José Ruiz Anagaru. Web: anagaru.es
Prisionera del mundo.
Mi reflejo en el escaparate dejaba ver algunas canas entre
mi melena rubia. Los rasgos de belleza de la joven que fui
comenzaban a desvanecerse. La gente bullía a mis espaldas.
Cotorreaban, criticaban, insultaban, gritaban. Eché a andar con
la cabeza gacha, como siempre. Con los hombros encogidos y la
espalda encorvada. Autoprivada de toda libertad. Prisionera del
mundo. Cerré la puerta del portal y respiré profundamente. Me
miré en el espejo del ascensor y comencé a mover mis brazos
emulando unos pasos de valet que aprendí de niña, danzando en
total libertad de movimiento.
Ascensor.
Subía y subía y no se paraba. Me miraba en el espejo y no
me veía. Mis manos temblaban y mis piernas languidecían. El
sudor salía de mi cuerpo como el agua al estrujar una esponja.
¡Estrujado! Eso, así me sentía. Cuanto más subía, más claro me
quedaba que aquel sería el día de mi muerte. Sólo, encerrado y,
sin poder poner los pies en tierra firme. En fin, yo me lo había
buscado, porque… así había sido mi vida. Una pequeña cárcel en
la que subía y bajaba sin rumbo, y en la que nunca llegué a
conocerme.
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