Hace unos
años, quedé con un amigo para tomar un "café" por la mañana. Lo de
tomar un café se ha convertido en un ritual en esta sociedad. La gente vive por
y para el café, tienen ansiedad de café, se inyectarían el café en vena. Creo
que esta sociedad debería poner como segundo dios a Juan Valdés, ese que salía
en los anuncios de TV que iba con la burra cargada de café por los montes de
Colombia. El caso es que yo no tomo café porque no suele gustarme el sabor (a
veces sí), así que cuando quedo con alguien para “tomar café”, casi les da un
“patatús” cuando les digo que no me gusta mucho.
Bueno, como os
contaba, fuimos a un bar clásico; bar de barrio, con sus sonidos de platos,
vasos, televisión con el programa matutino de cotilleo y la máquina de café
silbando. Me acerqué tímidamente al barista y le pregunté que si tenían
achicoria (que es alguna de las bebidas que tomo para desayunar, como té o
soja, etc).
El barman,
sorprendido de pedirle achicoria, me dijo: "¿Puedes repetírmelo por
favor?". Entonces volví a preguntar por la achicoria, con dudas. “¿Has
dicho a-chi-co-ri-a?”, preguntó el hombre, ojiplático. Finalmente concluyó con
una palmetada en la barra: "¿Pero tú te has pensado que esto es un bar de
postguerra?"
Me senté sin
saber qué hacer ni qué pedir, mientras mi amigo ya disfrutaba de su puñetero
café. Al cabo de cinco minutos, regresó el barman con un tarro de achicoria,
que quizá había comprado en el supermercado de enfrente. Ante mi cara de
estupor dijo: "Aquí tienes la achicoria que eres el único que la quiere,
tengo que amortizarla contigo".
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