(Basado en hechos reales)
Crónica de Francisco Romero Romero
Corrían mediados de los años setenta cuando aquel hecho, de pronto, ocurrió. Un suceso que, si bien al principio me marcó profundamente, con el tiempo fue desdibujándose en la memoria, como se diluye un azucarillo en el fondo de un vaso de café. Dicen que el tiempo lo cura todo. Quizá tengan razón. O quizá lo único que hace es envolverlo todo en una niebla espesa que nos impide mirar demasiado de cerca.
Tenía yo apenas catorce años, si no me falla la memoria. Para un chaval de
entonces, algo ingenuo, al que le gustaba escuchar a Camilo Sesto en su
Jesucristo Superstar o a Jarcha con su “Libertad sin ira, fue una experiencia
traumática, de esas que no se olvidan jamás, aunque uno lo intente.
Y ahora, el lector se preguntará: ¿Qué ocurrió? Lo iré desgranando con el
cuidado que permite un recuerdo cincuenta años después, ordenando las piezas
con la torpeza inevitable del tiempo.
Es curioso, si ahora le preguntase al lector qué conserva en la memoria de
sus catorce años, seguramente evocaría los primeros amores, los descubrimientos
de las emociones nuevas que entonces parecían eternas. Pero conviene hacer una
precisión, los catorce años de ahora no son los de antes.
No existía internet, ni móviles, ni televisión por satélite. No nos
encerrábamos en los dormitorios, porque ni siquiera teníamos televisión en
nuestro cuarto. Salíamos a la calle, buscábamos a los amigos por intuición y
costumbre visitando los lugares donde normalmente íbamos, y si no nos
encontrábamos, simplemente no nos veíamos. Era así.
En el setenta y cinco, setenta y seis, ya había aparecido la droga. Y con
ella, la tragedia. La heroína, no la heroína valiente de los cuentos, sino la
otra, la que llega en silencio y no se va jamás se coló en nuestras vidas. La
llamaban "caballo", y a muchos los abrazó con una fuerza traicionera
que nunca los soltó. Se llevó a varios de mis amigos. Sin ruido, sin gloria.
Éramos tres inseparables, apenas unos meses de diferencia de edad entre
nosotros. No mencionaré sus nombres por el respeto y anonimato que se le debe y
por si alguno, quién sabe, pudiera reconocerse en este relato. Los llamaré JCA
y FCR. El tercero soy yo.
Conocí a JCA unos años antes, cuando sus padres llegaron desde el Marruecos
español. Tuvieron que emigrar tras la muerte del dictador, cuando todo en
aquella tierra parecía volverse incierto para los españoles.
Lo conocí en el colegio público del pueblo, uno de los dos que había y
desde entonces fuimos inseparables. Él también fue parte de lo que estoy a
punto de contar. De hecho, cuando nos vemos, todavía recordamos aquello con una
mezcla de incredulidad y melancolía. Porque hay recuerdos que duelen, incluso
cuando se cuentan con una sonrisa.
FCR, nació en Persia, así se llamaba antes la República Islámica de Irán,
llegado con sus padres y una hermana huyendo del futuro que ya se vislumbraba
en su país. Se establecieron en Fuengirola, donde fundaron una pequeña
comunidad religiosa, la Fe Bahá'í.
Nosotros, chavales de barrio, no entendíamos nada de confesiones religiosas
ni de revelaciones. El padre de FCR nos hablaba de un solo Dios, de la unidad
de la humanidad, de los profetas.
“La tierra es un solo país y la humanidad sus habitantes”, solía decir.
Le escuchábamos por educación, más que por interés. Y con la menor excusa,
escapábamos al bullicio de la calle.
Pudieron haberse instalado en cualquier otro lugar, pero el destino quiso
que nos encontráramos y durante aquellos años, fuimos verdaderamente amigos. De
JCA conservo todavía el lazo, aunque más espaciado. De FCR no sé nada. Ni
siquiera si vive.
Y hay una cuarta figura en esta historia, JU.
Siempre pensamos que fue él quien desató todo lo que ocurrió. No era del
todo parte de nuestro círculo, pero se unía a veces. Su vínculo era FCR, o
mejor dicho, las familias de ambos.
Y ahora, al fin, el relato.
Era agosto de 1974. Calor seco. Media mañana de un lunes cualquiera. Yo
estaba solo en el local comercial que regentaba mi padre. Serían sobre las once
y media de la mañana cuando entró un hombre. Alto, serio.
¿Es usted Francisco R?
Me sorprendió aquel "usted", tan impropio para un chaval de
catorce años.
Sí, respondí.
Soy inspector de policía.
Evidentemente del nombre no me acuerdo pero sí hoy lo volviera a ver lo
reconocería de forma inmediata, moreno, pelo rizado con gafas metálicas doradas
y bigote con perilla. Lo estoy viendo cincuenta años después.
Confieso que sentí un vuelco en el estómago. ¿Qué querría la policía de mí?
Me hizo varias preguntas, con un tono correcto pero firme:
¿Dónde estuvo usted la noche del domingo al lunes?
¿Con quién estuvo?
¿Conoce usted a FCR?
Le contesté que había ido al cine con JCA, lo cual era verdad porque íbamos
todos los domingos y luego me fui a casa.
Los domingos por la noche solían emitir una serie que me gustaba mucho,
Curro Jiménez.
Le aseguré que JCA también regresó a su casa. Y sí, sí conocía a FCR, pero
hacía semanas que no lo veía.
La policía sabía de la amistad entre JCA, FCR y yo, o al menos de nuestra
cercanía. El inspector me pidió que acudiera a comisaría con mi padre ya que yo
era menor de edad. Todo el tiempo fue correcto, lo reconozco, aunque el susto
no me lo quitó nadie.
Le pregunté qué ocurría. Por qué me preguntaban por FCR. Y la respuesta me
dejó sin palabras. Bloqueado.
Esta noche, en el olivar de la calle…detrás de la oficina de Unicaja ha
habido un asesinato. FCR está detenido. Había dicho que JCA y yo éramos amigos
suyos lo que evidentemente era cierto.
El inspector, aparentemente satisfecho con mis respuestas, se despidió. Lo
hizo con la misma corrección con la que había llegado, pero no sin insistir una
vez más en que debía presentarme con mi padre en la Comisaría de Policía.
Tan pronto abandonó el local, llamé a mi padre para contarle lo que había
ocurrido. También llamé a JCA quien me dijo que igualmente habían estado
hablando con él y le dieron el mismo consejo, que acudiera con su padre a
Comisaría.
No pasó ni media hora. A mediodía ya estábamos allí los cuatro: dos
adolescentes y sus padres, atravesando el umbral de la comisaría con el corazón
en un puño y un montón de incógnitas apretando la garganta. Lo cierto es que,
para entonces, FCR ya había aclarado que, aunque nos conocía, ni JCA ni yo
teníamos nada que ver con los hechos.
Pero la gran pregunta persistía, enorme, pesada como una piedra.
Es aquí cuando entra en escena JU.
Como conté antes, JU no era exactamente nuestro amigo, pero flotaba
alrededor de nuestro grupo por la relación que mantenían las familias. Lo que
no podíamos imaginar es que ese vínculo escondía una ponzoña silenciosa. JU,
según supimos después, iba llevando chismes, insinuaciones, comentarios velados
al padre de FCR por su comportamiento..
Gotita a gota, día tras día. La severidad del padre, férrea, inflexible,
innegociable, convirtió aquella convivencia en un imposible.
La rectitud del padre de FCR, sí, y digo bien, exclusivamente del padre,
porque a decir verdad, de las veces que estuve en su casa se veía claramente
que quien tomaba las decisiones, por decirlo de alguna manera, era el padre,
haciendo que entre FCR y su padre aumentase una tensión que terminó por que FCR
un día, sencillamente, se fue.
JCA y yo sabíamos lo que había pasado. Nos lo había contado él, entre
frases entrecortadas y gestos de impotencia. Pero lo sorprendente fue lo que
ocurrió después.
Como si nada hubiera sucedido, quedamos un día los tres, como tantas veces
en el pasado.
La cita era la misma, pero FCR… no.
Vestía con ropa cara, hablaba con desparpajo y empezó a presumir de dinero.
Nos invitaba con generosidad inesperada.
Nosotros, asombrados, no sabíamos qué pensar. Lo conocíamos demasiado bien
como para creernos aquel nuevo personaje, pero no preguntamos. Quizás por
lealtad. Quizás por miedo a escuchar una respuesta incómoda.
Más tarde, cuando todo estalló, FCR explicó a la policía lo que había
vivido tras abandonar su casa. Contó que, empujado por los chismes, esa forma
insidiosa de violencia que destruye desde dentro, se refugió en un hombre que
solía pedir limosna en la puerta de la iglesia a las salidas de misa. Un
mendigo. Se fue a vivir con él.
No diré más. Prefiero dejar a la imaginación del lector lo que pasó en
aquella convivencia improbable entre un adolescente herido y un marginado con
rostro curtido por el tiempo. Yo, al menos, nunca me atreví a preguntarle nada
cuando lo volví a ver años después, ya libre, tras cumplir condena primero en
un correccional de menores y luego en prisión.
Lo único que supe, porque él mismo me lo confesó, fue cómo ocurrió todo.
FCR se dio cuenta, con el tiempo, de que aquel mendigo no era tan pobre
como parecía.
Manejaba cantidades de dinero que no se correspondían con su aspecto.
Una noche, junto a otra persona, decidieron asaltarlo. Lo esperaron en el
olivar que hay detrás de Unicaja. Y fue allí donde todo se torció.
De las andanzas de su compañero de fatigas hablaré en otro relato ya que
según él me contó protagonizó motines de los que a finales de los setenta se
producían antes en las prisiones. Hoy ya no se producen,
Según me dijo, las cosas se salieron de control. Las intenciones eran
otras, pero el mendigo acabó muerto.
La mala suerte de FCR o tal vez su destino fue que aquel hombre guardaba
una fotografía suya. Una simple imagen. Pero suficiente.
La policía tiró del hilo, y el resto… ya lo conocen.
Hace poco, con ayuda de las redes sociales hice algunas gestiones para ver
si podía contactar con él, de saber cómo le va pero parece que la tierra se lo
ha tragado ¿Quién sabe?
Quizás sea verdad pero he de confesar que después de tantos años sin saber
de él sí quisiera saber si llegó a rehacer su vida, si tiene familia, hijos o
si acaso murió.
Emotivo relato, y muy bien narrado, que nos transporta a aquella época incierta, y afortunadamente ya lejana. Felicidades, Paco Romero.
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