar. Varonil, delgadez con tripa de borrachera y chepa de acomplejado. Perfil clásico de clientes, novios o, quizás ambos, de las trans.

—¿Tú también le has pagado a Yunara? ¡Dime que también le has pagado, maricón de mierda!

Iris se montó en el taxi de al lado. No lució esas prendas que compró ayer. Iba con un chándal oscuro, que era su indumentaria de lunes a sábado, la mustia prenda con la que entraba en aquel abyecto club que la obligaba a despelotarse y ensuciarla con bikinis y tangas reflectantes. Pero como dijo Travis: la suciedad no podía tocarla. Su nombre falso y el chándal oscuro no podían aún con el flamante domingo; o al menos eso era lo que quería pensar.

Y como la realidad del taxi supera muchas veces la ficción, tuve que asumir que ese pobre diablo seguía aún sentado en mi taxi, y, para colmo soportando sus celos paranoicos.

                Entonces, le tiré la pelota y la bolsita. Le devolví lo que su amigo o amiga me había dejado: un billete tan sucio y arrugado como su aspecto y, una bolsa que esconde algún alcaloide esnifado que te deja la noche sin dormir y demonios persecutorios.

—¡Saque su sucio culo del coche o le juro que le pego un tiro!— le mostré la Magnum 44 y entonces entendió rápidamente que si no se iba, sus orificios preferidos dejarían de operar para todo lo contrario por lo que la naturaleza los había creado; pues la nariz siempre fue para respirar y el culo para expulsar.

Algún día caerá una gran lluvia que limpie toda esta mierda, pensé. En estos quince años he limpiado comida, colillas, sudor, sangre, semen y bolsitas que contenían cualquier droga ilegal, como la que se le cayó a ese transexual con nombre de perra.

Las primeras carreras extrañas nunca se olvidan, como tampoco el primer nombre real de una prostituta. Cuando era niño buscaba historias en un videoclub o en esa tienda de adultos. Pero ese pasillo interminable de estantes ahora la cruzaba dando unos pocos pasos. El videoclub era ahora una homologada, socialmente hablando, peluquería Unisex; un espacio desconocido, carente de atractivo; más para un taxista que usa su maquinilla en el baño y, en ocasiones, habla consigo mismo delante del espejo.

Scorsese, Schroader y Herrmann con su música hitchckocniana fueron los mejores amigos de aquel niño solitario. Esos planos subjetivos de la mirada por los retrovisores de un taxista neoyorkino, el ojo de un espectador de historias que duran lo que dura su trayecto, que cobra por un taxímetro municipal; y que devuelve ese miserable billete que insulta su dignidad.

Ese niño que soy yo mismo, buscó; y, tan espontánea como la mano de un viajero que busca su taxi, encontró aquella historia de historias. En un taxímetro que opera como el cronómetro de una prostituta, sea del género que sea. O en ese nombre efímero que se esfuma como el cliente que baja al pagar el importe, sea en el habitáculo del taxi o en la habitación de un burdel.

Ese Bravis es algo más viejo que Travis, y aún no sabe si las historias lo buscan a él o él busca las historias. La realidad supera, por desgracia, la ficción; y, esa chica que empieza a prostituirse no puede ser salvada tan fácilmente por un antihéroe como Travis Binckle. Mientras tanto ella coloreará sus domingos de prendas nuevas y el taxista la observará escuchando la banda sonora de Taxi Driver.

Y si crees que el narrador es el taxista, te responderé fácil:

            —Sí, Are you talking with me.