jueves, 6 de marzo de 2025

Nitrato de Celulosa. Relato.

            NITRATO DE CELULOSA

              JOSE MIGUEL DE LA TORRE


Recuerdo que, cuando cumplí doce años, mi primo Carlos me llevó al centro de la ciudad para darme una sorpresa. Era 1993 y Jurassic Park se acababa de estrenar en medio de una insólita expectación. Tenía la corazonada de que mi primo había comprado un par de entradas para la sesión de las seis en el América Multicines. Después de merendar chocolate con churros en la terraza de una cafetería, me extrañó ver que nos dirigíamos a la angosta calle Vendeja, que no gozaba de buena reputación debido a las peleas nocturnas en las que se enzarzaban los turistas pasados de copas. Allí se encontraba una tienda llamada Al este del Edén, donde se vendían toda clase de artículos de coleccionismo relacionados con el séptimo arte. A los dos nos entusiasmaban las películas, especialmente las de terror, aunque mi primo había visto muchas más que yo, porque, además de ser un cinéfilo voraz, me llevaba siete años.


Al abrir las dos puertas acristaladas de la tienda, hallé el rostro melancólico de James Dean, que me miraba fijamente desde un póster clavado a la pared con chinchetas. A su lado, Judy Garland me sonreía dulcemente en algún lugar sobre el arcoíris. Quizás la pecosa niña de los chapines de rubíes no era tan ingenua, y lo que pretendía era distraerme de la amenaza que se cernía sobre mí: Clint Eastwood, con su Magnum 44, me apuntaba al cogote con gesto inmisericorde.


Mi primo se acercó al mostrador, sobre el que había un deteriorado tocadiscos, y saludó al dueño de la tienda, un treintañero calvo y de ojos chispeantes que parecía haberse escapado de un casting para interpretar a Lex Luthor. Pero lo que más me llamó la atención de él fue su voz áspera y su jerga madrileña, en la que empleaba constantemente palabras como macho, tronco o majo.


—¡Pero macho! Hace mil años que no te veo. ¡Ya era hora, tronco! ¿Quién es ese niño tan majo? —indagó el dueño, elevando una ceja al notar mi fascinación por los pósters de su tienda.


—Es mi primo, paisano tuyo. Ha venido a Málaga a pasar unos días.


—Yo también vine de vacaciones una vez y decidí quedarme. Es lo mejor que he hecho en toda mi vida, macho —afirmó el dueño, cerrando con gesto categórico un llamativo cuaderno violeta en el que poco antes había estado escribiendo.


Mi primo, que ya conocía todos los detalles de su singular historia, cambió rápidamente de tema y le preguntó por el póster de una película con un título en inglés que yo jamás había oído. Sin concederle demasiada importancia al asunto que trataban, me dediqué a hojear los álbumes de afiches que descansaban sobre dos mesas de madera maciza. Impaciente por no dar con lo que buscaba, me deslicé hacia las estanterías repletas de libros sobre directores de cine y estrellas de Hollywood. Por entonces, mi interés se centraba en las películas de Alfred Hitchcock y enseguida localicé un desgastado tomo que desgranaba su filmografía con abundantes fotos en blanco y negro. Lo llevé con premura al mostrador, sin haber reparado aún en su elevado precio.


—¿Estás seguro de que quieres comprarlo? Está escrito en inglés —me indicó mi primo, pasando las hojas con rapidez.


—No importa. Tengo un diccionario en casa —aseguré, mientras me percataba de que tendría que invertir toda mi paga para hacerme con el anhelado libro.


En ese instante, el dueño extendió sobre el mostrador un póster polvoriento en el que aparecía un siniestro personaje ataviado con sombrero alto de castor, un abrigo Inverness y una capa negra cuyos pliegues le conferían la apariencia de un vampiro con las alas abiertas.


—Es Lon Chaney, el hombre de las mil caras —me explicó mi primo, ávido por despertar mi interés.


—¿Lon Chaney? —repetí, tratando de memorizarlo.


El rostro de aquel personaje era de una palidez sobrenatural. Tenía el pelo blanco, largo y estropajoso, ojos saltones, pronunciadas ojeras, y una pavorosa boca por la que asomaban dos filas de dientes afilados e idénticos a los de una piraña. Sus dedos, flexionados en una exagerada pose propia del cine mudo, parecían querer salir del póster.


—Si yo fuera tú, no lo miraría fijamente. Podría hipnotizarte y obligarte a hacer cosas que no deseas —me advirtió el dueño con gesto serio.


—Es una película muda sobre un hipnotizador que se hace pasar por un vampiro —aclaró mi primo—. Tod Browning la rodó cuatro años antes de Drácula. Tiene el mejor título posible para una película de terror: London After Midnight. O, lo que es lo mismo, Londres después de medianoche.


—Cuando se estrenó en España, alguien tuvo la absurda idea de cambiar el título por La casa del horror —puntualizó el dueño, haciendo gala de su erudición.


Agarré a mi primo por la muñeca y le hablé en voz baja, temeroso de que la imagen de Lon Chaney en el póster pudiera oírnos.


—¿Crees que la película estará en el videoclub de tu barrio? —tartamudeé.


—¡Esta película no existe! —afirmó mi primo con aire intrigante, mientras observaba al dueño de la tienda enrollar el póster.


—¿Cómo que no existe? Si me acabas de decir que la rodó Tod Browning —repliqué indignado, creyendo que me estaba gastando una broma.


—Nadie la ha visto desde su estreno en 1927 —reveló mi primo, compungido—. La única copia que quedaba en todo el mundo se quemó en un incendio en los estudios de Metro-Goldwyn-Mayer.


—Fue por culpa del nitrato de celulosa —sentenció el dueño mientras guardaba el póster en una bolsa de papel que, a continuación, entregó a mi primo.


—¿Qué es el nitrato de celulosa? —pregunté.


—Es el material con el que se fabricaban los rollos de las películas antiguas. Parece ser que ardían con demasiada facilidad —expuso el dueño—. De todas formas, es posible que alguna copia se salvara de las llamas…


—Yo también he escuchado esa historia sobre un coleccionista que guarda una lata en su desván. Sinceramente, no creo que sea cierta. Y, aunque lo fuera, la película estaría tan deteriorada que sería imposible recuperarla —argumentó mi primo.


Con un maquiavélico arqueo de cejas, el dueño nos indicó que lo siguiéramos hacia las mesas de madera. Después, abrió uno de los álbumes y examinó los afiches hasta hallar el retrato de una actriz menuda, de tez pálida, cabello azabache y mirada lúgubre.


—Ella es Marceline Day —nos dijo—. Actuó en la película. El caso es que un amigo mío, que viaja a Hollywood con frecuencia, me contó que fue invitado a su mansión y asistió a una proyección privada de London After Midnight.


—¿Lo ves? ¡La película existe! —exclamé, gozoso.


—Si existiera, ni tú ni yo podríamos ir a Hollywood este fin de semana para comprobarlo —replicó mi primo—. Pero no te preocupes, tengo grabada en VHS La marca del vampiro. Es la nueva versión que Tod Browning rodó años después.


—¡No es lo mismo, tronco! —rebatió el dueño con vehemencia—. En ella no actúa Lon Chaney, porque había muerto de neumonía.


—¡Yo quiero ver London After Midnight! —grité, encaprichado irremediablemente.


Ignoraba el peligro al que me exponía pronunciando aquellas triviales palabras. De repente, los tubos fluorescentes se fundieron y la persiana metálica de la tienda descendió hasta quedar encajada en el suelo, dejándonos encerrados en completa oscuridad.


—Ten cuidado con lo que deseas, majo. Podría hacerse realidad —susurró el dueño. 


Después, prendió una cerilla y la colocó a escasos centímetros de su mentón, creando un efecto fantasmagórico en su rostro.


Entonces, noté que me mareaba y que mis dedos se aflojaban. Dejé caer al suelo el libro de Alfred Hitchcock y cerré los ojos para no ver al dueño, que hacía horripilantes muecas con la intención de asustarnos. Luego, me tapé los oídos para no escuchar la truculenta historia que comenzaba a relatar.


—En 1928, apenas un año después de que se estrenara la película, un hombre llamado Robert Williams asesinó a una camarera en Hyde Park. Lo hizo rajándole el cuello con una navaja de afeitar. En el juicio, confesó al tribunal que había cometido el crimen después de que se le apareciera Lon Chaney y lo hipnotizara.


—Conozco esa historia —añadió mi primo—.


 Robert Williams estaba obsesionado con London After Midnight. Además, sufría ataques epilépticos que le nublaban la razón. El juez lo condenó a la horca, pero finalmente fue indultado y pasó el resto de su vida encerrado en un manicomio.


—A propósito de estar encerrado. ¿Queréis escuchar algo realmente acojonante? —preguntó el dueño, intentando contener la risa.


Me destapé los oídos y abrí los ojos, esperando confirmar mis sospechas. Quizás el dueño estaba a punto de confesarnos que el espíritu de Lon Chaney vagaba por la tienda, o peor aún, que se había apoderado de su alma. Sin embargo, su respuesta fue aún más aterradora.


—Olvidé en casa la llave que abre la persiana metálica. Estaremos encerrados aquí hasta que el chico de la limpieza venga a abrirnos.


—¿Y eso cuándo será? —inquirí, aguantando mis repentinas ganas de hacer pis.


—Dentro de dieciséis horas. Por cierto, espero que no tengáis miedo a la oscuridad. Se me han acabado las cerillas —reveló el dueño con insultante calma, antes de soplar la llama y devolvernos a las tinieblas.


Apenas unos instantes después, el plato del tocadiscos que había sobre el mostrador comenzó a girar. A través de los altavoces colgados en el techo, se hizo presente la aterciopelada voz de Judy Garland cantando Somewhere over the rainbow. Retrocedí varios pasos, desconcertado por lo que ocurría a mi alrededor. El plato del tocadiscos giraba a una velocidad cada vez mayor, distorsionando la voz de la niña hasta hacerla irreconocible. A la sazón, sentí en mi nuca el frío acero del cañón de una Magnum 44. 



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