Un relato de Paco Bravo.
Instagram: @the.time.of.the.seasons
De tantas
carreras extrañas que he dado en estos quince años, podría recordar la del
transexual de ayer, pero sin duda; como con los amores: los primeros golpean
dos veces.
—¿Se están
besando? ¿Qué hacen?— me dijo la clienta rusa mientras se agachaba impávida.
—Ahí no hay
nadie señora— le contesté bruscamente.
—Mira bien! Es
en ese Ford blanco!— gritaba mientras miraba de reojo, agachándose en el
asiento de atrás.
La rusa
buscaba desde un ángulo imposible ver una escena inexistente: la flagrante
española cañón arrebatándole su marido. Después de cinco minutos agachada y
comportándose como loca, atendió a razones. Fue, sin dudas, la primera vez que
sentí la gratificación de hacerle entender a un pasajero que su ficción estaba
superando la realidad. Yo era Travis en aquella escena donde Scorsese, en su
esplendoroso cameo, despóticamente impone al taxista que estacione su taxi, sin
parar el contador, para que sea testigo de cómo su mujer se folla a un negro.
Era la primera escena extraña sobre un trayecto en taxi; y la de la rusa
también, pero real.
La transexual
de ayer apareció de la nada; en mitad de la madrugada en una carretera lejos del poblado. Tampoco quise saber. Ella, o él, también de la nada; me relató un
batiburrillo de frustraciones yuxtapuestas donde no llegaba a diferenciar si el
sujeto era su novio, cliente o amante. Al final deduje que su novio se ponía
celoso porque creía que se encariñaba de sus clientes. Tuve que contextualizar
su relato desordenado (típico de los trans, supongo que como sus hormonas) y
adaptarlo a la triste realidad de este tipo de personas: prostitución, drogas y
relaciones errantes. Me pagó con un billete arrugado y hecho una pelotilla. Me
lo tiró y me dijo que me quedara con el cambio.
No sé si yo
busco historias o si las historias me buscan a mí. Cuando era preadolescente mi
madre me premiaba las buenas notas con regalos, y yo siempre pedía el mismo:
una película. Aquella portada con De Niro, caminando sólo y solitario, tan sólo
como su nombre, sin coprota que le acompañe. Y aquellos tres nombres: Scorsese,
Herrmann y Schroader. Simple y solitario, pero resplandeciente como ningún otro
filme. Resplandeciente (disculpen si soy soberbio) como ese niño en una tienda
de adultos. La soledad me había acompañado en aquel lugar, en la escuela; y,
como no, viendo películas en mi habitación.
Uno jamás se
olvida de las primeras extrañas carreras, como tampoco se olvida de las
primeras grandes películas. Y para salir de situaciones extrañas, donde la idea
de cobrar se vuelve secundaria, uno debe buscar certeras excusas. Aquel día a
la rusa pude sacarle los cuartos para un mes, haciendo de detective privado;
pero preferí soltarle la excusa de que tenía que recoger un servicio en el
aeropuerto.
En estos
quince años me he cerciorado que en este trabajo los días se suceden como un
eslabón de una cadena, hasta que surge el cambio. Y el cambio se dio ayer. No
con el transexual sino con Jennifer. Jennifer, una chica radiante y con los ojos
de Cybril Shepperd; demasiado bella para ser tocada, demasiado joven para
alquilar su cuerpo. Demasiado joven, como Jodie Foster en el 76.
Jenni,
cambiaba los domingos de trayecto, pues era el único día que descansaba. Jenni,
es de las pocas prostitutas de ese burdel que tiene menos de veinte años. Ella
es una modelo de revista, la Pfeiffer
del barrio. Ningún vecino sería capaz de
adivinar su oficio. Mantiene su radiante aspecto de niña y no anda aún repleta
de cirugías para esconder un rostro consumido. Jenni es prostituta pero, sin
ser, por ahora, una triste puta.
Volvió
con cinco bolsas repletas de ropa. No podían ser prenda más estrafalaria,
hortera y colorida. En términos cinematográficos, una mezcla de Douglas Sirk y
John Waters. De regreso a su casa ella me comentó que su nombre real era Iris y
que no lo compartiera con nadie.
—Iris, puedo
hacerte una pregunta?
—Claro.
—Qué es lo más
extraño que te ha pasado trabajando?
—Un hombre me
alquiló durante cuatro horas y solo tenía que pasear con él por delante de la
tienda de su mujer, con el fin de encelarla.
—Entonces no
tuviste que trabajar— me tomé la licencia de tirarla con ironía.
—Eso mismo
pensé yo, hasta que resultó ser tan pesado que acabé dejándolo. Pude haberle
sacado todo lo que hubiera querido, pero me agotó escucharlo; y, sobretodo, que
no entendiera que su mujer ya no lo quería.
—Imagino que
el tipo no aceptaba que no lo quería.
—Tal cual.
Tampoco entendía que hay cosas que no se compran con dinero. ¿Y tú? ¿Cuál es tu
trayecto más extraño?
Le conté lo de
la rusa, añadiéndole un final tan ficticio como real: aquel marido sí que acabó
dejándola por la flagrante morena española. Y fue en ese momento donde se
reencontró con esa mugrienta y pálida niña que vive en una colmenera soviética
y sueña con vestir colores vivos, llevando obsequios brillantes, que parezcan
caros. Se reencontró con esa niña que sueña con ojos negros, pues en Rusia son
como aquí los ojos verdes. Verdes como los de Iris.
Hoy, lunes por
la mañana, estaba ya amaneciendo. Poco antes de acabar el turno y haciendo
diagnóstico de una jornada extraña; un imprudente abrió la puerta y se sentó en
el habitáculo trasero. Era macarra y grotesco, como tantas almas sórdidas que
pasan por este taxi.
—Tú llevaste a
la puta de ayer. Esa puta no para de hacerme la vida imposible.
—¿De qué
cojones me hablas?
—No te hagas
el tonto. Fuiste tú quien la recogió en mitad de la carretera. Lleva robándome
todo el año y engañándome con cualquiera
que se le presente.
El hedor que
dejaba hablaba por él: días sin dormir, tabaco por minuto y ropa sin cambiar.
Varonil, delgadez con tripa de borrachera y chepa de acomplejado. Perfil
clásico de clientes, novios o, quizás ambos, de las trans.
—¿Tú también
le has pagado a Yunara? ¡Dime que también le has pagado, maricón de mierda!
Iris se montó
en el taxi de al lado. No lució esas prendas que compró ayer. Iba con un
chándal oscuro, que era su indumentaria de lunes a sábado, la mustia prenda con
la que entraba en aquel abyecto club que la obligaba a despelotarse y
ensuciarla con bikinis y tangas reflectantes. Pero como dijo Travis: la
suciedad no podía tocarla. Su nombre falso y el chándal oscuro no podían aún
con el flamante domingo; o al menos eso era lo que quería pensar.
Y como la
realidad del taxi supera muchas veces la ficción, tuve que asumir que ese pobre
diablo seguía aún sentado en mi taxi, y, para colmo soportando sus celos
paranoicos.
Entonces,
le tiré la pelota y la bolsita. Le devolví lo que su amigo o amiga me había
dejado: un billete tan sucio y arrugado como su aspecto y, una bolsa que
esconde algún alcaloide esnifado que te deja la noche sin dormir y demonios
persecutorios.
—¡Saque su
sucio culo del coche o le juro que le pego un tiro!— le mostré la Magnum 44 y
entonces entendió rápidamente que si no se iba, sus orificios preferidos
dejarían de operar para todo lo contrario por lo que la naturaleza los había
creado; pues la nariz siempre fue para respirar y el culo para expulsar.
Algún día
caerá una gran lluvia que limpie toda esta mierda, pensé. En estos quince años
he limpiado comida, colillas, sudor, sangre, semen y bolsitas que contenían
cualquier droga ilegal, como la que se le cayó a ese transexual con nombre de
perra.
Las primeras
carreras extrañas nunca se olvidan, como tampoco el primer nombre real de una
prostituta. Cuando era niño buscaba historias en un videoclub o en esa tienda
de adultos. Pero ese pasillo interminable de estantes ahora la cruzaba dando
unos pocos pasos. El videoclub era ahora una homologada, socialmente hablando,
peluquería Unisex; un espacio desconocido, carente de atractivo; más para un
taxista que usa su maquinilla en el baño y, en ocasiones, habla consigo mismo
delante del espejo.
Scorsese,
Schroader y Herrmann con su música hitchckocniana fueron los mejores amigos de
aquel niño solitario. Esos planos subjetivos de la mirada por los retrovisores
de un taxista neoyorkino, el ojo de un espectador de historias que duran lo que
dura su trayecto, que cobra por un taxímetro municipal; y que devuelve ese
miserable billete que insulta su dignidad.
Ese niño que
soy yo mismo, buscó; y, tan espontánea como la mano de un viajero que busca su
taxi, encontró aquella historia de historias. En un taxímetro que opera como el
cronómetro de una prostituta, sea del género que sea. O en ese nombre efímero
que se esfuma como el cliente que baja al pagar el importe, sea en el
habitáculo del taxi o en la habitación de un burdel.
Ese Bravis es
algo más viejo que Travis, y aún no sabe si las historias lo buscan a él o él
busca las historias. La realidad supera, por desgracia, la ficción; y, esa
chica que empieza a prostituirse no puede ser salvada tan fácilmente por un
antihéroe como Travis Binckle. Mientras tanto ella coloreará sus domingos de
prendas nuevas y el taxista la observará escuchando la banda sonora de Taxi
Driver.
Y si crees que
el narrador es el taxista, te responderé fácil:
—Sí, Are you talking with me.
Espectacular relato, señor Bravo. Y la parte desde del Magnum 44 hasta el final es apoteósica.
ResponderEliminarGracias, José. Una humilde aportación en esta genial plataforma de la cual eres culpable. Gracias por tus geniales Microrelatos. Por cierto, te doy una idea: Magnum 44
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