LA PLUMA SIN TINTA

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4 de febrero de 2025

Bravis de Travis. Relato breve.

 



Un relato de Paco Bravo.

Instagram: @the.time.of.the.seasons

 

De tantas carreras extrañas que he dado en estos quince años, podría recordar la del transexual de ayer, pero sin duda; como con los amores: los primeros golpean dos veces.

—¿Se están besando? ¿Qué hacen?— me dijo la clienta rusa mientras se agachaba impávida.

—Ahí no hay nadie señora— le contesté bruscamente.

—Mira bien! Es en ese Ford blanco!— gritaba mientras miraba de reojo, agachándose en el asiento de atrás.

La rusa buscaba desde un ángulo imposible ver una escena inexistente: la flagrante española cañón arrebatándole su marido. Después de cinco minutos agachada y comportándose como loca, atendió a razones. Fue, sin dudas, la primera vez que sentí la gratificación de hacerle entender a un pasajero que su ficción estaba superando la realidad. Yo era Travis en aquella escena donde Scorsese, en su esplendoroso cameo, despóticamente impone al taxista que estacione su taxi, sin parar el contador, para que sea testigo de cómo su mujer se folla a un negro. Era la primera escena extraña sobre un trayecto en taxi; y la de la rusa también, pero real.

La transexual de ayer apareció de la nada; en mitad de la madrugada en una carretera lejos del poblado. Tampoco quise saber. Ella, o él, también de la nada; me relató un batiburrillo de frustraciones yuxtapuestas donde no llegaba a diferenciar si el sujeto era su novio, cliente o amante. Al final deduje que su novio se ponía celoso porque creía que se encariñaba de sus clientes. Tuve que contextualizar su relato desordenado (típico de los trans, supongo que como sus hormonas) y adaptarlo a la triste realidad de este tipo de personas: prostitución, drogas y relaciones errantes. Me pagó con un billete arrugado y hecho una pelotilla. Me lo tiró y me dijo que me quedara con el cambio.

No sé si yo busco historias o si las historias me buscan a mí. Cuando era preadolescente mi madre me premiaba las buenas notas con regalos, y yo siempre pedía el mismo: una película. Aquella portada con De Niro, caminando sólo y solitario, tan sólo como su nombre, sin coprota que le acompañe. Y aquellos tres nombres: Scorsese, Herrmann y Schroader. Simple y solitario, pero resplandeciente como ningún otro filme. Resplandeciente (disculpen si soy soberbio) como ese niño en una tienda de adultos. La soledad me había acompañado en aquel lugar, en la escuela; y, como no, viendo películas en mi habitación.

Uno jamás se olvida de las primeras extrañas carreras, como tampoco se olvida de las primeras grandes películas. Y para salir de situaciones extrañas, donde la idea de cobrar se vuelve secundaria, uno debe buscar certeras excusas. Aquel día a la rusa pude sacarle los cuartos para un mes, haciendo de detective privado; pero preferí soltarle la excusa de que tenía que recoger un servicio en el aeropuerto.

En estos quince años me he cerciorado que en este trabajo los días se suceden como un eslabón de una cadena, hasta que surge el cambio. Y el cambio se dio ayer. No con el transexual sino con Jennifer. Jennifer, una chica radiante y con los ojos de Cybril Shepperd; demasiado bella para ser tocada, demasiado joven para alquilar su cuerpo. Demasiado joven, como Jodie Foster en el 76.

Jenni, cambiaba los domingos de trayecto, pues era el único día que descansaba. Jenni, es de las pocas prostitutas de ese burdel que tiene menos de veinte años. Ella es una modelo de revista, la  Pfeiffer del barrio.  Ningún vecino sería capaz de adivinar su oficio. Mantiene su radiante aspecto de niña y no anda aún repleta de cirugías para esconder un rostro consumido. Jenni es prostituta pero, sin ser, por ahora, una triste puta.

                Volvió con cinco bolsas repletas de ropa. No podían ser prenda más estrafalaria, hortera y colorida. En términos cinematográficos, una mezcla de Douglas Sirk y John Waters. De regreso a su casa ella me comentó que su nombre real era Iris y que no lo compartiera con nadie.

—Iris, puedo hacerte una pregunta?

—Claro.

—Qué es lo más extraño que te ha pasado trabajando?

—Un hombre me alquiló durante cuatro horas y solo tenía que pasear con él por delante de la tienda de su mujer, con el fin de encelarla.

—Entonces no tuviste que trabajar— me tomé la licencia de tirarla con ironía.

—Eso mismo pensé yo, hasta que resultó ser tan pesado que acabé dejándolo. Pude haberle sacado todo lo que hubiera querido, pero me agotó escucharlo; y, sobretodo, que no entendiera que su mujer ya no lo quería.

—Imagino que el tipo no aceptaba que no lo quería.

—Tal cual. Tampoco entendía que hay cosas que no se compran con dinero. ¿Y tú? ¿Cuál es tu trayecto más extraño?

Le conté lo de la rusa, añadiéndole un final tan ficticio como real: aquel marido sí que acabó dejándola por la flagrante morena española. Y fue en ese momento donde se reencontró con esa mugrienta y pálida niña que vive en una colmenera soviética y sueña con vestir colores vivos, llevando obsequios brillantes, que parezcan caros. Se reencontró con esa niña que sueña con ojos negros, pues en Rusia son como aquí los ojos verdes. Verdes como los de Iris.

Hoy, lunes por la mañana, estaba ya amaneciendo. Poco antes de acabar el turno y haciendo diagnóstico de una jornada extraña; un imprudente abrió la puerta y se sentó en el habitáculo trasero. Era macarra y grotesco, como tantas almas sórdidas que pasan por este taxi.

—Tú llevaste a la puta de ayer. Esa puta no para de hacerme la vida imposible.

—¿De qué cojones me hablas?

—No te hagas el tonto. Fuiste tú quien la recogió en mitad de la carretera. Lleva robándome todo el año y  engañándome con cualquiera que se le presente.

El hedor que dejaba hablaba por él: días sin dormir, tabaco por minuto y ropa sin cambiar. Varonil, delgadez con tripa de borrachera y chepa de acomplejado. Perfil clásico de clientes, novios o, quizás ambos, de las trans.

—¿Tú también le has pagado a Yunara? ¡Dime que también le has pagado, maricón de mierda!

Iris se montó en el taxi de al lado. No lució esas prendas que compró ayer. Iba con un chándal oscuro, que era su indumentaria de lunes a sábado, la mustia prenda con la que entraba en aquel abyecto club que la obligaba a despelotarse y ensuciarla con bikinis y tangas reflectantes. Pero como dijo Travis: la suciedad no podía tocarla. Su nombre falso y el chándal oscuro no podían aún con el flamante domingo; o al menos eso era lo que quería pensar.

Y como la realidad del taxi supera muchas veces la ficción, tuve que asumir que ese pobre diablo seguía aún sentado en mi taxi, y, para colmo soportando sus celos paranoicos.

                Entonces, le tiré la pelota y la bolsita. Le devolví lo que su amigo o amiga me había dejado: un billete tan sucio y arrugado como su aspecto y, una bolsa que esconde algún alcaloide esnifado que te deja la noche sin dormir y demonios persecutorios.

—¡Saque su sucio culo del coche o le juro que le pego un tiro!— le mostré la Magnum 44 y entonces entendió rápidamente que si no se iba, sus orificios preferidos dejarían de operar para todo lo contrario por lo que la naturaleza los había creado; pues la nariz siempre fue para respirar y el culo para expulsar.

Algún día caerá una gran lluvia que limpie toda esta mierda, pensé. En estos quince años he limpiado comida, colillas, sudor, sangre, semen y bolsitas que contenían cualquier droga ilegal, como la que se le cayó a ese transexual con nombre de perra.

Las primeras carreras extrañas nunca se olvidan, como tampoco el primer nombre real de una prostituta. Cuando era niño buscaba historias en un videoclub o en esa tienda de adultos. Pero ese pasillo interminable de estantes ahora la cruzaba dando unos pocos pasos. El videoclub era ahora una homologada, socialmente hablando, peluquería Unisex; un espacio desconocido, carente de atractivo; más para un taxista que usa su maquinilla en el baño y, en ocasiones, habla consigo mismo delante del espejo.

Scorsese, Schroader y Herrmann con su música hitchckocniana fueron los mejores amigos de aquel niño solitario. Esos planos subjetivos de la mirada por los retrovisores de un taxista neoyorkino, el ojo de un espectador de historias que duran lo que dura su trayecto, que cobra por un taxímetro municipal; y que devuelve ese miserable billete que insulta su dignidad.

Ese niño que soy yo mismo, buscó; y, tan espontánea como la mano de un viajero que busca su taxi, encontró aquella historia de historias. En un taxímetro que opera como el cronómetro de una prostituta, sea del género que sea. O en ese nombre efímero que se esfuma como el cliente que baja al pagar el importe, sea en el habitáculo del taxi o en la habitación de un burdel.

Ese Bravis es algo más viejo que Travis, y aún no sabe si las historias lo buscan a él o él busca las historias. La realidad supera, por desgracia, la ficción; y, esa chica que empieza a prostituirse no puede ser salvada tan fácilmente por un antihéroe como Travis Binckle. Mientras tanto ella coloreará sus domingos de prendas nuevas y el taxista la observará escuchando la banda sonora de Taxi Driver.

Y si crees que el narrador es el taxista, te responderé fácil:

            —Sí, Are you talking with me.

 


2 comentarios:

  1. Espectacular relato, señor Bravo. Y la parte desde del Magnum 44 hasta el final es apoteósica.

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  2. Gracias, José. Una humilde aportación en esta genial plataforma de la cual eres culpable. Gracias por tus geniales Microrelatos. Por cierto, te doy una idea: Magnum 44

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