Un relato de José Ruiz Anagaru.
Instagram: @agaruartist Web: www.anagaru.es
Recuerdo la
primera vez que morí. Las nubes se mezclaban con la tierra y el viento doblaba
los almendros dejándolos sin flores. Las perdices gritaban en el fondo del
estanque y las carpas cantaban tangos desalientados. El fango hacía muy pesado
mi caminar por el sendero de la desazón. Recorrí gran parte del camino
acarreando el saco de los muertos, queriendo coger el sol y encerrando la luna
entre mis miedos. Abrí el paraguas bajo las caricias, los abrazos y los besos.
Pisoteé las miradas, las sonrisas y los sentimientos. Subí hasta el fondo de la
torre de chocolate, levanté una muralla de sábanas de esparto y me abastecí del
manantial de cebada hasta ahogarme en mi lamento.
Me perdí en
una calle del centro. La recorrí de arriba a abajo y de abajo a arriba. Caminé
por el techo y fui empujando todas las puertas de los soportales, hasta que al
final una se abrió. Entré a un vasto bosque iluminado por gatos que brillaban
en la oscuridad. El suelo era de mármol blanco pulido y los frutos de los
árboles eran cráneos de todas las especies animales, incluida la humana. Por
los ríos fluía la sangre hasta llegar a un estanque octogonal, donde se
ahogaban los flamencos negros. El lamento de las flores de metal me susurraba
en los oídos, acompañado de un vendaval de polvo del infierno. Descendí por un
sendero de espinos desechando las zarzamoras y encalleciendo mi alma. Caí por
el precipicio del desapego y me golpee la cabeza con una gran piedra solitaria.
Desperté en
una habitación oscura, cubierto de mugre y de restos de comida putrefacta. La
ropa sucia se amontonaba encima de los muebles, incluso de los vasos con
culitos de café y cerveza. Me estaba meando y cagando, así que fui al baño a
toda prisa. Mientras defecaba, los rayos de sol se filtraban por el cristal de
la ventana. Esa sensación de calor en mi cuerpo me hizo sentir muy
reconfortante, y sentí vida en mi carne, en mi corazón. Sentí lucidez en mi
cerebro y energía por todo mi cuerpo. Salí fuera de la casa y corrí entre los
almendros en flor, sintiendo la brisa del viento en mi pecho y el cantar de las
perdices en mi estómago. Bajé a la ciudad y me enredé en los hilos de la gente,
rompí la coraza y limé todos los callos de mi alma, sintiendo la fuerza de
todas las cosas, sintiendo como la vida volvía a fluir en todo mi ser.
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