LA PLUMA SIN TINTA

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26 de diciembre de 2025

OTRA VEZ NAVIDAD

 

      


      

         

                      Relato de  BELÉN CONDE DURAN

              


Me falta valor para vivir. Las personas como yo ya no creemos en la Navidad, y la sonrisa inocente de un niño al abrir los regalos que cree traídos por los Reyes Magos o Papá Noel nos produce una profunda tristeza. La tristeza de que las cosas buenas sean tan efímeras, y de que el desengaño producido por la cruda realidad llegue un día, deje su impronta y no se marche nunca.
Estaba sentada en la barra de un bar de postín frente a una taza de café, observando con indiferencia cómo el dueño y dos camareros se esforzaban por enderezar el abeto, que habían colocado al lado de la chimenea para darle un toque hogareño. Un cuarto joven apareció en escena portando una caja de madera de la que sobresalían algunos adornos. Sin quererlo, de mis labios se escapó una media sonrisa, tan amarga como el mejunje que había en mi vaso.
La maldita Navidad me recordaba que ya hacía un año que había vuelto a quedar como una imbécil. ¿Acaso pensaba que ser una buena persona es motivo suficiente como para que el destino se olvide de ti y no te propine un gancho de izquierda? Al contrario; es sabiduría popular que los cabrones viven la vida como quieren y los idiotas buenos se quedan a ejercer de pañuelos. Y eso que dicen que si te la pegan una vez la culpa es del otro, pero si te la pegan dos el cretino eres tú, es una verdad como un templo. Los libros de autoayuda te animan a perdonar para seguir avanzando, para sentirte bien. Pero, ¿a quién no se le envenena la sangre al pensar que por muchas excusas que le den (no sé por qué lo hice, no sé por qué la llamé, siento haberlo hecho) la realidad es que la llamó por iniciativa propia, la vio a tus espaldas y se la pasó por la piedra a demanda? ¿Y que encima ni tenga el valor de venir arrepentido a contártelo, claro; que entres porque guardó reliquias de su faena para posteriores visionados? El muy cerdo se relajó y terminó dejando las fotos a la vista, desparramadas de cualquier forma en una carpeta del ordenador. Al parecer fue para lo único que le falló la inteligencia.
Y luego, después de haber pasado media década a su lado, con tantos recuerdos a las espaldas y un par de arrugas en el rostro, y con eso de que en el fondo no es un mal tipo y no te trata mal, no lo dejas. Más por miedo a qué vas a hacer tú sacada de contexto emocional que por el hecho de decepcionar al mundo. Y te tragas el rencor, y por aquello del Año Nuevo, haces borrón y cuenta nueva. Y hay días en los que parece que ni te acuerdas, y eres capaz de sonreír e incluso de ponerte graciosa sin dos copas y soltar algún que otro chiste. Pero de vez en cuando, en el silencio de la noche, te comes la cabeza pensando de quién será ese número desconocido en la lista de llamadas perdidas, o por qué ayer volvió una hora más tarde y sus excusas no sonaron creíbles.
¿Y qué haces? ¿Vives toda la vida con la mala hostia acumulada o actúas de buena fe perdonando y sintiéndote como una idiota si te la vuelve a pegar? ¿Y si lo dejas, quién te dice que el que venga después será mejor? ¿Deberíamos conservar la fe en la humanidad?
Pues no: lo mejor es partir los turrones contra el suelo y estrellar la botella de champán. Devolver los regalos e intentar que te abonen el importe de la reserva de la cena de Nochevieja. Irte a bailar y a ligar, y mañana será otro día… con más miseria.
Porque no nos engañemos: jugar a lo mismo no es más que un alivio momentáneo tan vergonzoso como el maquillaje corrido la mañana después de la juerga. En ese partido solo pueden participar los expertos que vendieron su alma desde el primer minuto. Los que juegan en la liga de los tontos —pobres infelices— ladran y levantan el puño al cielo, conjuran y amenazan. Pero al final no hacen absolutamente nada.
Al menos, siempre nos queda la opción de cerrar la puerta y desconectar el móvil. De desaparecer de la circulación y de disfrutar a solas de una taza de café.
Ya han terminado de decorar el árbol; estos chicos se mueven deprisa. Observo ausente el festival de luces intermitentes que recorren el contorno del abeto, al tiempo que dejo con desgagrado la taza de café frío sobre el platillo. Parece que fue ayer cuando me reunía con mi familia para cantar, pandereta en mano —mi tía se ponía con la sidra más alegre de la cuenta y en vez de cantar, parecía que hablaba en arameo— y nos tragábamos el maratón televisivo con el estómago lleno y el corazón satisfecho. Y al día siguiente, a esperar los regalos.
Qué sencillas eran las fiestas entonces. Qué simplonas y ñoñas, dirán algunos.
Sí; pero eran auténticas.
Me levanto del taburete y dejo unas monedas en la mesa. Me enfundo el abrigo y salgo a enfrentarme a la fría noche. Mis pasos resuenan huecos en la acera, y mis ojos buscan de forma instintiva algún punto donde se mueva la luz. Pero esa luz que dicen que da esperanza, la que ilumina las noches navideñas, a mí solo me transmite una inmensa soledad.
Curiosamente, a medida que crecemos nuestros deseos se vuelven mucho más exigentes, aunque también menos materialistas. El poni alado y el castillo de las muñecas son reemplazados por un: «ojalá no me vuelva a engañar» o por un: «espero que sigan vivos para la próxima Nochebuena». Los regalos de los que presumías en el colegio perdieron la chispa, sustituida por la esperanza de que te mire con interés renovado y te diga que ese peinado te sienta muy bien.
Ya no vives pensando en si irás a la cabalgata de Reyes con tus amigos; ahora esperas que ellos puedan sacar media hora en sus ajetreadas vidas para sentarse contigo a charlar de los viejos tiempos, y reírse con miradas cómplices de los mismos chascarrillos que ayer. Porque, aunque manidos, están revestidos de una pátina de nostalgia que hacen que el corazón se sienta como pocas veces.
Ir de compras con tu madre y que ella te aconseje y te regañe, como cuando eras adolescente, es juventud e ilusión. Es un «poner los ojos en blanco», pero esta vez no por fastidio, sino con cariño renovado. Y mientras me doy cuenta de que daría cualquier cosa por volver a ser joven para hacer las cosas mejor, para eliminar rencores, ganar en experiencia y pasar más ratos agradables con los amigos que ya apenas veo, pienso en que, si realmente existen los Reyes Magos, lo mínimo que podrían hacer es regalarnos a cada uno de nosotros una máquina del tiempo.








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