LA CASA TRISTE
Un relato de Antonio Ramos
Agosto de 2005. Hacía un tórrido día de verano en una localidad de la Costa del sol. Eloy, un joven comercial de cursos de idiomas, esperaba en el coche a que dieran las cinco en punto de la tarde. Había conseguido concertar una visita que tenía buena pinta, cosa complicada en un mes como aquel. Era su última esperanza para arreglar una racha desastrosa de ventas que lo tenían con un pie fuera de la empresa.
A la hora exacta, como un reloj suizo, tocó el timbre de un adosado que se encontraba en una urbanización nueva del pueblo. Era una vivienda unifamiliar como tantas otras en la periferia de cualquier ciudad o pueblo. Cruzó los dedos y esperó con una media sonrisa que le abrieran la puerta.
En principio fue bien, lo estaban esperando. Una mujer de unos treinta y pocos años, le abrió la puerta y lo invitó a pasar. Se estaba bien dentro del pequeño chalet, el ambiente era fresco y todo estaba pulcramente limpio y ordenado, quizás demasiado. Desde que entró en la vivienda sintió una sensación difícil de explicar, como un peso invisible que aplastaba cualquier alegría.
Cuando entró al salón, se sorprendió al encontrar a varios niños, al menos cinco. Uno, un bebé, dormitaba plácidamente en un capazo, mientras el resto jugaban en el suelo con muñecos o dibujaban en una mesita, nada extraño si no fuera por la quietud que imperaba y porque siempre que había llegado a una casa con niños lo que menos había encontrado era silencio.
Le llamó tanto la atención la escena que nada más sentarse a la mesa para empezar la entrevista le preguntó por los niños, la mujer risueña contestó que no eran suyos, bueno… sólo la pequeña del capazo, había sido madre hacía poco tiempo. El resto eran niños de acogida, ella y su esposo José eran padres temporales para niños desamparados. Es admirable, respondió Eloy, sincero. No cualquiera puede hacer algo así. Ella inclinó la cabeza con una tímida sonrisa, pero sus ojos reflejaron algo distinto, una mezcla de desasosiego y agotamiento.
Mientras ella servía un vaso de agua, se presentó como Ruth, una veterinaria que hacía una sustitución en el ayuntamiento. Estaban charlando cuando mencionó que debían esperar a su esposo, que había salido a hacer algunas compras. Eloy aprovechó el tiempo para hablar de los cursos, tratando de mantener la conversación, aunque la sensación de pesadez en el ambiente seguía allí, como una sombra invisible.
El esposo llegó poco después. Era un hombrecillo bajito, delgado y con unos ojos fríos, pequeños y de mirada fija. En ese momento Eloy supo dos cosas, que no iba a vender el curso y que iba a lidiar con un tipo desagradable.
Desde ese instante, todo cambió. Ruth, que había sido amable y sonriente, se volvió sumisa, incluso nerviosa. Le cedió su asiento a José, quien se dirigió a Eloy con un tono condescendiente y chulesco.¿Así que vienes a vendernos un cursito de inglés?, dijo, mientras se sentaba.
Durante la conversación, José habló de su pasado como soldado profesional en la guerra de Bosnia y de sus planes para volver a Córdoba, donde esperaba encontrar un trabajo como conductor. Ruth intervino para resaltar lo buen padre que era, mientras ella trabajaba José se ocupaba de la casa y los niños. Eloy pensó que quizás no era un mal tipo y que se equivoco prejuzgándolo, pero esos ojos sin emoción le decían lo contrario. Mientras José continuaba hablando de los valores y la educación que quería dar a su hija y a los niños de acogida.
Cuando llegó el momento de cerrar la venta, Ruth parecía entusiasmada con la idea del curso. Sin embargo, José cortó cualquier posibilidad.No tenemos tiempo ni dinero para estas cosas. Gracias, pero no nos interesa.
Eloy se despidió con cortesía, pero no pudo evitar sentir alivio al salir de aquella casa. El ambiente, la frialdad de José y la sumisión de Ruth habían dejado una marca en él.
Ya en el coche, llamó a su jefa. ¿Has vendido o no?, la jefa como buena castellana no se ando por las ramas. Le contó la entrevista y lo difícil que había sido tratar con un tipo que probablemente había terminado tocado en la guerra. Aunque normalmente no toleraba excusas, esta vez pareció aceptar su relato.Son cosas que pasan, pero que no se haga costumbre, dijo, y colgó.
El verano terminó, Eloy dejó el trabajo de comercial y se centró en las oposiciones que había estado preparando. Su vida siguió adelante, pero el recuerdo de aquella casa triste y la mirada de José lo perseguían en pequeños flashes que se negaban a desaparecer.
Octubre de 2011, seis años después, Eloy llegó a casa tras un largo día en el instituto. Encendió la televisión para distraerse mientras cenaba, y ahí estaba. El rostro de José, aquel hombre que había conocido en la casa triste. Y sus ojos. Fríos, pequeños y fijos, como los de un depredador al acecho. Los ojos de un asesino.
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