LA PLUMA SIN TINTA

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21 de febrero de 2025

La excavadora rosa. Relato breve.


 
Un relato de Lola Acosta Mira.


    —Estate quieta Mariquilla. Es que no paras de moverte. Termina de desayunar o mamá se va a enfadar mucho. 

    María jugaba con la cucharilla. La hincaba una y otra vez en aquella taza de cola-cao migada con galletas. Adela, la madre, acarició sus rizos castaños. Por la ventana entraba un rayo de sol que apenas se reflejaba en uno de los muebles de formica. En los ojos de esa madre había tristeza. Tenía intensas ojeras que denotaba la preocupación.

     —Mamá, me contó el abuelo que cuando eras pequeña te escondiste dentro de una pala excavadora. Estuvieron buscándote mucho rato y no te encontraban.

    —Sí, me escondí porque no quería ir a la escuela. Yo tenía como tú siete añitos. Vivía en el campo, cerca del pueblo, con los abuelos y los tíos. Aquella excavadora amarilla era muy grande y servía para sacar tierra del suelo. Un escondite perfecto.

    —Mami, pues a mí me gusta mi cole y la seño es muy buena. Ayer me enseñó un problema: Si tengo una cesta con diez manzanas, y me como dos ¿Cuántas manzanas me quedan?

    Adela, nerviosa, cogió la taza y le dio poco a poco el desayuno. Se notaba que se le agotaba la paciencia, que no tenía fuerzas ni para reñirle. Cuando terminó, con signos de cansancio, se llevó instintivamente la mano al bolsillo del delantal.

    —¿Mamá y para que necesitabais en el campo una excavadora?

    Lo que menos le apetecía a la madre era responder a María. Parecía que aquella excavadora amarilla le hubiera sacado toda la energía de su alma. Hizo de tripas corazón y dijo:

    —Creo que estaban poniendo unas tuberías. Las tuberías son tubos muy grandes por donde corre el agua hasta llegar al grifo. Se colocan bajo tierra.

    María se quedó pensativa. Luego, con cara de curiosidad, se acercó al fregadero de aluminio y abrió el grifo. Dejó correr el agua mientras le daba palmadas con las manos. Las gotitas le salpicaban la cara.

    Adela, abatida, se sentó en una silla. Sujetó su cabeza con sus manos y unas lágrimas recorrían sus mejillas. Nuevamente se tocó el bolsillo del delantal.

    —Mami, ¿qué te pasa? ¿Por qué lloras? ¿Es por lo del desayuno? Perdona, no lo haré más. Es que son muchas galletas y me duele la barriga.

    —No te preocupes cariño, la culpa es de una motita de polvo que se metió en mi ojo. Tú, además de buena, eres lo que más quiero en el mundo. ¡Mi hijita preciosa!  

    La madre acariciaba y besaba a la niña y la estrechaba contra su pecho. María le correspondía.

    —¿Sabes una cosa? Que nunca, nunca más me voy a esconder dentro de una excavadora amarilla.

    Adela sacó del bolsillo de su delantal una hoja de papel doblada. Lo abrió con determinación. Aparecieron renglones de letras formando caminos de palabras negras. 

    Se podía observar, con toda claridad, la palabra amarga que nadie quiere leer en toda su vida. Adela puso la hoja del diagnóstico médico, por el reverso, sobre la mesa. La hoja ya era solo un papel en blanco. Aspiró para renovar el aire de sus pulmones y, poco a poco, sintió como su amargura se iba diluyendo.

    —Sabes Mariquilla, tú y yo vamos a pintar en ese papel una excavadora. Con ella podremos luchar, podremos eliminar todo lo que nos impida ser felices. Nada nos va a detener. Hay que recuperar el tiempo perdido.

    —¡Qué bien mamá!, yo quiero pintar una excavadora pero el amarillo no es mi color preferido.

    Mientras la niña buscaba en su plumier los lápices de colores. Adela, descolgó el teléfono y marcó un número:

    —Hola Juan, no te preocupes que no me pasa nada. Es para decirte que he sido muy cobarde, que no voy a renunciar al tratamiento. En cuanto esté preparada empezaré con la quimio…

    Un rayo de sol iluminó a la niña que intentaba, con trazos inseguros, dibujar una excavadora rosa.

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