LA PLUMA SIN TINTA

Bienvenidos a este rincón donde literatura y otras artes se dan cita como fanzine digital y en papel.

27 de junio de 2025

PELOTAS AL CIELO (Relato, Paco Bravo)



PELOTAS AL CIELO
Un relato de Paco Bravo


Otro más que había muerto en la Loma, Pedro. Un baluarte del club. Desde los setenta como jugador, desde los ochenta como entrenador y en los noventa vicepresidente. Una camiseta blanquiazul, con su marco plateado y el número  cinco. Marcola, su apellido. Abogado del innegociable Cuatro Cuatro Dos. 

-Juan, tú no tienes el pie de tu padre. Juegas en defensa y entra antes que el delantero reciba, si no estás muerto.- me dijo Pedro en 1984, cuando tenía yo dieciocho. 

 Cuando él era técnico nos mantuvimos varios años. Jamás subíamos pero tampoco bajábamos, de categoría. Para los equipos de ciudad como Antequera, Campillos o Alora, nuestro campo, el Gerard Brenan, era un infierno de albero donde con contacto y juego aéreo, como mínimo perdían. Nuestro campo era nuestra casa, aunque no tuviera gradas pero sí barandas. Toda la aldea se arrimaba a las barandas oxidadas que el mismo Pedro o yo pintábamos de blanquiazul. 

La aldea entera alentaba a pie de campo, y los gritos se escuchaban a kilómetros. No faltaba una madre, mujer o hijo cada domingo por la mañana. Y a espaldas de la portería visitante una alfombra de matorrales silvestres y punzantes que obligaban al portero rival tener que gastar dos minutos incómodos en coger el balón. Los utileros se hacían los tontos. El Edu, que era adolescente con tintes criminales, soltaba al terreno de juego un perro para perder tiempo. El Gerard Brenan, por otro lado, era el único campo de futbol por el que pasaba la vía del tren. De noche era iluminado por esos incandescentes y lumínicos focos, pero solo a mitad del campo. 

No había otra opción para los lomeños: fuéramos mejores o peores, teníamos que jugar, sí o sí, con ese escudo compuesto por un avión y cuatro franjas azules. Mientras en otras barriadas ya jugaban en canchas con césped artificial, nosotros aún manteníamos nuestro imperioso albero; y mientras el ayuntamiento nos expulsaba con su ausencia, siendo el único club de la ciudad que no tenía césped; nosotros ganábamos partidos diblando a los contrarios, que se agarrotaban en los hoyos de nuestra particular plaza de toros; y sobretodo, abusando del juego aéreo. 

  Una cancha desproporcionada, rectangular y con holgura en la zona izquierda. Pero era nuestra casa. Todos conocíamos el campo de guerra, y yo, teniendo grandes habilidades para el cuerpeo pero ninguna con el balón, sabía golpear pelotazos milímetros que caían a nuestro delantero Pato, torpe y destartalado, pero de cabeza las enganchaba todas. También en nuestra casa contábamos con la hora en que el avión de Madrid volaba por encima, minutos en los que siempre se desconcentraba el rival.

- Pega un balonazo y cuando pierdas de vista el balón da dos pasos y controla de pecho- me dijo mi padre en 1973. 

 Lo intenté varias veces pero no pude. Tampoco aprendí bien a dar golpeos de falta pese a que él me ayudó. Mi padre esperaba que el avión pasara para pegar un balonazo al cielo y que pudiera suspenderse en el aire casi un minuto. Era una única forma de controlar un balón que bajaba del cielo sin poder verlo ni escucharlo.

 Jugó en el Málaga y después de una lesión grave volvió al club, donde siempre estuvo vinculado. Cuando el Pájaro, Román, Pepillo o los Morales no querían hacerse cargo del juvenil o regional (el equipo de adultos) ahí andaba siempre mi padre como interino. Yo, siendo jugador, le ayudaba a plantear partidos, pero en la cantina del campo siempre andaban los vecinos opinando. Entre whiskeys y dominós todos eran técnicos. De nada servía que mi viejo hubiera jugado contra Cruyff, Breitner o Del Bosque. La táctica colectiva era norma categórica en la cantina. Pues todos habían colaborado en el club: El Pájaro había construido los baños, Pedro había armado la cantina con sus constructores. Pepillo, que poseía la gran parte de los terrenos de la Loma, ponía la mayor pasta y, Román, que tenía la empresa de hormigones, renovaba todos los años el albero, una tierra que cada vez era más cara, a la par que obsoleta. 

 En los noventa me hice al tanto de la presidencia. Román había muerto, pues era complicado durar tanto bebiendo coñac por la mañana, cerveza al medio día y a la noche whiskey. Pepillo había caído enfermo y sus hijos no llevaron bien sus asuntos ganaderos. Sus terrenos fueron intervenidos por el Banco Malo, lo que incitó que una plaga de Okupas se apropiara de los terrenos. 

 En la Loma ya quedábamos menos. Cuando era niño jugaba en la carretera porque el campo siempre estaba ocupado. De hora en hora parábamos el juego porque pasaba algún coche. Ahora, en cambio, faltan personas y balones.

Soy el peor presidente del club: no consigo más que mantener un equipo alevín y otro infantil. Y todo ello porque los clubes cercanos renuncian a estas categorías. 

 Los pocos vecinos de la Loma se fueron a otros lugares. Sobre la Loma cada vez pasan más aviones. Creo que acabaremos sordos o radioactivos como Chernobyl. Desde que en el aeropuerto hicieron esa maldita segunda pista, los rentacares y parkings han invadido la aldea; y nuestros vecinos ahora son una plaga de coches. 


Y allí, velando a Pedro, con las gentes que aún siguen o que ya se fueron,  andabámos en nuestro nuevo lugar de encuentro: el bar de Parcemasa. Total, al menos te refugias de la lluvia, pero nada que ver con la cantina de nuestro Gerard Brenan. Era Enero de 2015, y nuestro último vaquero había muerto. Con él se iba la historia de nuestro Atlético. Mi padre, el Pájaro y los Morales tambien habían muerto.  Era yo el único que quedaba y la gente quería que mantuviese vivo el club. Las reliquias suelen aumentar valor con el tiempo, el problema es mantenerlas cuando su coste es inviable. La cantina anda abandonada, y los matorrales invaden la mitad del campo.

Todo el mundo me buscaba, pareciera que fuera a mí a quien le dieran el pésame y no a la mujer de Pedro. Sabían que muriendo Pedro el club también perecería, pero la casa de la Loma se había convertido en el típico cortijo lindo, lleno de recuerdos pero que el resto del año yacía en olvido. 

- Ahora que Málaga ha instalado su ciudad deportiva puede tener más posibilidades de mantenerse- afirmaba la viuda de uno de los Morales. 

Interrumpió uno de los hijos de Pepillo.

- Recuerdas cuando remontamos al Antequera? Todo el mundo allí en casa, ningún lomeño faltó.

 Y entre tanto tumulto apareció casi en silla de ruedas Ben Barek, una leyenda marroquí del Málaga que fue compañero de mi padre. Se acercó a la barra. Yo estaba bebiendo, en honor a todos los lomeños. El Wiskey y el juego aéreo había mantenido nuestro humilde club de todo el acoso municipal. Ben Barek siempre me cayó bien. Siempre fue un tipo humilde, de gran sabiduría futbolística, y, desde que dejó el fútbol profesional siguió de cerca el fútbol local. Conocía bien nuestra historia, como la de todos los clubs de barriadas de Málaga. Pero desde que le dieron ese premio de honor el Málaga CF, que durante tantos años le escupió, su mirada era diferente. Se dirigió a mí.

 - Juan, te acuerdas de mí? Te acuerdas cuando te sentabas al lado mía en los campos?

- Sí, y hablábamos de los jugadores que destacaban en los clubs de barrio. Muy pocos llegaron a primera, pero unos pocos sí que llegaron a segunda.

- Cierto. Precisamente del fútbol base quería hablarte. 

-Dime-muy serio, no me gustó su tono cínico.

- El Málaga CF tiene una oferta para ti. Necesita un campo para explotar los centros de alto rendimiento. Ya sabes, un nuevo modelo que se usa ahora para mejorar a los jugadores. 

- No me interesa, Ben, gracias.

-Dejame que termine, Juan. Tendrás por fin el campo de césped que tanto habéis soñado los lomeños.

No quise golpearle: uno porque tenía la edad de mi padre, dos porque fue compañero de él y tres porque se que pasó penurias económicas y ahora el club le estaba dando cierta estabilidad. Igualmente, el sabía que mientras yo estuviera vivo el club sería la casa de la Loma. 

- Ben, te lo diré con el máximo respeto. Y sólo porque fuiste compañero de mi padre. Sabes lo que es el Gerard Brenan, verdad?

- Sabes que ya no es nada, y solo quedan recuerdos del club que fue. 

- Sigue siendo nuestro club. Nuestra casa. Busca otro campo donde estafar, aquí se juega al fútbol. 

- Tu padre no estaría...

- Eh, eh -interrumpí- Mi padre no está aquí para defenderse. Él no va mendigando migajas a un club que se dedica a robar.


Ben se fue. No esperaba que ese niño que conoció le hablara así. A decir verdad, yo tampoco me sentí cómodo siendo tajante con una leyenda del fútbol. Pero Gerard Brenan construyó este campo hace casi cien años para que los niños de la Loma tuvieran donde jugar. Él venía cuando el aeropuerto solo gestionaba vuelos privados, en plena guerra. Mientras volaban portaviones y lanzaban bombas, un oasis de tierra  salvaba a esos niños que peloteaban y las luces de la vía del tren los iluminaba. Mi padre, Pedro, Román, el Pájaro fueron esos niños salvados y salvadores. 

En nuestra casa la filosofía era sencilla: si eras bueno jugabas con los pies. Si eras malo pegabas pelotazos y jugabas de cabeza. En nuestra casa jugábamos los buenos y los malos. En nuestra casa no habían representantes, ni entrenadores de alta cualificación, ni padres que creyeran que su hijo fuera a jugar en el Madrid. En la Loma no había mentiras, solo un balón. En la Loma el terreno de juego era el campo de batalla, el Gerard Brenan nuestra casa, donde no sólo jugábamos los futbolistas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario