LA PLUMA SIN TINTA

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7 de febrero de 2025

El Sosias. Relato.

 


José Miguel de la Torre.
Instagram: @descubre.cine

Vivía en el centro de la ciudad portuaria, en el número 6 de la calle Alejandría, la cual había sufrido una inaudita gentrificación. Mi identidad permanecía a salvo, tras haberme apropiado del nombre del antiguo inquilino, que sonaba demasiado excéntrico en aquellas latitudes: Xoel Ferreira Domonte. Ni siquiera me molesté en retirar su desgastada placa identificativa del buzón, lo que hacía que jamás me llegaran las cartas y, en consecuencia, me demorara en el pago de mis facturas.

La idea de adoptar otro nombre me sobrevino la mañana en la que me cité con el casero, quien me preguntó, muy convencido, por mis ancestros gallegos. En el contrato de arrendamiento aún figuraban los apellidos del anterior inquilino y, aunque pensé en rectificar el error antes de estampar mi firma, finalmente decidí no importunar al casero, que se afanaba en buscar la llave del inmueble en los bolsillos interiores de su chaqueta. La ventaja más valiosa que me confería el nuevo nombre era, sin duda, la invisibilidad. Nadie lograría dar con mi paradero. Mi identidad sería la de otro y todo lo que derivase de mis propias acciones, buenas o malas, recaería en el verdadero Ferreira Domonte y no en mí, que solo era un pobre diablo.

El apartamento me agradó nada más entrar, sin haberlo apreciado en toda su amplitud ni habiéndome cuestionado siquiera los motivos ocultos tras su pírrico precio de alquiler. El salón se extendía ante mí, dominado por dos enormes ventanales que, según me comentó el casero, me proporcionarían luz incluso en las brumosas mañanas de invierno.

Me arrellané en el sofá de escay negro, dando por hecho que pasaría allí la mayor parte de las horas de mi futuro inmediato. Imaginé un horizonte plagado de proyectos, y ya acariciaba con los dedos el instante en que contaría con un empleo que me permitiría vivir sin preocupaciones.

¿Dónde hay que firmar? inquirí con ojos centelleantes.

Debajo de su nombre, por supuesto replicó el casero, mirándome desconcertado.

Sostuve el bolígrafo y, con un leve movimiento de muñeca, me adueñé del apartamento y de la identidad del anterior inquilino, sin sospechar aún las nefastas consecuencias.

Ahora le pasaré un listado con todo el mobiliario presente en el momento de la entrega de la llave. También debe firmarlo señaló el casero, ansioso por finalizar la transacción.

De repente, sonó un ruido atronador que provenía de la cocina, parecido al barritar de una manada de elefantes furiosos.

No se preocupe por eso. Mañana le mandaré a alguien para que se lleve el frigorífico e instale uno nuevo aseguró el casero, ya con un pie en el quicio de la puerta principal.

Confío en que cualquier incidencia quedará cubierta con el precio que hemos acordado —comenté, con tono amable pero exigente.

El casero asintió con fingida convicción, mientras se guardaba en el bolsillo de su chaqueta el pago en efectivo del primer mes de alquiler y otro mes extra de fianza. A partir de entonces, lo que sucediera en el apartamento ya no le concernía.

Contemplé la llave sobre la palma de mi mano, hechizado por su brillo, antes de dejarla en una estantería, y me dispuse a disfrutar de la recién conquistada soledad. Lo primero que hice fue asomarme por uno de los ventanales y observar el trasiego de gente por la calle Alejandría. Enseguida me llamó la atención la terraza de un lujoso restaurante, atendida por cuatro camareros —dos hombres y dos mujeres— y un encargado que supervisaba las labores de sus subordinados con escrupulosa atención. Todos, a excepción del encargado, que vestía ropa de calle, lucían impolutos uniformes blancos y chalecos negros. Se movían con diligencia entre las mesas y, por lo que pude percibir, estaban capacitados para comunicarse con los clientes en, al menos, cinco idiomas. Ellas llevaban el cabello recogido en la nuca en forma de moño, y una fina capa de maquillaje acentuaba sus rasgos raciales. Ellos eran delgados y de rostros circunspectos.

Me fijé en el camarero de más edad tras verlo guiñar el ojo a un guitarrista callejero que pasaba por allí. Pronto descubrí que ambos compartían la misma zona de trabajo: el camarero servía en la terraza del restaurante y el guitarrista interpretaba canciones de “Triana”, la legendaria banda andaluza. Los clientes, en su mayoría turistas procedentes de cruceros, no escatimaban sus monedas, convencidos de estar escuchando la música típica de la ciudad portuaria.

En la calle Alejandría se ubicaban dos establecimientos más: un restaurante especializado en carnes a la brasa —El Ascua— y un pub —Luz de Luna— que aún estaba cerrado. El ir y venir de los músicos callejeros me mantuvo distraído durante media hora. Cerca del guitarrista había un joven ataviado con el traje de luces, que ejercía de estatua humana. Unos pasos más adelante se colocó una señora encopetada que comenzó a interpretar la célebre “Habanera” de la ópera “Carmen”. Por último, un saxofonista se apostó en el soportal del número 6, fumando un cigarrillo mientras esperaba su turno para deleitar a los comensales con sus románticas melodías.

Traté de encontrar el lado positivo, pensando que ya nunca más necesitaría un dispositivo electrónico para escuchar música. La tendría en vivo y en directo, día y noche, lo deseara o no, frente a los ventanales de mi apartamento. Pero esa no fue la única sorpresa para mis oídos. Las campanas de la catedral, ubicada a escasos metros, tañían cada hora; las gaviotas graznaban hambrientas y picoteaban los restos desechados por los restaurantes; los camiones de la limpieza regaban la calle de madrugada; y la voz de una locutora de bingo resonaba hierática tras la pared del dormitorio. Pero el sonido más irritante de todos era, con diferencia, el barritar de los elefantes en la cocina. Entonces, lo comprendí todo de golpe: el motivo del irrisorio precio del alquiler y el porqué de la precipitada marcha del anterior inquilino. Esa primera noche no logré pegar ojo, ni tampoco las siguientes.

Al cabo de una semana, telefoneé al casero para exigirle una solución. Le dije que si se negaba a insonorizar el apartamento, yo me vería obligado a romper el contrato. Cuando estaba esperando a escuchar su respuesta, irrumpió la sirena de un coche patrulla que aparcó frente al soportal. Apenas un minuto después, alguien llamó a mi puerta con fastidiosa insistencia. Colgué el teléfono y me deslicé hacia el recibidor. Cuando abrí la puerta, me quedé petrificado. Dos policías que me doblaban la estatura me escrutaban con cara de pocos amigos.

¿Es usted Xoel Ferreira Domonte? espetó uno de los dos agentes uniformados.

Apenas tuve tiempo de reaccionar. Sin mediar palabra, los policías me esposaron y me sacaron del apartamento a empellones. Tras obligarme a descender las escaleras, me hicieron detenerme frente al buzón, para que confirmara mi identidad. Observé con pesar la desgastada placa identificativa, en la que aparecía el nombre del anterior inquilino. Me había convertido, sin sospecharlo, en el sosias del narcotraficante gallego más buscado de la última década.


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