LA
ÚLTIMA LÍNEA
Relato por Fran Kapilla
Era la primera vez que iba a Vigata, ese conocido pueblo costero. Un viaje que no planeé mucho; fue como un impulso y casi sin pensarlo, comencé el trayecto en avión hasta el sur de Italia.
Han sido muchos años siguiendo las novelas de El comisario Montalbano y además, siendo un fiel espectador de la
serie de televisión sobre el mismo personaje. Se puede decir que soy uno de
tantos millones de fans.
Cuando me enteré en las noticias que el propio autor, Andrea Camilleri, iba a
estar en Vigata con motivo del rodaje del último episodio, me prometí venir a
curiosear. No creo que me dejen acercarme al maestro Camilleri ni al gran actor
Luca Zingaretti, que es quien lo encarna. Quizá, con suerte, podría acercarme
al verdadero comisario Montalbano, el que trabaja en Vigata todo el año, aunque
sospecho que tiene que estar harto de toda la parafernalia de novelas y
televisión que se nutren a su costa. Pero igualmente intentaré hacerme una
fotografía con alguno de ellos. Mientras iba en último transbordo de autobús,
desde Montelusa a Vigata, fui preparando mi estupenda cámara de fotos para
viajes. Fue un viaje muy cómodo porque era yo el único pasajero, sería por la
hora inclemente de más calor.
Sobre las tres de la tarde, estaba paseando por Vigata tranquilamente, sus
calles, sus casas, sus plazas, eran exactamente igual que las describía el
autor en las novelas. El calor era algo sofocante pues en junio siempre hace un
calor tremendo en esta zona del mundo, al igual que en mi querida Málaga. Era
normal, pues que ni un alma se atreviese a pisar las tórridas calles; en Málaga
ocurre algo parecido cuando sopla viento de
terral, las calles suelen quedar desiertas hasta que se apacigua el clima.
Menos mal que llevaba un viejo sombrero de caña amarillento; era muy ligero y
me quitaba el sol de la cara.
Poco
a poco, fui subiendo la pequeña y solariega cuesta que lleva desde Via Roma
hasta Via Barrese. Además de mi mochila y mi cámara, llevaba en la mano una
bandeja cerrada de pasteles de Málaga, quería ofrecer algún dulce al autor o al
comisario, si me era posible y sino comerlos antes de que el sol acabase con su
comestibilidad.
Por
fin, fui vislumbrando el edificio de la comisaría general de policía de Vigata.
Una fachada antigua y monumental; un alzado que conocía sobradamente por la
cantidad de veces que lo he visto en la serie de televisión. Conforme me
acercaba, me di cuenta que también esta plaza estaba vacía. Parecía que yo era
el único ser humano que se atrevía a caminar a las tres de la tarde bajo un
calor de justicia.
Pero
hubo algo que me extrañó, pensé que delante de la comisaría, estarían los
cineastas filmando ese último episodio, porque el rodaje estaba anunciado para
aquel día; pensé que me encontraría con los típicos camiones de rodaje de la
RAI, alguna grúa, operarios llevando cables, sillas, cámaras, etc. Todo el
circo que se monta cuando hay un rodaje importante. Pero no, el lugar estaba
desierto y soleado. ¿Quizá llegaba tarde? Seguí caminando, con la idea de
preguntar dentro de la comisaría.
Nada
más entrar, me cercioré que no había nadie en el interior de la comisaría. Que
extraño, nadie me había impedido el paso o preguntado quien demonios era yo, en
la puerta. Tampoco estaba el famoso policía bonachón, Catarella, que es quien
guarda la garita de recepción. El vacío era sepulcral, era como si todos los
policías hubiesen salido corriendo dejando sus quehaceres, los ordenadores
estaban encendidos, los papeles en la mesa a medio escribir. Vasos con café aún
humeaban, incluso había un cenicero con colillas recién apagadas. Llamé
tímidamente al primer despacho, que está en la parte izquierda, el del
subcomisario Mimi Augello. La puerta se abrió pero dentro no había nadie.
Entonces me encaminé al despacho del fondo, el del comisario Salvo Montalbano,
aunque suponía que no había nadie, por respeto, llamé y nada más hacerlo, la
puerta se me resbaló y di un portazo tremendo contra la pared. La vibración
causada por mi portazo hizo que se cayesen al suelo varios papeles de una torre
de documentos situada en la mesa del comisario.
El portazo no alteró a nadie, más que la caída de esos
papeles. Me vino un flash, recordé los divertidos portazos que daba Catarella en las
novelas. Me acerqué a recoger los papeles para dejarlos en la mesa nuevamente,
eran documentos de informes policiales que no comprendía, pero el último papel,
al sostenerlo, me dejó asombrado. No era ningún documento oficial, sino un
folio escrito a mano con rotulador que ponía: “Enciende la televisión”. ¿A
quien estaba dirigida aquella orden? ¿Era un recordatorio o… era para mí?
En la misma mesa, encontré el mando a distancia, y detrás, junto a la puerta,
en la esquina, había una vieja televisión cuadrada de los años 90, de formato cuatro
tercios y de tubo de imagen. Accioné el mando y al instante salió un reportaje
donde se veían fotografías de Andrea Camilleri pasando, desde que era joven
hasta fechas recientes, ya siendo mayor. Subí el volúmen de la tele y escuché
la voz del presentador de Tele-Vigata, Nicolò Zito:
“Hoy, 17 de julio de
2019, nos ha dejado el famoso escritor Andrea Camilleri. Este, ha sido un duro
golpe para las artes, para la literatura y para todos los que conocimos al
literato. Camilleri ha fallecido a la edad de 93 años y ha dejado un legado
cultural innegable.
Desde Vigata, nos
mostramos consternados porque es este un final…”
En
cuanto Zito pronunció esas palabras, la televisión se apagó al instante. Aunque
intenté encenderla nuevamente, fue imposible. Salí de la comisaría sin saber
qué hacer. Por un lado, estaba la noticia de la muerte de Camilleri, por otro
lado, la soledad. Consulté en internet, desde mi móvil si había alguna noticia
sobre Vigata, si todos los habitantes se habían ido al entierro de Camilleri,
si el rodaje se había suspendido en señal de luto… pero no encontré nada.
Después de mucho deambular por la ciudad, intentando encontrar a algún ser
humano, me di cuenta que desde que bajé del bus, no vi a ninguna persona en
esta ciudad. Tampoco había visto movimientos de coches ni otro tipo de ruidos.
Solamente mis pasos y el murmullo del mar se dejaban oir. Mientras caminaba,
pensé en todas las personas que trabajan en Vigata y que yo conozco por las
novelas y por la serie, personas que aunque han sido noveladas, tienen su vida
real en aquel sitio. ¿Dónde estarán Fazio, Galluzzo, Beatrice, Pasquano, o
Livia…? ¿Por qué la trattoria de Enzo estaba vacía? No había nadie en Vigata.
Extrañado, compugido y temeroso, llegué casi sin querer hasta la playa de
Marinella. Me senté en una roca bañada por el mar y mientras mis pies se
llenaban de agua, pude ver a lo lejos, la casa del comisario Montalbano. No
tenía sentido acercarse, seguramente estaría vacía. ¿Dónde estaba todo el
mundo? ¿Era aquello una pesadilla?
De
repente, sentí una mano en mi hombro. Me giré y allí estaba ¡el comisario Salvo
Montalbano! Tenía puestas sus gafas de sol; llevaba su chaqueta bajo el brazo y
la camisa arremangada.
-Buenas
días, te pido disculpas, tendría que haberte esperado en la comisaría, que es
el sitio donde seguramente habrás ido. Pero es que estaba harto y tenía ganas
de pasear por la playa.
-Señor…
Montalbano… ¡es usted! –dije tartamudeando- quiero decir, que está usted aquí,
pensé que no quedaba nadie… ¿y cómo que usted me esperaba…?
-Imagino
las preguntas que te estás haciendo… Pero lo primero es lo primero, abre esa
bandeja de dulces. -contestó Montalbano mientras se sentaba a mi lado en la
roca.
Montalbano
se puso la bandeja entre las piernas y dentro encontró un surtido de pequeñas
delicias malagueñas. Un par de Tortas
locas, cuatro tortas de algarrobo, seis roscos de vino y doce yemas del Tajo. Sin pensarlo, se zampó
una torta loca.
-Mmm,
delicioso. Bueno, a ver cómo te lo explico. Esto es el final, así directamente.
El autor ha fallecido y nosotros, los personajes, nos evaporamos con él.
-¿Los
personajes? ¿Me está diciendo que toda la gente…? El comisario real, el actor…
-El
actor sí que existe, pero no está en esta realidad; él está muy tranquilo en su
mundo. Pero los que estamos en Vigata tenemos otra existencia… o la hemos
tenido.
-Pero,
¿me está queriendo decir que todos los personajes de este pueblo son irreales?
¿Que Camilleri no se ha basado en nadie real, sino que todo es… es una ficción?
-¡Claro!
No me digas que no te habías dado cuenta. –me explicaba Salvo, mientras
sonreía-. Todo es parte de la mente de Camilleri. Cada personaje ha surgido de
su pluma; una pluma que ahora ha quedado sin tinta…
Se
hizo un silencio y sólo escuchamos el sonido del mar.
-Cada
suceso, cada puñeta que me ha hecho pasar el autor… todo es irreal, igual que la
ciudad. ¡Vigata no existe amigo mío! Si te fijas, todas las calles que has
visto, incluso la comisaría, son las calles de Porto Empedocle, que es el
pueblo donde se inspiró el autor para trazar su urbe particular.
-Pero
es imposible, en mi mapa pone bien claro la existencia de Vigata, en la agencia
de viajes…
-Eso es porque tú también eres un personaje escrito por el autor. Eres parte de
esta ficción. –dijo Montalbano muy seguro de sí mismo, mientras se comía una
torta de algarrobo de dos bocados.
Aquella
frase cayó sobre mí como una losa fría y aplastante. Me pareció que todo
empezaba a tener sentido a la par que sentía haber llegado a una meta
existencial. El impulso extraño que me trajo a Italia, el no haber encontrado a
nadie desde Montelusa, la sensación de estar dentro de unos párrafos
narrativos… Efectivamente, era un final.
-Todo
es tan extraño… pero de alguna manera, pienso tiene usted razón. Aunque… me
gustaría saber una cosa. ¿Cuál es mi objetivo en esta historia? Si todos los
personajes van desapareciendo, ¿qué importancia tiene mi presencia ahora?
-Tu
misión era, sencillamente, la de traerme estos dulces. Le dije al autor hace
unos meses: “Camilleri, llevas años haciéndomelas pasar canutas, así que te
pido que dejes escrito que el último día de existencia, alguien me traiga una
suculenta bandeja de pasteles, para comerlos cuando todo esto fuese a acabar.” Y
parece que el tipo ha cumplido antes de dejar este mundo; en algún lugar ha
escrito una última línea, la de olvidar las situaciones amargas de la vida con
algo dulce.
Montalbano,
satisfecho, me ofreció los dulces de la bandeja. Tomé un rosco de vino.
-Lo
que me ha sorprendido es que sean pasteles de Málaga. El autor siempre
sorprende. En fin, disfrutemos de esta última puesta de sol con tus dulces. Son
el postre de toda una vida. Mira, por el horizonte ya se desdibuja el paisaje…
Me
miré las manos, empezaba a transparentarme.
-Me siento volátil. Supongo que usted será el último personaje en disiparse, lo
digo por su importancia en estas novelas. –Montalbano me miró con un pequeño
gesto de pena que me preocupó, pero al instante cambió su faz, sonrió y cogió
otro dulce-. Yo había traído mi cámara para hacernos una foto pero… supongo que
ya no tendrá sentido.
-Claro, hombre, enciende la cámara y vamos a hacernos una foto. Es el acto en
sí lo que tiene sentido, ¿o acaso crees que sirven para otra cosa las fotos?
Coloqué
la cámara en la roca en modo de disparo automático, justo en ese momento me dí
cuenta de que no tenía tarjeta de memoria. ¡Maldita sea! Se me había olvidado
la dichosa tarjeta desde el inicio del viaje. Pero no importaba, como decía
Montalbano, lo importante era el momento, así que me puse junto a él, sonreímos
mostrando la bandeja casi vacía y nos hicimos una foto inexistente en un mundo
a punto de desaparecer.
Nota de Fran Kapilla:
Este relato es un claro homenaje a los libros de “El comisario Montalbano”. El que conozca estas historias, entenderá su significado. Quien aún no conozca estas novelas, le invito a que se sumerja en ellas sin pensarlo. Este cuento, es también, un homenaje al autor, al gran Camilleri, que ha sido mi referente desde hace muchos años.
Cuando terminé el relato, sentí el impulso de hacer un dibujo, donde se ve la famosa comisaría, el mar de Marinella y el personaje protagonista, que podría ser cualquiera.
(Relato incluido en el número 6 - pdf)
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