Vivía en el centro de la ciudad
portuaria, en el número 6 de la calle Alejandría, la cual había sufrido una
inaudita gentrificación. Mi identidad permanecía a salvo, tras haberme
apropiado del nombre del antiguo inquilino, que sonaba demasiado excéntrico en
aquellas latitudes: Xoel Ferreira Domonte. Ni siquiera me molesté en retirar su
desgastada placa identificativa del buzón, lo que hacía que jamás me llegaran
las cartas y, en consecuencia, me demorara en el pago de mis facturas.
La idea de adoptar otro nombre me
sobrevino la mañana en la que me cité con el casero, quien me preguntó, muy
convencido, por mis ancestros gallegos. En el contrato de arrendamiento aún
figuraban los apellidos del anterior inquilino y, aunque pensé en rectificar el
error antes de estampar mi firma, finalmente decidí no importunar al casero,
que se afanaba en buscar la llave del inmueble en los bolsillos interiores de
su chaqueta. La ventaja más valiosa que me confería el nuevo nombre era, sin
duda, la invisibilidad. Nadie lograría dar con mi paradero. Mi identidad sería
la de otro y todo lo que derivase de mis propias acciones, buenas o malas,
recaería en el verdadero Ferreira Domonte y no en mí, que solo era un pobre
diablo.
El apartamento me agradó nada más
entrar, sin haberlo apreciado en toda su amplitud ni habiéndome cuestionado
siquiera los motivos ocultos tras su pírrico precio de alquiler. El salón se
extendía ante mí, dominado por dos enormes ventanales que, según me comentó el
casero, me proporcionarían luz incluso en las brumosas mañanas de invierno.
Me arrellané en el sofá de escay
negro, dando por hecho que pasaría allí la mayor parte de las horas de mi
futuro inmediato. Imaginé un horizonte plagado de proyectos, y ya acariciaba
con los dedos el instante en que contaría con un empleo que me permitiría vivir
sin preocupaciones.
—¿Dónde hay que firmar? —inquirí con ojos centelleantes.
—Debajo de su nombre, por supuesto —replicó el casero, mirándome
desconcertado.
Sostuve el bolígrafo y, con un
leve movimiento de muñeca, me adueñé del apartamento y de la identidad del
anterior inquilino, sin sospechar aún las nefastas consecuencias.
—Ahora le pasaré
un listado con todo el mobiliario presente en el momento de la entrega de la
llave. También debe firmarlo —señaló
el casero, ansioso por finalizar la transacción.
De repente, sonó un ruido
atronador que provenía de la cocina, parecido al barritar de una manada de
elefantes furiosos.
—No se preocupe por eso. Mañana le
mandaré a alguien para que se lleve el frigorífico e instale uno nuevo —aseguró el casero, ya con un pie
en el quicio de la puerta principal.
—Confío en que cualquier incidencia
quedará cubierta con el precio que hemos acordado —comenté, con tono amable pero exigente.
El casero asintió con fingida convicción, mientras se guardaba en el
bolsillo de su chaqueta el pago en efectivo del primer mes de alquiler y otro
mes extra de fianza. A partir de entonces, lo que sucediera en el apartamento
ya no le concernía.
Contemplé la llave sobre la palma de mi mano, hechizado por su brillo,
antes de dejarla en una estantería, y me dispuse a disfrutar de la recién
conquistada soledad. Lo primero que hice fue asomarme por uno de los ventanales
y observar el trasiego de gente por la calle Alejandría. Enseguida me llamó la
atención la terraza de un lujoso restaurante, atendida por cuatro camareros —dos
hombres y dos mujeres— y un encargado que supervisaba las labores de sus
subordinados con escrupulosa atención. Todos, a excepción del encargado, que
vestía ropa de calle, lucían impolutos uniformes blancos y chalecos negros. Se
movían con diligencia entre las mesas y, por lo que pude percibir, estaban
capacitados para comunicarse con los clientes en, al menos, cinco idiomas.
Ellas llevaban el cabello recogido en la nuca en forma de moño, y una fina capa
de maquillaje acentuaba sus rasgos raciales. Ellos eran delgados y de rostros
circunspectos.
Me fijé en el camarero de más
edad tras verlo guiñar el ojo a un guitarrista callejero que pasaba por allí.
Pronto descubrí que ambos compartían la misma zona de trabajo: el camarero
servía en la terraza del restaurante y el guitarrista interpretaba canciones de
“Triana”, la legendaria banda andaluza. Los clientes, en su mayoría turistas
procedentes de cruceros, no escatimaban sus monedas, convencidos de estar
escuchando la música típica de la ciudad portuaria.
En la calle Alejandría se
ubicaban dos establecimientos más: un restaurante especializado en carnes a la
brasa —El Ascua— y un pub —Luz de
Luna— que aún estaba cerrado. El ir y venir de los músicos callejeros me
mantuvo distraído durante media hora. Cerca del guitarrista había un joven
ataviado con el traje de luces, que ejercía de estatua humana. Unos pasos más
adelante se colocó una señora encopetada que comenzó a interpretar la célebre
“Habanera” de la ópera “Carmen”. Por último, un saxofonista se apostó en el
soportal del número 6, fumando un cigarrillo mientras esperaba su turno para
deleitar a los comensales con sus románticas melodías.
Traté de encontrar el lado
positivo, pensando que ya nunca más necesitaría un dispositivo electrónico para
escuchar música. La tendría en vivo y en directo, día y noche, lo deseara o no,
frente a los ventanales de mi apartamento. Pero esa no fue la única sorpresa
para mis oídos. Las campanas de la catedral, ubicada a escasos metros, tañían
cada hora; las gaviotas graznaban hambrientas y picoteaban los restos
desechados por los restaurantes; los camiones de la limpieza regaban la calle
de madrugada; y la voz de una locutora de bingo resonaba hierática tras la
pared del dormitorio. Pero el sonido más irritante de todos era, con
diferencia, el barritar de los elefantes en la cocina. Entonces, lo comprendí
todo de golpe: el motivo del irrisorio precio del alquiler y el porqué de la precipitada
marcha del anterior inquilino. Esa primera noche no logré pegar ojo, ni tampoco
las siguientes.
Al cabo de una semana, telefoneé
al casero para exigirle una solución. Le dije que si se negaba a insonorizar el
apartamento, yo me vería obligado a romper el contrato. Cuando estaba esperando
a escuchar su respuesta, irrumpió la sirena de un coche patrulla que aparcó
frente al soportal. Apenas un minuto después, alguien llamó a mi puerta con
fastidiosa insistencia. Colgué el teléfono y me deslicé hacia el recibidor.
Cuando abrí la puerta, me quedé petrificado. Dos policías que me doblaban la
estatura me escrutaban con cara de pocos amigos.
—¿Es usted Xoel Ferreira Domonte? —espetó uno de los dos agentes
uniformados.
Apenas tuve tiempo de reaccionar.
Sin mediar palabra, los policías me esposaron y me sacaron del apartamento a
empellones. Tras obligarme a descender las escaleras, me hicieron detenerme
frente al buzón, para que confirmara mi identidad. Observé con pesar la
desgastada placa identificativa, en la que aparecía el nombre del anterior
inquilino. Me había convertido, sin sospecharlo, en el sosias del
narcotraficante gallego más buscado de la última década.
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