REQUIEM EPISTOLAR
Un relato de Paco Bravo
Remito esta carta desde el nombre de Francisca Salas, pero soy su paciente predilecta: Remedios. Seguramente cuando leas esta carta ya estará mi marido incinerado y en su urna junto a la de mi hijo Francisco. Jamás hubiera deseado este final. Mientras se levantaba del sillón, alzandome la mano y su rostro verde como un fruto inmaduro, sentí una profunda tristeza, mezclada de satisfacción pero también arrepentimiento. Todo ello mientras veía en el televisor las imágenes de nuestro hijo dilapidado y acribillado a tiros en Kosovo. Además me molesté en reproducir la voz de él de los reportajes de guerra. El enalapil, el escitalopram que siempre tomaba y el antrabus mezclado con el vino que le puse al caldo hicieron su efecto. Tenía usted razón en lo del estímulo: sin las imágenes y sonidos el infarto cerebral hubiera sido imposible.
Cuando lo vi caer y llamé a la ambulancia, no me entró la necesidad de reanimarlo. Jamás pensé que me podría dar igual ver a alguien morir en el suelo, menos aún siendo mi marido. Soporté estos diez años saliendo escasamente a la calle, pidiendo permiso, soportando sus gritos, achaques y llantos. Me quebraba la cabeza para cocinar algo que le gustara porque siempre le parecía mal la comida. La vez que usted vino a casa para diagnosticarlo me costó una paliza y una semana encerrada, pues los vecinos no podían ver mis ojos morados. Francisco padre se convirtió en un ser deleznable, tirano y abyecto, peor que un bebé descontrolado y maligno. Se quejaba de algo y al rato de lo contrario. Poco a poco aprendí a soportarlo, aunque jamás una se acostumbra a ser despreciada a diario.
Pero lo más duro de todo fue la recreación que tuve que hacer y mantener. Conseguir todo el noticiero desde el 95 al 98 en VHS. Tener que reproducir a diario imágenes de Francisco era una tortura. Y además no podía llorar porque se enojaba. Mantuve esa mentira temporal con las cortinas viejas, la maldita mesa camilla y; esa estufa, pagando de luz el doble que todas las vecinas. No me dejaba salir a desayunar al bar de abajo. Tenía que decirle a Juanita y a Paca que ni se les ocurriera hablar de actualidad y que dentro de mi casa solo se podía hablar de las grandes hazañas de mi hijo, pues para Francisco tenía que estar vivo. Tuve que gastar un dineral en mantener esa televisión vieja, e ir al mercadillo a comprar muebles provenzales porque con los ataques de ira siempre rompía alguno. Durante diez años mi casa ha sido un bucle que empezaba el 4 de Abril del 95 y acababa el 10 de Febrero del 98, pues como usted sabe, el 11 ocurrió la tragedia. Tres años repetidos en diez. Una tortura eterna. Jamás reconoció sus horrores, y eso me dolió más que sus golpes.
Pero por fin acabó la agonía. Como usted dijo: todo tiene su fin. Según la autopsia es una muerte derivada de una mezcla de medicamentos, algo común en ancianos seniles. Gracias por recetarme pastillas de la tensión y alcohol; y diagnosticarle demencia senil. No sé cómo recompensarle. Mil gracias son insuficientes. Matarlo fue un acto de caridad. Lo primero que haré será tirar esa podrida tele.
Con el paso de los meses podremos vernos con frecuencia, así no habrá sospechas. Usted ha sido mi verdadero apoyo en estos años. Se que tiene mujer y no quiero comprometerle. Solo quisiera contarle al detalle como se dieron los sucesos, pues pienso que este pasaporte a la libertad tanto mía como a la de él les pertenece a usted y a mi hijo. Ojalá pudiera compartir este alivio contigo por un medio que no fuera esta carta. Por fin estoy en paz y me refugio en lo único que me ha salvado estos años: la escritura.
Postdata: Un abrazo, doctor Manuel Gonzalez. No sé preocupe si estoy sola, pues ya lo estaba. Por fin, después de diez años podré pasar el duelo de mi hijo. Y quizás el de mi marido, aunque siento que no.
13 de Agosto de 2008. Leganés, Madrid.
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