Un relato de Paco Bravo
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Siempre fue mi tramo preferido el de Montemar Alto al Pinillo. En menos de cinco minutos el tren para, después acelera, suenan las megafonías y, bruscamente, vuelve a parar. No hay ni quinientos metros entre una estación y otra. Oportunidad perfecta para hurtar.
Cuando tenía diez años, mis manos eran guantes de seda y podían apropiarse de cualquier cosa que encontrara en el bolsillo de algún guiri. Ni te digo esas voluminosas maletas, algunas con cremalleras tan oxidadas que sin delicadeza es imposible abrirlas. Pasaba de vagón en vagón sin rozarme con nadie, aunque el tren estuviera hasta los topes. Mantenía perfectamente el equilibrio y conocía cada parada, curva, frenada o aceleración. Mis manos de seda y mi metro cincuenta permitían disolverme entre la muchedumbre. Podía pasar el día entero hurtando sin que el interventor me pillara ni en sueños.
Ahora tengo trece años y trescientos cincuenta y cuatro días. Mi estatura y mis manos no son las mismas. El interventor me ve entrar en la parada de La Colina. Sabe que es de las pocas donde no se precisa comprar billete para acceder al tren.
—Salam Aleikum, Brahim.
Me indica que pase a otro compartimento, que me vaya a otro vagón. Pero no le hago caso. Me quedo agarrado a la baranda de arriba, pues ya alcanzo, y me dispongo a viajar como cualquier pasajero. Él no sabe que es mi ultimo día de trabajo y que me lo estoy tomando de vacaciones. Mi hedor a ropa de cuatro días sin lavar y mi pelo grasiento causan rechazo en los pasajeros. La mirada despectiva de todos me insulta con palabras mentales como "moro ladrón". Y tienen razón. En España somos los líderes; en Francia, los argelinos; y en Alemania e Inglaterra, los turcos y pakistaníes, que en cuanto a raza no se distinguen mucho de nosotros.
Y así llevo todo el trayecto. Quedan dos paradas para que termine. El interventor no sabe cuándo pedirme ese billete que sabe que no compré. Tampoco sabe en qué momento voy a robar. Igualmente, jamás le importó mucho, más desde que hace dos años le di doscientos euros de mi recaudación.
Se baja en Los Boliches un guiri. Se le cae un libro electrónico. Lo agarro. Suficiente para que sea considerado hurto.
Da igual si es hurto, robo con violencia, tráfico de drogas o cualquier tipo de delito que no cause un daño trágico, por ejemplo, una muerte. El interventor me expulsa del tren y si tiene ganas de trabajar llama a la policía. Total, taxi gratis en coche policial y charlas con las del servicio social; pues los que tenemos menos de catorce nos libramos de detenciones. En cambio, mi castigo sí era duro cuando la recaudación era baja, pues las palizas que me propinaba mi padre a veces me dejaban cinco días en casa. Recuerdo una en la que acabé en el hospital y mi madre gritaba histérica.
Llegamos a Fuengirola. El interventor me echa de la estación. Le digo que llame a la policía, que no tengo un chavo. Este me responde que le de el libro electrónico a un taxista y a ver si así acepta el cobro. Su ironía en el comentario denota el regocijo de saber que me voy a tener que volver a pie.
—Maasalama, Brahim. Veo que no te escondes, ¿eh?
Prendo la camiseta de Brahim Díaz, con el que comparto nombre, pero no oficio. Tengo que decir que me parece un coñazo de paseo, pues son dos horas. Pero ni tan mal caminar por la costa, ver los acantilados de Torremuelle, los postes de luz y el tramo donde los trenes se intercambian. Siempre me produjo curiosidad de qué manera se turnan los maquinistas y cómo hacen para cambiar de vía el Cercanías. Ya oscurece, y esos focos enormes, de más de cuarenta metros de alto, con esa luz halógena y blanca que proyectaba a kilómetros, más que ninguna farola, me causan gran misticismo. Desde que comencé a robar con ocho años quedé hipnotizado con el funcionamiento general de los trenes; igual por eso preferí robar carteras que llevar más dinero a casa vendiendo droga o prostituyéndome. Mi amor por los trenes me costó muchas palizas de mi padre, sobre todo en invierno.
Mientras paseo, abro el libro electrónico y empiezo a leer un libro que me engancha. Se llama "Cómo hacer para que pasen cosas buenas". El título no me seduce, pero leo cosas interesantes, como que el estrés reduce el sistema inmunológico y que estar en constante tensión puede producir lesiones en el cerebro. Que incluso daña el hipotálamo, la región del cerebro que se encarga de la memoria. Quién sabe si mi madre tiene comienzos de alzhéimer por culpa de lo que vive en casa.
Yo estoy tranquilo. Volveré a casa justo a la una de la noche, que es cuando cumplo catorce. Iré con una navaja y, si mi padre procura pegarme porque llevo un libro electrónico de mierda (el cual no pienso darle), entonces le daré cuatro pinchazos y lo dejaré desangrado en el suelo. Mi único motivo para dejarlo con vida no deja de ser que no quiero pasar treinta años en la cárcel. Me gustaría siquiera ser libre a los veinte. Estudiaré historia y geografía, que me gustan mucho; y si hay opciones para maquinista de tren pues mejor si cabe. Espero que me laven la camiseta de Brahim, pues no es que me guste el fútbol, pero quiero ser un Ibrahim al que se le mire como un ser decente. Y si algún imbécil quiere joderme en el reformatorio, le aplicaré la misma que al hijo de perra de mi padre. También espero que me dejen entrar con el libro electrónico; total, tampoco es que el guiri vaya a reclamarlo, y creo qué a mí me servirá para que pasen cosas buenas.
Dedicado a los Rashid, Moha, Irish o Brahimes que he conocido en Torremolinos.
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